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John Donne escribió sus «Devociones» como meditación del hombre enfermo. Y es que la enfermedad puede que sea la más fiel metáfora de lo humano, conforme a la lacónica sentencia de Pascal: la enfermedad es el hombre. Así que releo a Donne, en estos días febriles de un mundo que declina hacia su ocaso, con la emoción de quien sigue una guía espiritual firme: «Acaso aquel por quien esta campana dobla, esté ya tan enfermo que no sepa que dobla por él». No he podido quitarme su alegoría de la cabeza en estos días, ante la foto de los reunidos en Washington bajo la alucinada quimera de «refundar el capitalismo». Como si las dinámicas económicas fueran cosa de intenciones; como si bastase una sobredosis de buena voluntad para modificar el curso de las cosas; como si sólo estuviéramos asistiendo a un tonto y, al fin, menor malentendido; a un arrebato de maquinaciones perversas, tras cuya reducción al orden, todo volvería a ser como antes. Y es mentira. Tanto cuanto el consuelo, farmacológico o anímico, que se administra al moribundo. No hay un designio perverso tras la crisis. Como no lo hay jamás tras un acontecimiento histórico de envergadura. Hay una red causal que determina -en un selvático nudo de vectores contrapuestos- lo que sucede. También en economía, como en toda cosa, está vigente el principio que Aristóteles cristalizara hace veinticuatro siglos: vive sólo lo que muere; y a la inversa. Allá donde no se genera corrupción, es porque no hay vida. Hace dos siglos que David Ricardo teorizó las crisis como mecanismo corrector de los acumulados desajustes en el automatismo del mercado. Porque no hay máquina alguna, por fina que sea, que no vaya acumulando disfunciones. Al cabo, esas disfunciones acaban por trabar los engranajes de la máquina. Dice Ricardo, y tras él Marx y todos los analistas serios del modo de producción capitalista, que una crisis da, sencillamente, aviso del sector o sectores de la producción que están ya muertos -no enfermos, muertos-; detectados esos cúmulos de necrosis, sólo una alternativa permite seguir adelante: su extirpación definitiva; y, no hay manera de ocultarlo, dolorosa. Sólo luego de eso, la máquina podrá volver a funcionar. Pero, si alguien se dejara tentar por las buenos intenciones de hacer que el engranaje gire sin la previa limpieza, serán las piezas centrales del gran reloj las que se harán pedazos. Y no existirá arreglo. Hemos pospuesto, durante un tiempo loco, el abordaje de la crisis. Porque era demasiado angustioso constatar que una fracción de nosotros mismos no era cuerpo siquiera ya; era carroña. Hemos vivido alegres sin ver nuestra propia herrumbre. Pero la herrumbre no duerme. Nunca. Poco a poco, se fue instalando en nuestros órganos vitales. Y ya no sirve mirar hacia otro sitio. La enfermedad está aquí: somos nosotros. Saldremos de esta, si salimos, amputados e inválidos. Y es mejor decirlo en voz todo lo clara que sepamos. Las falsas esperanzas son el camino directo al suicidio. Pero sí, puede que aquel por el cual dobla esta campana, esté tan enfermo que ni siquiera sepa que está doblando por él.
Tras declarar extinguida la responsabilidad penal por fallecimiento de Franco, Mola, Serrano Suñer, Cabanellas, Queipo de Llano, Muñoz Grandes y casi una treintena de altos cargos del llamado "bando nacional", a los que acusaba nada menos que de delitos asimilables al genocidio, el juez de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón, ha decidido en un auto de más de 150 folios inhibirse de la citada causa a favor de los juzgados territoriales en los que se encuentren las fosas comunes que mandó abrir cuando se autodeclaró competente para instruir este delirante procedimiento el pasado 16 de octubre.
Algunos dirán que con esta resolución, Garzón no hace más que adelantarse a la decisión que el Pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional tenía que adoptar en una próxima reunión acerca de la competencia del magistrado para investigar estos hechos, a lo que la Fiscalía se oponía, entre otros motivos, por entender que son competencia de los juzgados territoriales donde supuestamente se cometieron los crímenes.
La resolución, sin embargo, no deja por ello de ser menos esperpéntica y criticable. La supuesta responsabilidad penal de los acusados no sólo estaba extinguida por sus fallecimientos, acreditados desde muchos años antes del inicio de la causa, sino porque todo el sumario, de cabo a rabo, vulneraba y vulnera de forma flagrante la Ley de Amnistía, aprobada en 1977, y los plazos de prescripción de los delitos que establece el Código Penal.
Si no fuera por las heridas que ha reabierto con su maniquea pretensión de enjuiciar penalmente sólo los crímenes perpetrados por uno de los dos bandos enfrentados en la Guerra Civil, por el dinero que ha costado a los contribuyentes, por el desprecio que ha manifestado a la legalidad vigente, y por el tiempo que ha dejado de dedicar a los asuntos pendientes y urgentes que aguardan en su juzgado, la esperpéntica actuación de Garzón hasta podría resultar cómica.
No hay que extrañarse, en este sentido, del hecho de que las principales asociaciones de jueces, sea cual sea su adscripción ideológica, hayan dirigido criticas a la actuación del juez, no sólo por el absurdo de remover Roma con Santiago para declarar muerto a Franco, sino también por endosar la situación que él ha creado a sus colegas de los juzgados territoriales.
Aunque hemos de suponer que todos los responsables de los juzgados territoriales tienen ya constancia del fallecimiento de Franco, tanto como de la Ley de Amnistía y de los plazos de prescripción de nuestro Código Penal, no hay que descartar que algunos de ellos quieran seguir los esperpénticos pasos de Garzón. Eso nos llevaría a un nuevo espectáculo como sería el de ver fallos judiciales contradictorios entorno a una misma causa. Y es que Franco habrá muerto, pero la truculenta "garzonada" puede seguir viva.
Miles de gorilas manchan la piel de toro, estropean el ocio del noctámbulo, joven o no, envenenan la fiesta y joden la marrana. Cada cierto tiempo pasa lo que tiene que pasar: muertes a puñetazos y patadas que son linchamientos, pues esos valientes suelen atacar en camada a objetivos individuales. Los empresarios de la noche, que por lo visto siguen teniendo más relación con las mafias de lo que nos imaginábamos, ponen a musculados sin cerebro a defender su antro y aguantan, vaya usté a saber cómo, un aluvión de peticiones de clausura de los municipales sin que les pase nada.
Ahora, tras partirle literalmente el corazón a Álvaro Ussía a las puertas de El Balcón de Rosales, van a ver su local cerrado por el Ayuntamiento. Si Gallardón se despierta dos días antes, se evita la tragedia. España se estremece periódicamente al enterarse de lo que todos sabían y nadie denunciaba. Hace tiempo que muchos no pisamos locales con tipos malencarados en la puerta. Es una de esas situaciones donde la lógica del mercado falla y el marketing brilla por su ausencia: cuanto peor tratan a su clientela, más colas se forman a la entrada.
En este caso todo se explica por la venta de alcohol a menores a bajo precio. Cuarenta y siete denuncias en tres años, y nada. La noche sigue fuera de la ley, pero alguna explicación habrá para la extraordinaria tolerancia del Ayuntamiento de Madrid. Es cuestión de buscarla. Alguien tendrá ganas de hacerlo siempre y cuando la presente conmoción no se olvide en dos días, que es lo más probable.
El sector de los gorilas es una bomba que amenaza a nuestra juventud. Con los años, a la primera mirada de vacile, uno se busca otro bareto más amable, pero a ciertas edades se entienden los peligros como ritos de iniciación. Se funden de gusto si un día los gorilas les abren paso y les dan las buenas noches. ¿Por qué no se los lleva la Chacón a Afganistán, a que demuestren su valor y fortaleza? Podrían constituir un batallón aparte (digo batallón, no botellón), con uniforme propio, todos con su cola de caballo y sus abrigos largos y oscuros, poniendo mala cara a los islamistas: ¡Que te meto!