Preguntado por los chavales de los colegios sobre mis aficiones, cuando les mencionaba los toros, percibía en sus rostros los estragos del horror, y en sus labios una mueca de ofendido pasmo que no hubiese sido mayor si les hubiese dicho que me gustaba torturar niños para después comérmelos crudos. Esos chavales en quienes se inculca, mediante una propaganda emotiva, la aversión a los toros, son quienes en verdad deberían preocuparnos; porque lo peor no es que unos insensatos se quieran engañar, sino que sus insensateces, divulgadas con altavoces, acaben imponiéndose entre españoles a quienes se les está enseñando —de forma sibilina, pero imparable— a odiarse a sí mismos.
lunes, 26 de julio de 2010
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