Pablo Molina en Libertad Digital
En la España de Zapatero es suficientemente conocido que la evidencia de que una norma es inconstitucional no representa el menor desprestigio para sus autores. De hecho, cualquier disposición emanada de una comunidad autónoma que no vulnere dos o tres capítulos enteros de la Carta Magna hace quedar a su clase política como un puñado de meapilas, incapaces de avanzar en la construcción de la España plurinacional, cuando no como traidores contumaces hacia las aspiraciones del noble pueblo que representan. La observancia de la jerarquía normativa, con la Constitución Española en el vértice del ordenamiento jurídico, sólo es ya el entretenimiento de juristas ociosos que ya han renunciado por consunción de turnos a la cátedra universitaria.
Sin embargo, aunque no de facto, la CE sigue vigente en el papel, y en ella podemos leer, llegados a su artículo 149, una serie de competencias atribuidas con carácter exclusivo al Gobierno de la nación entre las que figura en el lugar vigésimo segundo (o veintidosavo si nos lee algún Solana Madariaga) tal que la siguiente: "La legislación, ordenación y concesión de recursos y aprovechamientos hidráulicos cuando las aguas discurran por más de una Comunidad Autónoma".
En otras circunstancias sorprendería que ni un sólo partido de ámbito nacional reparara en que ninguna comunidad autónoma puede atribuirse la capacidad de decisión sobre el agua de los ríos que transcurren parcialmente por su territorio, pero hemos llegado a una situación en que la sumisión a los preceptos constitucionales es considerada una traición al terruño con efectos devastadores en términos electorales.
El intenso paripé, ausente del menor atisbo de vergüenza ajena, que están protagonizando PP y PSOE para intentar salvar la votación de mañana sólo certifica que, tras el aldabonazo del estatuto de Cataluña, España es ya un territorio de bandolerismo político en el que todo vale salvo respetar las leyes. La situación es de un bochorno tan siniestro que si el PP votara mañana en contra del estatuto castellano-manchego en un arrebato de sensatez, su secretaria general y candidata a la presidencia de esa comunidad autónoma sería declarada enemiga del pueblo y con toda seguridad perdería las elecciones del próximo año.
El estatuto de Castilla-La Mancha vulnera la constitución, como todos los de cuño reciente, y condena al desastre económico a las regiones del Levante, a las que impide el aprovechamiento de los recursos hídricos sobrantes que, exactamente igual que los que resultan necesarios, no son de una comunidad autónoma sino de todos los españoles. La vergüenza nacional, si alguien no lo remedia, se consumará mañana en la comisión constitucional del Congreso. En la presidencia, Alfonso Guerra, hermano de "mienmano" y asesino confeso de Montesquieu. La España de Zapatero no podría encontrar otro político más apropiado.
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