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"Nuestro mundo enfermo", por Gabriel Albiac en La Razón
John Donne escribió sus «Devociones» como meditación del hombre enfermo. Y es que la enfermedad puede que sea la más fiel metáfora de lo humano, conforme a la lacónica sentencia de Pascal: la enfermedad es el hombre. Así que releo a Donne, en estos días febriles de un mundo que declina hacia su ocaso, con la emoción de quien sigue una guía espiritual firme: «Acaso aquel por quien esta campana dobla, esté ya tan enfermo que no sepa que dobla por él». No he podido quitarme su alegoría de la cabeza en estos días, ante la foto de los reunidos en Washington bajo la alucinada quimera de «refundar el capitalismo». Como si las dinámicas económicas fueran cosa de intenciones; como si bastase una sobredosis de buena voluntad para modificar el curso de las cosas; como si sólo estuviéramos asistiendo a un tonto y, al fin, menor malentendido; a un arrebato de maquinaciones perversas, tras cuya reducción al orden, todo volvería a ser como antes. Y es mentira. Tanto cuanto el consuelo, farmacológico o anímico, que se administra al moribundo. No hay un designio perverso tras la crisis. Como no lo hay jamás tras un acontecimiento histórico de envergadura. Hay una red causal que determina -en un selvático nudo de vectores contrapuestos- lo que sucede. También en economía, como en toda cosa, está vigente el principio que Aristóteles cristalizara hace veinticuatro siglos: vive sólo lo que muere; y a la inversa. Allá donde no se genera corrupción, es porque no hay vida. Hace dos siglos que David Ricardo teorizó las crisis como mecanismo corrector de los acumulados desajustes en el automatismo del mercado. Porque no hay máquina alguna, por fina que sea, que no vaya acumulando disfunciones. Al cabo, esas disfunciones acaban por trabar los engranajes de la máquina. Dice Ricardo, y tras él Marx y todos los analistas serios del modo de producción capitalista, que una crisis da, sencillamente, aviso del sector o sectores de la producción que están ya muertos -no enfermos, muertos-; detectados esos cúmulos de necrosis, sólo una alternativa permite seguir adelante: su extirpación definitiva; y, no hay manera de ocultarlo, dolorosa. Sólo luego de eso, la máquina podrá volver a funcionar. Pero, si alguien se dejara tentar por las buenos intenciones de hacer que el engranaje gire sin la previa limpieza, serán las piezas centrales del gran reloj las que se harán pedazos. Y no existirá arreglo. Hemos pospuesto, durante un tiempo loco, el abordaje de la crisis. Porque era demasiado angustioso constatar que una fracción de nosotros mismos no era cuerpo siquiera ya; era carroña. Hemos vivido alegres sin ver nuestra propia herrumbre. Pero la herrumbre no duerme. Nunca. Poco a poco, se fue instalando en nuestros órganos vitales. Y ya no sirve mirar hacia otro sitio. La enfermedad está aquí: somos nosotros. Saldremos de esta, si salimos, amputados e inválidos. Y es mejor decirlo en voz todo lo clara que sepamos. Las falsas esperanzas son el camino directo al suicidio. Pero sí, puede que aquel por el cual dobla esta campana, esté tan enfermo que ni siquiera sepa que está doblando por él.
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