sábado, 11 de diciembre de 2010

Controladores aéreos

Juan Manuel de Prada en ABC

Afirmaba Baudelaire que «cualquiera puede tiranizar una gran nación, apoderándose del telégrafo y de la imprenta nacional». Eso sería antaño y en una gran nación; hogaño y en una nación hecha unos zorros como la nuestra, al tirano le basta con intoxicar las tertulietas radiofónicas y televisivas, que son el oráculo de la llamada opinión pública. «Sabemos que tenemos en contra a la opinión pública», repite compungido un portavoz de los controladores aéreos; y, en efecto, no hay tertulieta radiofónica o televisiva donde no los pongan nevaditos de gargajos, como los estudiantes de Alcalá pusieron al Buscón. Y así, nevaditos de gargajos por los prohombres y prohombras de las tertulietas, los controladores son entregados a la plebe, para que desahogue con ellos su resentimiento, mientras el tirano hace lo que le peta.

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España es esa nación hecha unos zorros donde a los controladores se les aplica la ley militar para meterlos en la cárcel, mientras a los batasunos se les aplican todo tipo de tretas leguleyas para sacarlos.


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Seguían en pleno hervor los preparativos para la Semana del Odio y los funcionarios de todos los Ministerios dedicaban a esta tarea horas extraordinarias. Había que organizar los desfiles, manifestaciones, conferencias, exposiciones de figuras de cera, programas cinematográficos y de telepantalla, erigir tribunas, construir efigies, inventar consignas, escribir canciones, extender rumores, falsificar fotografías...

(...)

La nueva canción que había de ser el tema de la Semana del Odio (se llamaba la Canción del Odio) había sido ya compuesta y era repetida incansablemente por las telepantallas. Tenía un ritmo salvaje, de ladridos y no podía llamarse con exactitud música. Más bien era como el redoble de un tambor. Centenares de voces rugían con aquellos sones que se mezclaban con el
chas-chas de sus renqueantes pies. Era aterrador. Los proles se habían aficionado a la canción, y por las calles, a media noche, competía con la que seguía siendo popular: «Era una ilusión sin esperanza». Los niños de Parsons la tocaban a todas horas, de un modo alucinante, en su peine cubierto de papel higiénico. Winston tenía las tardes más ocupadas que nunca. Brigadas de voluntarios organizadas por Parsons preparaban la calle para la Semana del Odio cosiendo banderas y estandartes, pintando carteles, clavando palos en los tejados para que sirvieran de astas y tendiendo peligrosamente alambres a través de la calle para colgar pancartas. Parsons se jactaba de que las casas de la Victoria era el único grupo que desplegaría cuatrocientos metros de propaganda. Se hallaba en su elemento y era más feliz que una alondra. El calor y el trabajo manual le habían dado pretexto para ponerse otra vez los shorts y la camisa abierta. Estaba en todas partes a la vez, empujaba, tiraba, aserraba, daba tremendos martillazos, improvisaba, aconsejaba a todos y expulsaba pródigamente una inagotable cantidad de sudor.

(George Orwell. 1984)

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