Ochenta años es mucho tiempo. Es, nada menos, la vida de un hombre que ha vivido mucho. En 1931 se celebró el octogésimo aniversario del ferrocarril Madrid-Aranjuez, inaugurado en pleno reinado de Isabel II. Para entonces nadie hablaba de ésta: la Chata pertenecía a una época lejana que nadie recordaba y que en poco o en nada influía sobre el presente.
Y aquí viene lo curioso: 80 años después de su proclamación, la República sigue estando en boca de todos, especialmente de los políticos y la intelectualidad de izquierda, que la reclaman como patrimonio propio: la tienen por un proyecto abortado antes de que pudiese fructificar por culpa de un malvado espadón –Francisco Franco– que cortó de cuajo las esperanzas de la nación entera.
Así de simple es la versión oficial y la que, dicho sea de paso, se inocula por vía intravenosa a los estudiantes de secundaria desde hace, por lo menos, tres décadas. La realidad, sin embargo, es algo más compleja y no tan heroica para las quejumbrosas huestes de la izquierda eterna. La República fracasó por otras causas bien distintas y Franco, en todo caso, lo único que hizo fue echar la firma sobre el certificado de defunción.
Probablemente lo hizo con genuina convicción, y de haber podido hubiera sido él mismo el encargado de rematarla. Pero no, Franco no acabó con la República. Cuando el general apareció en escena, el régimen ya estaba muerto. De la República quedaba un cadáver medio descompuesto que la izquierda paseaba ataviado, eso sí, con estola, túnica y gorrito frigio. Es difícil precisar la causa de la muerte, básicamente porque no se debió sólo a una enfermedad, sino a muchas que fue contrayendo desde el mismo momento de su nacimiento.
La misma concepción fue dolorosa. La Segunda República llegó de rebote, más por incomparecencia del contrario que por iniciativa propia. Aquello de que España se acostó monárquica y se levantó republicana no es cierto del todo. El país se acostó de mala gana monárquico y un pequeño grupo de intelectuales del Ateneo lo despertó a gritos republicanos a la mañana siguiente. En las elecciones municipales de abril de 1931 no ganaron los partidos republicanos, sino los monárquicos, aunque los primeros lo hicieron en las principales ciudades. El rey se sintió desautorizado por las urnas y se marchó casi por el mismo camino por el que había llegado su padre 57 años antes.
A partir de ahí todo fue una cadena de despropósitos, algunos voluntarios y otros accidentales. Los republicanos creyeron –y así se lo transmitieron a la gente– que con cambiar de forma de Estado bastaba, que eso solucionaría todos los problemas que arrastraba el país. Evidentemente, no fue así. A los Gobiernos de la República les tocó lidiar con una formidable depresión económica de alcance mundial. Las esperanzas que muchos depositaron en el nuevo régimen pronto se vieron defraudadas por la realidad y los innecesarios excesos de la casta gobernante.
Así sucedió, por ejemplo, entre 1931 y 1933. El país fue a menos y el Gobierno, creyendo que con la Ley en la mano podía arreglarlo todo, declaró la guerra a la Iglesia y a todo el que se opusiese a la República. Lo primero desató una ola de anticlericalismo –tolerado, cuando no promovido, por el propio Gobierno– que apartó para siempre a media España de la causa republicana. Lo segundo se tradujo en una Constitución revanchista y en una Ley para la Defensa de la República que castigaba severamente a los que osasen disentir con un régimen que presumía de liberal y liberador.
El resultado fue una radicalización progresiva en ambos extremos del espectro político, aunque más acentuada en la izquierda. A partir de 1933 los socialistas, que debieran haber sido uno de los soportes de la legalidad republicana, apostaron por bolchevizarse y apelar a la revolución en mítines, artículos y editoriales de prensa incendiarios. Al año siguiente el PSOE patrocinó un golpe de estado contra el Gobierno centro-derechista que fracasó estrepitosamente, pero que supo utilizar después como arma propagandística.
Las fraudulentas elecciones del 36 dieron la puntilla a todo el invento. La izquierda, ya completamente echada al monte, se apoderó del Congreso por las bravas e impuso su ley en la calle. No es casual que la mecha que encendió el levantamiento militar fuese el asesinato de José Calvo Sotelo, líder de la derechista Renovación Española, por parte del guardaespaldas de Indalecio Prieto, diputado del PSOE y ex ministro de Obras Públicas. Este episodio, ápice de una epidemia de pistolerismo político que azotaba las ciudades españolas, supuso el verdadero punto de no retorno.
La derecha, por su parte, se replegó en sí misma y empezó a acariciar la idea de un cuartelazo redentor que pusiese orden, a imagen y semejanza de los del siglo XIX. El primero, el de Sanjurjo en 1932, fue un fiasco; el segundo, el de los generales capitaneados por Mola en el 36, desembocó en una guerra civil en la que no se dirimía ya la cuestión republicana, sino dos visiones contrapuestas del mundo que chocaron violentamente.
Pero, por encima de todo lo anterior, lo que acabó con la Segunda República fue la falta de republicanos. Como en Weimar, nadie creía en aquel régimen. La derecha porque seguía siendo monárquica y la izquierda porque pronto devino revolucionaria. Ningún sistema político puede funcionar si sus garantes lo consideran ilegítimo. Quizá llegó demasiado pronto, o demasiado tarde; lo que es seguro es que la España de 1931 no deseaba una República como la que se proclamó aquel 14 de abril. Por eso fracasó.
1 comentario:
La Segunda República es un periodo del que hay mucho que aprender pues, por desgracia, se parece bastante a éste que estamos viviendo. Uno, a estas alturas, ya sólo espera que no acabemos como entonces.
Gracias por el comentario. Un saludo.
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