¿ESTÁ el mundo mal hecho? Es la interrogación que todo cataclismo —Japón, ahora— pone en nuestras cabezas. Aunque sepamos que es falsa. No, falsa no, ni siquiera eso: retórica sólo, no pregunta. Ni bien ni mal. El mundo no está hecho. Es. Tal cual. Y esto es lo grave: que nadie puede quedarse con sólo la parte ordenada de su caos infinito. Aunque quisiéramos. Y tal es la clave última del dolor humano: su matemática carencia de sentido. No existe angustia comparable a eso.
El del mal es el único problema serio. Por más que no siempre sepamos decirlo. O casi nunca. Por más que lo común es que eludamos la dimensión verdadera de su acecho, ante nosotros, criaturas quebradizas, a las cuales dice Pascal que basta un soplo para aniquilar. Vivir es cerrar los ojos a lo que es la vida: «Presentes sucesiones de difuntos», dice el clásico español más hondo. Y hemos de refugiarnos en la ceguera de hacer como que no lo sabemos; o en el consuelo de creer saber que ese sacrificio permanente que es vivir impone un sentido que trasciende: soñar que el mal de ahora abre la senda del bien final que nos salve. Dichosos los que puedan creer eso. Yo no puedo. El desolado canto a la retama (La Ginestra) de Giacomo Leopardi me gana la partida: «En nada la naturaleza / aprecia o cuida / a la semilla del hombre más que a la de la hormiga».
El cataclismo en Japón nos pone ahora ante esa primordial presencia que jugamos empecinadamente a borrar de nuestras vidas: la esencial fragilidad de los humanos, la primacía ontológica —y quizá teológica— de la muerte. Aquello que los griegos sabían desde el día mismo en que inventaron la poesía: «De todas las cosas, la mejor es no haber nacido», en verso austero de Theognis, quien, hacia el siglo VI antes de nuestra era, fundó la lírica en occidente. A Japón toca, esta vez, decir la muerte. Mas, como el más quevediano Borges sabe, nada dice la vida, bajo la apariencia brillante con la cual la recubrimos —y encubrimos—, que no sea el «horrendo dictamen de que todo es del gusano».
Haití, hace nada; las islas del Pacífico un poco antes… A poco que forcemos la memoria —o bien recurramos a las hemerotecas—, el insobornable horror de la naturaleza, que aplasta hombres como ínfimas pulgas, puntea el fluir monótono del tiempo. La verdad es que eso no es más que el ápice de la continua secuencia de desastres a la cual llamamos vida; su momento extremo, el punto crítico en el cual no hay ya modo de callar, ni modo tampoco de decir nada que tenga sentido. Pero el desastre está en el alma de los hombres: raros bichos; que son mortales (no es gran cosa); que lo saben (es lo trágico); que viven simulando no saberlo, haciendo como que no existe esa amenaza; mientras pueden. Y llamamos catástrofe, cataclismo, a ese umbral en el cual se desdibuja el armónico lienzo con el cual, dice Pascal, a diario cubrimos el abismo al cual vamos a lanzarnos.
La ingenuidad ilustre de Voltaire le da el consuelo de buscar un responsable al terremoto de 1755 en Lisboa: Dios. Ni ese consuelo tenemos nosotros: porque aun el Mal, al absoluto mal, pone un sentido, del cual nosotros estamos desnudos. Sólo podemos decir: ha sucedido. De nuevo. Seguirá sucediendo. Sin sentido.
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