Fariñas se muere, anclado en su perseverante exigencia de libertad para los enfermos presos políticos. Moratinos, en entrañable arrebato, le larga al desdichado un preclaro consejo: «Lo mejor para él es que abandone la huelga de hambre». Hubiera podido, ya de paso, escupirle a la cara, pero no lo ha hecho. En realidad, ni siquiera se ha acercado al lugar en que agoniza para carcajearse un rato. Es un detalle. Si Fariñas va a morir, mejor no hacerle pasar el trago de aguantar la burla. La burla de quienes pavonean por la arruinada isla sus trajes caros, sus divisas, sus fantásticos negocios hoteleros con la banda de criminales que desangra a los cubanos desde hace ya algo más de medio siglo. Moratinos sabe que hay un dineral en beneficios para cuatro sinvergüenzas con pasaporte español, al benévolo precio de lamer las botas del Comandante. Y además están las fotos. Al costado de un dictador con sesenta años de ejercicio, cualquier cosa parece algo. Incluso un hombre.
miércoles, 7 de julio de 2010
Enterrando a Fariñas
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