NO es el canto de las Sirenas, nos dice Kafka, sino su silencio lo que lleva la verdadera carga de iluminación y amenaza. Por ese lado, el croar ensordecedor de las ranas en la charca mediática es garantía de que en Japón, al final, no pasará nada del otro mundo, contra el deseo de esa patulea de «enteraos» que hablan de energía nuclear desde la suficiencia de un Oppenheimer.
—Soy la muerte, que destruye a los mundos… —dice Oppenheimer—: el esplendor del máximo poder…
Pero eso, «Yo, la muerte», también lo decía Felipe II, y ya ven en lo que ha dejado el negocio Zapatero. A mí, más que su orgía de muerte, me impresionaba de Oppenheimer su capacidad para, en el curso de un viaje de San Francisco a Nueva York en tren, leer los siete volúmenes de la historia de la declinación y caída del imperio romano, de Gibbon (Gibson, me hacía decir, por su cuenta, una correctora progre de «Cambio 16»).
Este ruido de la controversia nuclear alrededor de la central del Japón es remedo idiota de la controversia ingenieril alrededor de la «Sirena varada» de Chillida en el madrileño puente de Juan Bravo, cuando los ingenieros de derechas decían que no se sostendría, y los de izquierdas, que sí, hasta que un tío de centro, el alcalde Álvarez, la colgó, sin más consecuencias lamentables que las estéticas.
Enhorabuena, pues, a National Geographic, cuyos sabuesos han aprovechado la grande polvareda para localizar la Atlántida allí donde Posidiano oyó el chirrido del sol incandescente al meterse en el agua.
Platón, Verdaguer, y por supuesto, Manuel de Falla, que, buscando a Dios, compuso «La Atlántida».
Falla fue un zahorí del silencio: por eso huyó de París y se refugió en Granada, con escapada, allá por el 34, de quince días a Cádiz, «a oír el mar», pues del mar venían las voces de su «Atlántida», que un empresario catalán quería estrenar en el monasterio de Poblet con el «Orfeó Catalá»…
—Entonces, al oírse la voz de Dios, todo el Orfeó se pone de rodillas…
—Pero, hombre, don Manuel…
—¿Cómo no se van a poner de rodillas si se oye la voz de Dios?
Un día Falla dijo de ir a Sancti Petri, donde estuvo el templo de Hércules. El relato es de Pemán, su gran amigo: la isla no tiene muelle, y al llegar a ella se tocan las palmas y sale entonces del faro un marinero que, metiéndose en el agua hasta las rodillas, transporta a los viajeros a hombros como un San Cristobalón.
Pequeño, asustadizo, Falla mira como un niño al San Cristobalón y le pregunta:
—¿Podrá usted conmigo?
—Con Wagner podría… no sé si podré con usted.
Nunca, dice Pemán, olvidó Falla esta respuesta, que le recordaba siempre que se encontraban.
No hay comentarios:
Publicar un comentario