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"Los ignorantes, los malos", por Gabriel Albiac en La Razón
La crónica del veneciano Dux Leonardo Donà la transcribe Eugenio Garin en alguno de sus indispensables estudios sobre el renacimiento. Un grupo de inquisidores llega a la ciudad, en los inicios deslumbrantes del siglo XVII. Es portador de las licencias papales que lo habilitan para dar fuego a aquellos libros que pudiera juzgar pecaminosos. El inquisidor al mando de la misión pide, como es de rigor diplomático y cortesía, audiencia al gobernante veneciano, quien lo recibe en la gran sala del Palacio Ducal, frente a la plaza de San Marcos. Es Donà quien narra los detalles del encuentro: «Reverendo Padre, hemos dado licencia a los libreros venecianos para vender toda clase de libros, aun los prohibidos. De vendéroslos incluso a vos, siempre que la Santidad de nuestro Señor el Papa se avenga a pagarlos como todo el mundo. Si obráis así, podréis quemarlos. No de otro modo». Donà termina su relato: «Le escupí a la cara y me di media vuelta». La audiencia había terminado. A eso se reduce todo. En una sociedad civilizada -y Venecia lo era mucho en aquel siglo XVII, y no estoy tan seguro de que España, o como haya que llamar ya a esto de lo cual yo ya sólo sueño en huir, lo sea hoy tanto-, cualquiera posee el derecho de quemar tantos objetos -libros, muebles, Grecos, palacios, papel de estraza u hojarasca- cuantos sean propiedad legal suya. Y ni uno solo que pertenezca a otro. A eso se reduce todo, en rigor; ésa es la línea sencilla que separa la civilización de la barbarie. Cualquier sentimentalismo, en esta materia como en cualquier otra, sirve sólo para confundirnos acerca de lo esencial que está en juego. No voy a perder el tiempo hablando de una pobre ciudadana que ha sido toda su vida la caricatura de una caricatura. Ni a mí me importa que alguien queme libros de autores clásicos o modernos, ni me afecta un comino que queme aquellos que llevan mi firma. Siempre que los compre y pague de acuerdo con los precios fijados por el mercado. Lo de prenderle fuego a un estante dentro de unos grandes almacenes me temo que infrinja un par de normativas de seguridad pública; pero tampoco es cosa mía velar por eso. Pero cuidado con lo de complacernos a nosotros mismos, fingiendo que eso de las hogueras de papel impreso es sólo peculiaridad patológica de gentes muy analfabetas o muy mal de la azotea. Propongo un inocente juego a los lectores, del cual quedan exentos, desde luego, los del gremio periodístico, que están obligados a conocer la respuesta. ¿Quién firmó la bien escrita crónica que aquí transcribo? ¿En qué diario? Berlín, 11 de mayo de 1933, arden los libros en la plaza pública. «Un auto de fe con el producto de la inteligencia, en pleno siglo XX, es cosa que no se puede ver a diario. Tan insólito, que el todo Berlín se ha removido entre inquieto y asombrado, y yo mismo he tardado en convencerme de que esta quema, en la que van a arder cerca de veinte mil volúmenes no es precisamente un acto político de infracultura, sino más bien lo contrario¿ Han ardido libros indignos e ideas abominables». No, aunque el Dux Donà quizá lo pensase, ignorancia y maldad no son lo mismo.
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