Tanto la Resolución como las potencias que han conformado la alianza fundamentan su posición en dos argumentos: la crisis libia es el resultado del alzamiento del pueblo frente al dictador, y este último está provocando una crisis humana. Desde mi punto de vista, y con la información disponible, no puedo compartir ninguno de estos dos argumentos. Más aún, estoy convencido de que tampoco los comparten quienes hoy están atacando a las fuerzas leales a Gadafi.
Libia es un estado tribal. Gadafi ha perdido el apoyo de una parte considerable de estas tribus y ello ha llevado a un levantamiento. No es casual que haya comenzado en la Cirenaica, como tampoco lo es que sus apoyos se encuentren en Tripolitania. Los líderes de la revuelta son ex ministros, responsables como el propio Gadafi de crímenes de toda condición y merecedores como él de las mayores penas. Sus motivos nada tienen que ver con la democracia, sino con el reparto de poder. No hay ningún pueblo que se levante contra un dictador, sino tribus enfrentadas.
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Muchos se sorprenden de que Francia o España hayan cambiado sus papeles y se sumen a los que hemos defendido siempre la expansión de la democracia. No lo están haciendo. Su comportamiento, de hecho, no de palabra, es perfectamente coherente. En Libia no está en juego el triunfo de la democracia sino un determinado reparto de poder. La Liga Árabe, un cártel de dictaduras temerosas de los efectos de la democracia en sus propios países, ha solicitado su colaboración, y ellos han entrado en el juego. Fieles a su tradición, los dirigentes árabes mantendrán una posición en privado y otra en público, una hoy y otra mañana. Lo lógico habría sido contestar que lo resolvieran ellos, pero cuando se trata de contentar a amigos y satisfacer objetivos empresariales toda generosidad es poca. Los líderes árabes tienen razones para odiar a Gadafi, ¡quién no!, pero de ahí a apoyar la democracia hay un abismo. Francia y España se han sumado a un enjuague interno a la espera de beneficios diplomáticos y económicos.
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