No tengo el placer (o la desgracia, nunca se sabe) de conocer a ningún adolescente de Nueva Zelanda. Sin embargo, algo me dice que a pesar de situarse en las antípodas geográficas de España en ciertas cosas deben de ser muy parecidos a los de la vieja piel de toro. Al fin y al cabo, los jóvenes de todo el mundo que todavía no han llegado a la mayoría de edad comparten una amplia gama de aficiones y gustos. Y entre todos ellos están, que duda cabe, consumir productos de entretenimiento destinados a adultos.
La mayor parte de los adolescentes de todo el mundo comparten varias pasiones: las escenas ficticias de violencia (sobre todo los chicos); la imagen de señoritas o mozalbetes, depende del sexo y los gustos de cada uno, de buen ver con la mayor superficie posible de piel a la vista; las conversaciones subidas de tono... En definitiva, todo lo que se suele clasificar como apto sólo para mayores de edad. Y la cuestión de estas clasificaciones, a pesar de que estemos acostumbrados a ellas, resulta más peliaguda de lo que podría pensarse en un principio.
No hay nada que objetar cuando se limitan a recomendaciones, sobre todo si surgen de la iniciativa privada, o se trata de autolimitaciones impuestas por el propio sector en cuestión (el cinematográfico, el de los videojuegos, etc.). Otra cosa muy diferente es cuando el Estado se mete por medio e impone prohibiciones. En estos casos se trata de una intromisión directa en el ámbito del hogar. Son los padres, y no un funcionario, los que deben considerar si unos contenidos audiovisuales, fotográficos, electrónicos o de cualquier otro tipo son los adecuados para sus hijos.
Tan sólo por eso resulta demencial la pretensión del censor jefe del Gobierno neocelandés (de hecho, resulta demencial el hecho de que en un país democrático exista ese cargo) de meter en la cárcel a los padres de menores que se entretengan con videojuegos para adultos. Lo que pretende este señor es que aquellos progenitores que no eduquen, o no puedan hacerlo, a sus hijos como los políticos creen que deben hacerlo terminen con sus huesos en prisión. Pero hay más. Bill Hasting, que es como se llama este moderno Torquemada austral, justifica su pretensión con la excusa de que la cárcel es una buena manera de obligar a los padres a aprender lo suficiente sobre tecnología para poder controlar a sus retoños.
Tal vez debería preocuparse menos por la moral ajena y más por desarrollar su propia inteligencia y sentido común. ¿Se le ocurriría a Hasting meter en la cárcel a un padre analfabeto por el hecho de que un hijo suyo que sí ha estudiado lea una novela erótica? ¿Y encarcelar a una madre que no sabe bloquear el DVD para que no reproduzca contenidos pornográficos o violentos, suponiendo que el aparato lo permita? O, incluso, ¿condenaría a un ciego por no saber cómo impedir que su hijo mire fotos de chicas desnudas? Porque la argumentación en la que basa su propuesta, aunque la aplique sólo a los videojuegos, justificaría todas esas tropelías.
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