La posibilidad de que el Tribunal Constitucional, con el indisimulado interés del Gobierno, deje sin autonomía a la acción popular en el proceso penal es otro motivo añadido de preocupación sobre el futuro de la Justicia. La acción popular permite a cualquier ciudadano acusar a otro por un delito público. Es una institución de arraigada tradición en España, con antecedentes en las Siete Partidas, prevista en la Constitución de Cádiz para los delitos cometidos por jueces y regulada definitivamente en 1835. La Constitución de 1978 también se refiere a ella, junto con el jurado, como forma de participación de la sociedad en la administración de justicia. No se trata, pues, de una institución creada al capricho de un partido o de un momento histórico, sino que representa una fuente de legitimación de la justicia penal y, al mismo tiempo, de control democrático de su administración. Es cierto que la acción popular se ha prestado a abusos y que, en ocasiones, ha servido solo para politizar asuntos judiciales y filtrar documentos. Pero utilizar estas desviaciones en el ejercicio de la acción popular para desactivarla sería tan desproporcionado como utilizar los errores del fiscal en sus acusaciones para mutilar sus facultades públicas. Las leyes procesales tienen suficientes mecanismos de prevención y control para frenar estos abusos. Además, el Tribunal Supremo ya fijó, en los casos Botín y Atutxa, unos límites razonables al declarar que el acusador popular puede acusar al margen del fiscal, cuando se juzgue un delito contra intereses generales, es decir, sin víctimas concretas.
La sentencia que prepara el TC suprime esta autonomía de la acusación popular. Esto supone entregar al fiscal —libre de un régimen de responsabilidad adecuado a este monopolio acusatorio— el control absoluto en los procesos que investiguen, por ejemplo, delitos de corrupción, de cohecho o de enaltecimiento del terrorismo. Precisamente, son estos los delitos en los que históricamente la acusación popular ha permitido condenas que, de otra manera, no se habrían dictado por la oposición del Fiscal. Por eso, la acusación popular que molesta políticamente no es la temeraria, sino la que está bien fundada, cuenta con el respaldo de los jueces y produce condenas incómodas. Esa es la acusación popular que desaparecerá si el TC aprueba la sentencia proyectada, y así saldrán beneficiados los chivatos del Faisán, el dos veces suspendido Garzón o la «izquierda abertzale», y tantos otros que con igual o mayor motivo que Otegui preguntarán aquello de «¿lo sabe Conde-Pumpido?».
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