Los seres urbanos como un servidor no podemos sino tenerle especial manía a esos ecolojetas sandía que intentan convencernos de que el frío en invierno y el calor en verano son culpa de la acción del hombre. Tienen una especial inquina al progreso tecnológico, es decir, a la mejora de nuestro bienestar, a lo que hace nuestras vidas más cómodas y duraderas. Y también lo que nos permite a muchos ser un poco más felices.
Vimos hace unos días un ejemplo claro de su manera de pensar. Resulta que unos científicos querían hacer un sencillo experimento: fertilizar con seis toneladas de polvo de hierro el Océano Antártico. La idea es dilucidar si, como creen, las algas de la superficie marina tienen nutrientes suficientes para crecer, pero no el hierro que necesitan. Si así fuera, se reproducirían a mayor velocidad y absorberían más dióxido de carbono de la atmósfera. Perfecto, ¿no? Parece una manera barata y eficiente de acabar con los miedos de quienes se creen que el CO2 es un peligro mortal para la humanidad.
Pues no. Los ecologistas quisieron frenarlo porque intentaba poner en manos de la "industria capitalista" un modo barato de hacer desaparecer el CO2 y frenar el cambio climático. Es decir, que realmente no temen tanto el calentamiento global; lo que no quieren es que el hombre siga mejorando las herramientas que tiene a su disposición para hacer del planeta un lugar más habitable para él, que no otra cosa es eso que llaman "industria capitalista". Tras frenar el experimento por miedo a las críticas, finalmente el Gobierno alemán le dio luz verde. Menos mal.
Pero no hace falta irse tan lejos para ver ejemplos de estos nuevos ludditas. La máquina tejedora que quieren destruir ahora no es otra que el teléfono móvil. Ese aparato infernal que podemos llevarnos con nosotros y nos permite comunicarnos con quien queramos en el momento que deseemos. ¡A quién se le ocurre semejante mejora en nuestras vidas! ¡Hay que acabar con ello! Aux armes, citoyens!
La táctica que emplean es la misma que con el calentamiento global: aterrarnos. Por resumirlo mucho, afirman que el uso del teléfono móvil nos va a freír el cerebro o, para ser más exactos, podría llegar a hacerlo, de modo que en aplicación del santo principio de precaución debemos impedir su uso o, en un gesto de generosidad que los honra, restringirlo a los casos de emergencia, como si fuéramos a pagar y llevar encima un cacharro de esos sólo por si nos atracan o se nos estropea el coche.
El principio de precaución significa, teóricamente, que se prohíban innovaciones hasta que no existan pruebas de que no comportan peligros. Suena razonable, pero el problema es que es imposible demostrar que algo no comporta riesgo alguno. Cosas que llevamos milenios comiendo provocan problemas de salud de todo tipo. Así que, en la práctica, el principio de precaución consiste en que el Estado prohíba todo aquello que molesta a los ecologistas.
La excusa para aplicarlo en esta ocasión son las radiaciones y la fuente de autoridad, el profesor sueco Olle Johansson. El problema es que el señor doctor, al menos según los escépticos suecos, no tiene ni idea de lo que habla. Dice que las microondas son comparables a los rayos X o a las radiaciones gamma, que viene a ser como si se dijera que un conejo y un tigre de Bengala suponen un riesgo comparable para el ser humano porque al fin y al cabo ambos son animales.
Hay gente realmente seria que investiga los posibles efectos de las radiaciones sobre la salud, aunque será infrecuente encontrárselos citados en comunicados ecologistas, porque no encuentran evidencia alguna de perjuicios para la salud provocados ni por antenas de telefonía ni por los mismos aparatos. Salvo, claro está, que se usen mientras se conduce. Pero creo que no se refieren a esto los del pez mutante de Garoña, esa organización de ufólogos del medio ambiente llamada Ecologistas en Acción.
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