¿Qué votamos? No unas municipales, desde luego. Ni muchísimo menos, unas autonómicas. A estas alturas del viaje, vamos ya sabiendo todos que la incurable corrupción que define a este arruinado país tuvo como principal blindaje el excéntrico invento al cual llamaron «Estado de las Autonomías»: modo pragmático que halló un gobierno débil para ir achicando agua. La cínica fórmula del «café para todos», como camuflaje del pánico a la reacción nacionalista catalana y vasca, era inviable. Lo era la indefinición constitucional que creaba: la de un Estado que, sin ser federal, dejaba materialmente de ser central y unitario. Lo era la reduplicación de administraciones, que —es lo más grave— generaba un coste económico de tales dimensiones que ni aun el país más rico del mundo hubiera podido, a la larga, alimentarlo. No somos el país más rico del mundo, desde luego. Si nuestra ruina no se ha producido antes, fue, sin más, porque la Unión Europea estuvo, una y otra vez, ahí para ir prestando dinero. Que no será devuelto. Nunca.
Ese dinero daba para un generoso reparto. Entre amigos, claro está. O, si no amigos, al menos votantes, que es lo que cuenta para garantizar la eterna vida a costa de la sopa boba. Nunca, ni en los más negros momentos del caciquismo, los votos fueron comprados más a medida que durante estos últimos treinta años. Nunca la ecuación compra-voto funcionó de modo más equilibrado. La ingeniería administrativa mediante la cual la Junta Andaluza transustanciará en «funcionarios» estables a los más de 29.000 paniaguados que contrató, fuera de todo control, entre sus fieles, constituyéndolos en un Estado paralelo, no es más que la caricatura ridícula —también ruinosa— de una corrupción que ha sido la única razón de ser de las Comunidades Autónomas y de las Cajas de Ahorros por ellas controladas como Bancos privados de los partidos. Al final, el precio por papeleta ha sido demasiado alto. Y el Estado —eso a lo cual, por pereza sólo, seguimos llamando Estado— ha hecho quiebra.
¡Bendita hecatombe, si al menos la crisis hubiera servido para forzarnos a entender que esto no se sostiene y que hay que volver a tejer un texto constitucional moderno desde cero! Porque la reduplicación de ejércitos de funcionarios inútiles, que hacen girar las redundancias de la doble administración del Estado, es la trituradora que hace imposible llegar a fin de mes al ciudadano medio. Son los cálculos que todas las agencias internacionales nos repiten desde hace meses: no hay salida para España de la crisis sin acabar con el saqueo de las autonomías.
Pero no será. Nadie es tan ingenuo aquí como para soñar que haya un partido dispuesto a renunciar al más nimio de sus privilegios. Se nos llevarán al fondo del mar a todos, antes de perder un céntimo. O un voto.
¿Qué votamos? Si nuestro voto fuera racional, nos quedaríamos en casa. ¿Para qué jugar a este juego corrupto? Pero también la ira contra los ladrones entra en este ballet de venganza. El placer de poner a unos cuantos en la calle. A los peores. No cuenta qué votar, sino contra qué votar. Contra la que dice ser «la niña de González». O contra el ministro GAL. A través de sus corruptos validos. Autonómicos como municipales.
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