Escribía Chesterton que el mundo moderno estaba invadido por las viejas virtudes cristianas que se habían vuelto locas. ¿Y cuándo se vuelven locas las virtudes? Se vuelven locas cuando se desgajan del común tronco que las sustenta, cuando vagan en soledad, desprendidas las unas de las otras. Esto le ha ocurrido a la justicia, que desgajada de la verdad y el bien ha extraviado su razón de ser y su rectitud natural, para ponerse al servicio de intereses espurios y coyunturales, acicalada —eso sí— con los afeites del más escrupuloso rigor legalista. Así se explica la legalización de la enésima franquicia etarra, en la que vemos los efectos de una justicia loca que ha extraviado su sentido moral, su capacidad para distinguir el bien y el mal, para fundarse sobre una monstruosa moral autónoma que puede hacer cuanto resulte políticamente conveniente.
La misión de la justicia no consiste en otra cosa sino en «dar a cada uno lo suyo», aquello que irrevocablemente le pertenece, en razón de su naturaleza. El primer derecho irrevocable de una comunidad política —llamémosla patria, nación o como queramos; pero no, por favor, «ciudadanía», que es exactamente una comunidad política desnaturalizada, despojada de sus derechos irrevocables— es el de defenderse contra sus agresores, el de impedir que quienes desean su mal dispongan de instrumentos para perpetrar su designio. Y este derecho es irrevocable porque se funda en la propia naturaleza de dicha comunidad política, que se ha constituido y mantenido como tal para alcanzar un bien —su integridad— que a todos los que la forman obliga al menos a no lesionarlo (y, en recta justicia, tampoco a discutirlo). A nadie se le ocurriría que pudieran existir formaciones políticas que lesionaran (o siquiera discutiesen) bienes que pertenecen a la comunidad humana. Repudia a la razón la existencia de formaciones políticas defensoras del latrocinio o el asesinato; y también repudia a la razón la existencia de formaciones políticas que defiendan el crimen contra la comunidad política, lo que los latinos llamaban perduellio.
Y esto es lo que el Tribunal Constitucional ha hecho: legalizar una organización que defiende y persigue el perduellio, amparando a quienes desean atentar contra la comunidad política; a quienes, para llevar a cabo de su designio, no han vacilado en etapas recientes de su existencia en defender el latrocinio y el asesinato. Y esta justicia loca que, en lugar de restablecer el derecho irrevocable de la comunidad política, se lo arranca y entrega a quienes desean su extinción (que, a partir de ahora, dispondrán de recursos legales y materiales para que su designio sea mucho más eficaz) pretende de este modo alcanzar un interés espurio y coyuntural, cual es que los etarras decreten una «tregua permanente» o cualquier otro embeleco similar que induzca a la ciudadanía atontada (a la comunidad política desnaturalizada, despojada de sus derechos irrevocables, reducida a masa gregaria) a mantener en el poder a quienes propiciaron este perduellio. Pero haciendo un mal nunca se puede alcanzar un bien; pues, como afirma Sócrates (Gorgias, 508), «el cometer una injusticia le reporta más perjuicio al responsable del acto que a mí mismo, a pesar de ser su víctima». Los miembros del Tribunal Constitucional han infligido un grave perjuicio a la comunidad política, y a las víctimas de los etarras, consumando esta injusticia; pero es mayor aún el que se han infligido a sí mismos. Caiga sobre ellos, y sobre sus amos, la sangre de las víctimas.
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