Entre las medidas adoptadas en la cumbre de Londres para luchar contra la crisis, unas ineficaces y otras directamente contraproducentes, llama la atención la aprobación popular que ha suscitado la decisión de acabar con los paraísos fiscales. El Príncipe Rainiero solía replicar cuando le preguntaban al respecto que no existen paraísos, sino infiernos fiscales, definición que me parece muy ajustada a la realidad dada la voracidad estatal de los países socialdemócratas.
Salvo que el dinero provenga de la comisión de un delito, no hay ninguna razón para perseguir a los que quieran poner su patrimonio a salvo del Fisco de su país de origen. Pero es que la cumbre del G-20 no quiere acabar con los paraísos para evitar el lavado de dinero del tráfico de drogas o de armas, sino para que los políticos puedan controlar exhaustivamente todos los flujos financieros que se generan en sus territorios. Denunciar a los países que respetan la privacidad de los depositantes extranjeros por la posibilidad de que sean delincuentes, es tanto como prohibir las comunicaciones telefónicas privadas para acabar con las estafas de algunas líneas de pago: un despropósito y un ataque injustificable a la libertad individual, que sin embargo la masa adocenada aplaude, espoleada por la envidia igualitaria que la socialdemocracia estimula con todos los medios a su alcance.
Personalmente lamento no disponer de una paletada de millones con los que crear una sociedad opaca en cualquier paraíso fiscal de los que salpican el mapamundi. Algunas de estas reservas libertarias tienen unos nombres tan sugestivos (Vírgenes Británicas, Monserrat, Aruba, Dominica, Seychelles, Maldivas o Marianas del Norte) que intentar acabar con ellos resulta hasta un acto de mal gusto.
Los líderes mundiales quieren que todo el planeta sea un infierno fiscal, como lo definió Rainiero, motivo suficiente para que la gente decente sospeche de sus verdaderas motivaciones. No les basta con acelerar la máquina de producir dinero y multiplicar exponencialmente el gasto público –la mejor receta para que las crisis se reproduzcan cíclicamente– sino que quieren acabar con los únicos reductos de privacidad que todavía escapan a sus manejos. Son el rostro siniestro de la nueva Inquisición, aunque se oculten tras la tersura de ébano y el encanto cosmopolita de la espléndida Michelle.
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