Confieso que, como economista, me ha causado asombro que cualquier medio de comunicación decida conmemorar como algo que históricamente merece positivamente la pena el LXXX aniversario de la llegada de la II República española. Conviene, se ve que ante demasiados olvidos, recordar qué golpes sucesivos se dieron por aquel nuevo régimen político a nuestra economía.
En primer lugar, en relación con la agricultura. Esta suponía, en 1931, respecto al total del PIB, el 24'2%. Como señalaba Flores de Lemus, del resultado de las cosechas dependía, en «lo fundamental, la coyuntura de España en lo que ella tiene de específicamente española», y esta influencia relativa pasaba a ser «mucho mayor que cualquier otro factor de la coyuntura». Por eso, «del resultado de la producción en nuestros campos irradia el poder que anima o deprime durante el año la vida económica de la nación». La II República alcanzó el poder, como lo definió críticamente entonces el profesor Torres Martínez, con un mito: el del «pan barato». Como la cosecha de trigo de 1931 había sido mala, decidió Marcelino Domingo importar trigo argentino, sin percibir que la depresión mundial reinaba, que podía saltar a España, y además que, como anunciaba «El Norte de Castilla», con su muestreo tradicional, la cosecha de 1932 iba a ser magnífica, como efectivamente sucedió. La llegada de estos embarques, sumados a las perspectivas agrarias, actuó conforme señala la ley de King, que naturalmente también ignoraba Marcelino Domingo: se provocó tal caída de precios, que se hundió el poder adquisitivo de los campesinos, y con él, el de todos los españoles.
Pero esto se ligaba con una fuerte contracción del gasto público, para tratar de evitar la caída de la cotización de la peseta, a pesar de que Keynes, en 1930, en Madrid, había señalado cómo esta caída, al facilitar las exportaciones, ayudaba a España a salir de la crisis. El déficit presupuestario fue, por eso, únicamente de un 0'2 por ciento en 1931, y de un 0'6 por ciento en 1932, del PIB. Con lucidez extraordinaria, Lluc Beltrán, en su carta a Keynes del 17 de noviembre de 1934 —publicada en los «Anales de la Real Academia de Doctores de España» 2009— decía textualmente: «Al iniciarse la bajada mundial de los precios en 1929, la peseta comenzó a bajar en consonancia, con la feliz consecuencia de mantener… la normalidad de nuestra actividad industrial. Sin saberlo, al contrario, en contra de nuestra voluntad, ya que en aquel momento se consideraba la bajada del cambio de la peseta, hacíamos lo que usted recomienda hacer en el capítulo 21 de su obra “Treatise on Money”. Las cosas seguían en este plan hasta 1932. Entonces, el tipo de cambio de la peseta dejó de seguir la tendencia de los precios mundiales. Al elevarse, dio lugar a una caída de los precios nacionales. Fue en ese momento cuando se empezaron a notar en España los efectos de la depresión mundial».
El freno planteado a las obras públicas y la crisis agraria provocaron de consuno un largo desempleo, descomunal para entonces, agravado por la política de Largo Caballero, favorable a la subida de los costes salariales, esencialmente en la agricultura al poner en marcha un arbitrio típico: la Ley de Términos municipales, de 28 de abril de 1931, por la que los empresarios rurales de cada municipio debían dar ocupación, con altos salarios, a los parados que existiesen en él. Una escalofriante anécdota que relataba «El Norte de Castilla» el 17 de noviembre de 1933 le proporcionó a Perpiñá Grau, en «De Economía Hispana» (Labor, 1936), la base para señalar cómo esta política motivaba que estuviesen «un número muy considerable de ciudadanos del interior con un tenor de vida medieval».
Alguien podría decir que la II República puso en marcha una Reforma Agraria para paliar eso. Pues bien, como sostuvo el profesor Torres, su base se encontraba en otro mito, el del «reparto». Al decidir liquidar el proyecto del Banco Agrario, por ese miedo reverencial que a la gran Banca española tenía Azaña, ¿cómo sin crédito iban a prosperar los nuevos propietarios? ¿De qué iban a vivir hasta que vendiesen las cosechas? ¿Y cómo podrían comprar desde abonos hasta la cebada para las mulas? Por eso, la Reforma Agraria nació muerta, y solo se orientó en forma de castigo político para quienes se sospechase habían tenido algún contacto con el golpe militar de Sanjurjo en agosto de 1932. Esto, como investigó muy bien el profesor Juan Muñoz, provocó una expropiación muy importante en los ruedos de los pueblos, o sea en pequeñas propiedades ajenas al latifundismo. Así se creó, adicionalmente, un clima de odios en muchas pequeñas localidades agrarias que, dentro de los planteamientos por Malefakis, explica bastante de mil sucesos sangrientos a partir de 1936.
Todo esto provocó un considerable aumento del paro, lo que acentuó las tensiones sociales, las cuales, a su vez, frenaban la expansión, al empeorar las expectativas empresariales. Y para agravarlo todo, gracias a la puesta en marcha del Estatuto de Cataluña, como explicaron con contundencia Larraz y Calvo Sotelo, se rompió el mercado interior y se alteró profundamente la marcha de la Hacienda.
La síntesis de todo lo señalado se encuentra en estas frases de Jordi Palafox en «Atraso económico y democracia. La II República y la economía. 1892-1936» (Crítica, 1991, págs. 179 y 181): «El impacto sobre la economía de la proclamación de la República fue brutal», porque los acontecimientos «provocaron una profunda sensación de inseguridad entre los sectores económicos con más poder».
Simultáneamente, se acentuó el intervencionismo, y los fenómenos de un fuerte corporativismo ajeno al mercado se generalizaron. Por eso sostiene Pedro Fraile Balbín, en su excelente trabajo «La intervención económica durante la II República» (en el volumen I de «1900-2000. Historia de un esfuerzo colectivo», Planeta. Fundación BSCH, 2000), que «el predominio de los responsables políticos sin formación profesional económica, o, lo que es aún peor, con las intuiciones que formaban el conocimiento común de lo económico en aquel tiempo, era patente entre todos los ministros desde 1931 hasta los últimos gobiernos».
¿Y el inicio de ese caos económico, que motivó que el PIB por habitante a precios de mercado disminuyese respecto a 1929 nada menos que un 9'5 por ciento en 1933, junto con un fuerte aumento de desempleo, es algo que merezca celebrarse? ¿O es que debemos olvidar eso que se llaman los costes sociales, los que pagan con dureza las familias para que, como fue lo sucedido entonces, se dictaminase con engolamiento que había sido un error la Restauración y no digamos la Dictadura de Primo de Rivera, a pesar de que no se contemplaba desde 1874 un caos económico tan considerable como el que surgió desde 1931?
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