Dicen que el comer y el rascar todo es empezar; y lo mismo podría predicarse del mentir. Se empieza mintiendo con rubor y embarazo, pero una vez que se le coge el tranquillo a la mentira, se acaba mintiendo con la misma facilidad con que se respira. Esta inercia gustosa de la mentira parece haberse adueñado de nuestro gobierno, que después de mentirnos sobre sus conversaciones con los etarras también pretendía mentirnos sobre sus conversaciones con el príncipe de Gales, a quien los cronistas de sociedad califican de «elegantísimo», que es como piadosamente se denomina a los príncipes en edad provecta a los que ya se les pasó el arroz. Los fontaneros de Moncloa debieron ver muy pasado al provecto príncipe, a quien la maledicencia popular atribuye ciertos brotes de alzheimer; y así discurrieron intercalar algunas mentiras en un comunicado de prensa en el que se insinuaba que Zapatero y el provecto príncipe ambos habrían hablado sobre Gibraltar. Pero las mentiras, cuando tu interlocutor no padece alzheimer, tienen las patas cortas; y en unas pocas horas la embajada británica, actuando al más puro estilo etarra, emitió un desmentido que dejaba a la altura del betún a los fontaneros de Moncloa.
Aquí podría haber saltado Rubalcaba como un resorte, para tildar de «bazofia llena de mentiras» el comunicado de la embajada británica, como ha hecho con las actas etarras. Rubalcaba, que en cierta ocasión famosa nos advirtió que «ETA mata, pero nunca miente», se ha empeñado después en convencernos de lo contrario. O, dicho con más exactitud: primero pretendió convencernos de que ETA no mata, lo que justificaba negociar con ella; y, ahora que ETA ha enseñado las actas de aquella negociación, pretende convencernos de que tales actas son una bazofia llena de mentiras. Sin embargo, para ser una bazofia llena de mentiras, les falta un elemento primordial. Un mentiroso compulsivo empieza por mentir sobre sí mismo, sobre sus propósitos o finalidades, para después atrapar a su interlocutor en su telaraña de mentiras; así actúan, por ejemplo, los fontaneros de Moncloa cuando insinúan que Zapatero habló sobre Gibraltar con el provecto príncipe de Gales. Pero si uno lee las actas de la negociación descubre que los etarras no mienten sobre sí mismos, sobre sus propósitos o finalidades; por el contrario, descubre que los etarras se mantienen erre que erre, aferrados a sus principios con una lealtad que podríamos calificar de encomiable, si no fueran principios criminales. Y, al mismo tiempo, descubre que los representantes del gobierno tratan de torcer y ablandar esos principios con todo tipo de golosinas, ofreciendo a los etarras el oro y el moro a cambio de ciertas concesiones mínimas. Golosinas y halagos que los etarras rechazan tozudos; y es la tozudez etarra, la adhesión inquebrantable a sus principios, lo que impide a la postre que se alcance un acuerdo.
Esto es lo que las actas revelan: por un lado, una parte dispuesta al cambalache, que comercia con unos principios en los que no cree; por otro, una parte aferrada a unos principios en los que cree a machamartillo, dispuesta a no ceder ni un ápice. Si las actas fueran una «bazofia llena de mentiras» habrían empezado por pintar a unos etarras contemporizadores y dúctiles; pero revelan exactamente lo contrario, y esto les confiere una verosimilitud estremecedora. Las mentiras, cuando tu interlocutor no padece alzheimer, tienen las patas muy cortas.
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