En uno de esos arrebatos que, de vez en cuando, convierten en desafío la razón de España, aparecieron en la luneta trasera de nuestros automóviles unas pegatinas en las que podía leerse: «Ser español, un orgullo». Suelen alarmarme todas las proclamas de entusiasmo y, más todavía, si promueven verdades mostrencas y halago a circunstancias que son, meramente, fruto de la casualidad. Personalmente soy español porque mi madre estaba en La Coruña cuando me dio por venir al mundo. De haber estado en Viena, ¿sentiría el orgullo de ser austriaco? Ser español, y que se regocije en serlo quien le venga en gana, es una carga y comienza a ser un aburrimiento. Es, además, una constante provocación de la clase política, sin grandes diferencias entre las del muestrario, a nuestra condición ciudadana. ¿No sienten ustedes vergüenza solidaria por la marcha, entre orgasmos de la propuesta del PSC y jueguecitos de video del PP, del proceso electoral de las autonómicas catalanas? Cuando pienso que esas campañas, muestra de canijismo intelectual y desprecio a la ciudadanía, salen de nuestros impuestos pienso que, de llevarla, tendría que cambiar la pegatina de popa de mi automóvil.
viernes, 19 de noviembre de 2010
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