Solamente en el ámbito de una sociedad esquizoide, gárrula y liliputiense se puede concebir que el ateismo se convierta en un problema de orden público en vez de solventarse como una disquisición moral, filosófica o ética. Creer o no creer, «that is the question». Cada uno en su casa y Dios en la de aquellos que hayan decidido franquearle la puerta. Ese es todo el intríngulis de un caso de conciencia que, todavía hoy, en estas parameras, enciende el infiernillo de las querellas cachicuernas. Porque lo peliagudo en España no es que la grey atea reivindique un espacio que no le corresponde o pretenda sacar los pies del tiesto, sino que, por desgracia, vivimos instalados en el extremo opuesto.
Y es que en España, señoras y señores, los comecuras medran en cualquier parcela y andamos, sin embargo, muy escasos de ateos. El anticlericalismo se manifiesta entre nosotros con el rigor canónico de una teología inversa que impele a sus devotos a incinerar iglesias con el mismo fervor que un familiar del Santo Oficio empleaba en relajar herejes. Y las blasfemias se profieren con tanta devoción, con tan firmes propósitos, con tamaña certeza, que se diría que uno está oyendo el Paternóster reflejado en las aguas (turbias) de un espejo. De ahí que, según quién mande y de por dónde aúlle el viento, en ocasiones, atufe a chamusquina y, en otras, empalague un obsesivo olor a incienso. En resumen, que en la grande polvareda de la historia reciente perdimos a don Beltrán y, de paso, el oremus.
En la solemne sepultura de «monsieur» Voltaire una inscripción advierte que allí yacen los restos de alguien que dedicó su vida a combatir la intolerancia y a darle caña a los ateos. ¡Voto al cielo!, se arrancará algún buscapleitos. ¿Acaso no hay constancia de que ese tal Voltaire fue un paladín del librepensamiento, un látigo de meapilas, un martillo de clérigos? En efecto, lo fue. Y furibundo, a veces. Pero también es cierto que sus vertiginosas diatribas, sus vistosísimas «boutades», sus volatines dialécticos, pusieron contra las cuerdas la iniquidad del viejo mundo y nos pusieron en guardia contra las mixtificaciones del moderno. En contra de la razón mesiánica; del sectarismo laico; de la Inquisición incrédula. Contra los que transmiten una epidemia cafre que se ha encorajinado en los albores del milenio.
Desengáñense ustedes: los miembros de esa jarca que convoca «procesiones ateas» —oxímoron grotesco, a la par que siniestro— son, en realidad, sacristanes del odio, propagandistas de la inquina, cofrades del resentimiento. Ni por el forro, ateos. Un auténtico ateo (el señor Spinoza es un ejemplo: ateo piadoso, por más señas) se desenvuelve en las antípodas del fanatismo rucio y vocinglero. Un auténtico ateo sabe que deicidio y genocidio, si no hermanos de sangre, al menos son parientes. Y no ignora, por último, que, al pie de ese Calvario que se rememora en estas fechas, es posible, a Dios gracias, dialogar con los ateos. Benditos ateos. En cuanto a los de la procesión, si aún siguen en sus trece, que se metan a almuédanos.
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