La presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, ha vuelto a poner de manifiesto, ante un abarrotado foro de ABC, que, lejos de resignarse ante los dogmas que el socialismo trata de imponer como pensamiento único a los ciudadanos, lo que hay que hacer es "desterrar la falsa superioridad moral de la izquierda".
Conocedora de la importancia decisiva que las ideas tienen, para bien y para mal, en el devenir de la sociedad, Aguirre ha reivindicado los valores y principios del liberalismo frente a los dogmas que el socialismo propaga como indiscutibles. Aguirre sabe que si aceptamos como principios y valores de partida falsedades como las de que un mayor gasto público es equivalente a un mayor bienestar social; que la igualdad ante la ley significa la igualación por ley; que la justicia se alcanza, no dando a cada uno lo suyo, sino dando a todos lo mismo; o que la ley debe ser, no la salvaguarda de la libertad del individuo, sino el cincel con el que el gobernante moldea a su gusto la sociedad, estamos abocados a un injusto y coactivo empobrecimiento colectivo. Aguirre sabe que frente a él poco o nada podrán supuestas "alternativas de gestión", mientras no se atrevan a cuestionar de raíz ese falso paradigma dominante en el que buscan acomodo.
En lugar de acomplejarse ante ese falso y fracasado modelo "progresista", Aguirre ha puesto en valor principios como el de la austeridad pública, como el del equilibrio presupuestario o como el de la libertad empresarial y la soberanía del consumidor. Conocedora de la superioridad moral y práctica de lo que Herbert Spencer llamó el orden del contrato frente al del mandato, Aguirre ha apelado a la libertad de elegir y a la libre iniciativa empresarial frente a quienes propagan que es más "justo" el coactivo e ineficaz servicio público a cargo de funcionarios.
Pero quizá haya sido en el terreno educativo, y en su reivindicación del mérito y de la excelencia, donde el espléndido discurso de Aguirre ha sido más incisivo contra esa rémora igualitarista que la izquierda propaga en detrimento de la libertad, de la auténtica igualdad ante la ley y, en este caso, de la calidad de la enseñanza.
Su propuesta de abrir un "aula de excelencia" para los estudiantes más aventajados en los institutos de enseñanza secundaria la próxima legislatura (iniciativa que se suma al "bachillerato de excelencia" al que accederán los alumnos que lo deseen entre los que mejores notas hayan sacado durante la escolarización obligativa) no será una alternativa radical al deteriorado sistema estatalizado de enseñanza; pero sí tiene la enorme virtud de introducir, aunque sea dentro de un deficiente sistema, el valor del esfuerzo, de la distinción, del mérito y de la búsqueda de la excelencia, que son valores esenciales para mejorar la calidad de la educación.
Esta carrera abierta al talento y al esfuerzo, al que están convocados todos los alumnos con independencia de cual sea su origen social y económico, causará la airada oposición de una izquierda que calibra la calidad de la educación en la igualdad de resultados. Pero, salvo que queramos igualar a todos por abajo, haríamos bien en desterrar de raíz esa falsa ética social, y recordar, con palabras de Edwin G. West, que "cuando existe desigualdad de habilidad potencial, inevitablemente habrá desigualdad en los resultados. Si insistimos en la igualdad de resultados, se desprende que debemos penalizar la habilidad".
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