Comparecer bajo máscara es suspender la condición ciudadana. El tiempo de un festejo o el de un rito marcan las paredes de ese paréntesis. Que, por contraste, enfatiza la exigencia diaria: afrontar, a rostro descubierto, la individual responsabilidad del acto libre. No todas las sociedades han conocido eso. Sólo una ínfima minoría: el privilegiado mundo en el cual libertad y democracia fueron posibles. Quienes tienen mi edad saben qué necesarios fueron los antifaces para sobrevivir bajo una dictadura. Cuando no se es ciudadano, cuando no hay ley que repose sobre universal derecho, sólo ser clandestinos, indistinguibles, salva de ser aniquilados. Y uno termina amando su clandestinidad, su máscara; al fin, su única defensa.
El uso del niqab y el burka, las dos variedades perfectas del enmascaramiento femenino, quedó prohibido el pasado lunes en los espacios ciudadanos de Francia: «ni en vías públicas, ni en lugares abiertos al público o afectados a un servicio público» se puede comparecer con rostro oculto. No es medida de orden religioso: en los lugares de culto, cada fiel puede superponer a su rostro aquello que la liturgia imponga; ésa es cosa de quienes regulan el ceremonial del templo. Como sobre las tablas del teatro, a cada actor corresponde el disfraz que el director de escena dicta. No concierne al Estado, ni entrometerse en el modo de representar a Sófocles, ni asesorar a una autoridad religiosa acerca de cuáles sean las revestiduras que se adecúen mejor al rito. Por eso, los momentos escénicos deben ser inequívocamente acotados. En el espacio físico del entretenimiento, que alzan teatro o circo. O en el espacio temporal que, cíclicamente, regula la disolución festiva de la norma: carnavales o procesiones de calle, por ejemplo.
Lo extraordinario, a poco que se piense, es que haya sido necesario en Francia explicitar una norma que es tan vieja como la democracia: que nadie puede acogerse a la irresponsabilidad —jurídica y política— que garantiza la máscara. Y que haya sido preciso especificar esa norma para una determinada fracción de la ciudadanía: las mujeres musulmanas. Constatando, de ese modo, que, hasta anteayer, en la republicana Francia, una notable cifra de habitantes había quedado excluida de la plena ciudadanía; en lo positivo —la irresponsabilidad que el perpetuo anonimato otorga—, como en lo negativo —la ausencia de cualquier existencia social libre y autónoma—.
A nadie se le hubiera pasado por la cabeza legislar la prohibición a los varones —sea su religión cual sea— de deambular bajo máscara. Ça va de soi, ¡qué demonios! Cae por su peso que un mastuerzo que vaga con capucha por la calle no puede sino acabar la mona en el calabozo. Es lo que pasa cuando un ciudadano se salta las normas básicas de seguridad. Eso lo aceptará, sin demasiado inconveniente, hasta el creyente islámico más puro: a la ley se ajustan por igual todos los ciudadanos. Los ciudadanos. No los animales domésticos. Ni las mujeres.
Y ésa es la única clave. No francesa. De Europa ya, sin excepciones. Fueron precisos dos siglos para alcanzar la igualdad jurídica sin distinción de sexo. ¿Renunciamos a ella? Puede que no haya remedio, si es verdad que el tal Alá es tan grande.
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