21 de febrero de 2009
A nadie en su sano juicio se le ocurriría proponer la despenalización del infanticidio. Nadie con la cabeza en su sitio se atrevería a defender el derecho de la mujer a deshacerse de su hijo recién nacido antes de que cumpla, por ejemplo, un mes. Sin embargo, millones de personas ven de lo más natural hablar del "derecho al aborto" y legislar para que quede simplemente al libre albedrío de la mujer embarazada, el continuar o no con la gestación dentro de unos plazos determinados.
El aborto no es más que una forma de infanticidio, desde un punto de vista moral. Ya pueden decir lo que quieran la ciencia, los políticos o las religiones. Un embrión es un ser vivo que crece y se desarrolla desde el instante mismo de la fecundación. Como tal ser vivo, no es propiedad de la madre ni del padre, menos aún del Estado o de Dios. Y un feto, por pequeño que sea, no se diferencia en gran cosa de un recién nacido excepto en su tamaño o en el hecho de estar dentro o fuera del vientre de su madre.
Si matar a un niño es el crimen más horrendo que se pueda imaginar, ¿qué se puede decir del acto de extraer a un embrión o un feto del vientre de la madre para impedir su desarrollo y nacimiento? ¿No es eso matar? Yo diría que sí. Y con esto no pretendo que se encarcele a las mujeres que abortan. No estoy hablando de leyes ni de castigos, sino de la necesidad de tomar conciencia de lo que el aborto significa.
Más de cien mil infanticidios por la vía del aborto se cometen cada año en España. No sé cuántos millones, en el mundo. Una sociedad que tolera, permite o facilita tamaña carnicería es una sociedad llena de Herodes, por acción u omisión. Todos somos Herodes. El llanto de los sacrificados no cesará en nuestras conciencias. La sangre de los no nacidos acabará por ahogarnos.
lunes, 23 de febrero de 2009
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