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SI el proceso de canonización de Santa Maravillas de Jesús no hubiese concluido, el rechazo de estos congresistas del demonio a conmemorarla con una placa en el edificio donde nació habría servido al postulador de su causa como prueba de su santidad. Pues es facultad milagrosa de los santos hacer rabiar a los demonios, que como nos recuerda la Epístola de Santiago «creen y odian»; y el odio a la santidad lo expresan alejándola de sí, ya que en su proximidad sufren convulsiones y metamorfosis la mar de desagradables. Si la placa conmemorativa de Santa Maravillas se hubiese finalmente instalado, muchos congresistas habrían empezado a echar espumarajos y a mostrar las pezuñas por las bocamangas; y tampoco es plan convertir el Congreso en la cantina de aquella peli de Robert Rodríguez, «Abierto hasta el amanecer».
Las sinrazones aducidas por esos congresistas del demonio para impedir que la placa fuese instalada merecen, sin embargo, ser calificadas de pintorescas; tan pintorescas que hemos de concluir que, o bien los demonios se han vuelto memos (lo cual es harto improbable), o bien su imperio es tan hegemónico que ni siquiera han de esforzarse en aparentar razón, como los tiranos omnímodos no se esfuerzan en aparentar que sus leyes sean justas. Los congresistas del demonio han alegado que «el Parlamento es una institución de un Estado aconfesional», como si en lugar de una placa conmemorativa en honor de un personaje ilustre se fuese a erigir una capilla donde se obligara a estos congresistas a rezar el rosario. Puesto que la aconfesionalidad de un Estado, y de las instituciones que lo representan, en nada se inmuta porque se recuerde el natalicio de un personaje ilustre, hemos de pensar que estos congresistas del demonio querían decir en realidad otra cosa; pero, o bien por pereza mental no lo hicieron (el que manda omnímodamente no tiene por qué demorarse en explicaciones), o bien pensaron que esa cosa, designada desnudamente, tenía un nombre demasiado feo.
Ese nombre es odium fidei, sentimiento demoníaco que persigue a la Iglesia desde el instante mismo de su fundación y que, a lo largo de los diversos crepúsculos de la Historia, se ha manifestado bajo expresiones más o menos sañudas o sibilinas. La propia Maravillas de Jesús tuvo ocasión de probar el odium fidei en su expresión más sañuda, siendo priora del Carmelo de El Cerro de los Ángeles, donde los abuelitos de estos congresistas del demonio se entretuvieron dinamitando una imagen del Sagrado Corazón. En esta fase democrática de la Historia, el odium fidei no se muestra -¡de momento!- dinamitando imágenes del Sagrado Corazón y fusilando monjas, sino a través de una expresión más sibilina, llamada «laicismo», gato de uñas afiladas que estos congresistas del demonio pretenden hacer pasar por la liebre modosita del «Estado aconfesional». ¿Y qué es el laicismo? El gran Leonardo Castellani (de quien por fin puede leerse una antología preparada por el menda que acaba de llegar a librerías, titulada Cómo sobrevivir intelectualmente al siglo XXI) lo define así: «Laicismo consiste en la sustitución de Dios por el Estado, al cual se trasfieren los atributos divinos de Aquél, incluido el poder absoluto sobre las almas». Como en el hombre es instintivo someterse a algo superior, quien no adore a Dios habrá necesariamente de adorar a quien, según la época, se le adjudican nombres diversos: en fases pretéritas de la historia esos nombres -Mammón, Moloch, Baal- sonaban agrios, de tan evidentes; en esta fase democrática de la historia, se eligen nombres más melifluos que encubren -citamos de nuevo a Castellani- «al monstruoso ídolo hegeliano llamado Estado, Júpiter Tonante redivivo, en conjunción con el otro ídolo material y tangible, el Dinero, Plutón su hermano». Unos y otros nombres designan al mismo dios, que echa espumarajos por la boca y asoma las pezuñas por las bocamangas a poco que se le contradiga. Para distinguir a sus adoradores, basta con que se les proponga instalar en su templo una placa conmemorativa de una monja carmelita; de inmediato, veréis cómo se llenan la boca con apelaciones al «Estado aconfesional», que es la careta con la que disfrazan su odium fidei. Porque estos congresistas del demonio, como el dios al que sirven, «creen y odian».
Muchos de los problemas que sufrimos en nuestras sociedades vienen causados, directa o indirectamente, por el intervencionismo estatal. Habida cuenta de la ingente cantidad de funciones que las Administraciones Públicas se arrogan con la finalidad de promover un difuso y pocas veces definido "bien común", no deberia ser nada que nos extrañara.
Por lo general, cuando el Estado fracasa en alguno de sus cometidos, la respuesta no suele consistir en retraerse y permitir que los ciudadanos busquen soluciones privadas a sus propios problemas, sino que, lejos de reconocer su responsabilidad, proclama que el problema se debe a una insuficiente extensión de su poder. Dicho de otra manera, incapaz de gestionar eficientemente sus anteriores atribuciones, el Estado pasa a exigir que su poder se incremente, de nuevo, en nombre del "bien común".
Ayer padecimos dos desafortunados ejemplos de esta actitud expansiva del poder estatal en ámbitos muy distintos. Por un lado, Gallardón procedió a cerrar varias discotecas de la capital madrileña, después de que la muerte de Álvaro Ussía revelara a la opinión pública que muchas de ellas estaban operando ilegalmente. En caso de que estas discotecas estuvieran efectivamente actuando fuera de la ley, el Ayuntamiento cumplió en un día con parte de las obligaciones pendientes desde hacía años.
Ya explicamos que, en este caso, el problema esencial no era otro que la inaplicación sistemática de la ley por parte de la Administración local. Sin embargo, esta rápida reacción no justifica que las Administraciones Públicas (sea el Ayuntamiento o sea la Delegación del Gobierno, tal y como sugiere Gallardón) o se vayan de rositas o incluso extiendan sus mecanismos de control, colocando policías dentro de las discotecas. Aquí han fallado ciertos cargos públicos porque los mecanismos institucionales diseñados para evitar que fallaran no han funcionado como debían.
Así pues, habrá que depurar responsabilidades y reformar los sistemas de coordinación entre administraciones (si la culpa corresponde a la Delegación del Gobierno) o los de fiscalización de sus actividades (si corresponde a la dejación de funciones del Ayuntamiento de Madrid) o, en su caso, plantearse si no sería conveniente que las Administraciones se centraran en cumplir con unos pocos objetivos básicos (seguridad y justicia) en lugar de dispersar su atención en objetivos que las desbordan.
El segundo ejemplo de impunidad estatal lo encontramos en la actitud del Gobierno socialista ante la crisis. A pesar de ser uno de los principales responsables de la magnitud de nuestra recesión (tanto por una brutal expansión del gastó público que ha terminado disparando el déficit cuanto por su absurda obstinación en no liberalizar el mercado laboral, pese a que España ha sufrido el mayor incremento del desempleo de todo Occidente), se empeña en pedir más poder para los Estados: la crisis no ha sido consecuencia de sus continuas intervenciones en los mercados financieros, sino de que se ha intervenido demasiado poco.
De nuevo, nos encontramos con el mismo discurso: los cargos públicos no tienen ninguna responsabilidad en lo sucedido; de hecho sólo si se les entrega más poder podrán poner fin a los problemas (que ellos mismos han creado, les faltaría decir). Desde luego, la crisis no necesita más Estado, sino más mercado. El ajuste y la recesión son inevitables, pero el consenso socialdemócrata que reclama Zapatero sólo retrasará la recuperación.
Las reformas serias del Estado, para reducir su peso y para aumentar su eficacia, sólo comenzarán a materializarse cuando los errores políticos dejen de quedar impunes. Si por cada error, la Administración sólo recibe nuevos poderes y nuevas justificaciones para su actuación, los políticos seguirán creando problemas y evitando las soluciones. Es hora de empezar a pasar la factura.