Ayer, 14 de abril, los nostálgicos de la época menos merecedora de evocación de la Historia de España, vivieron un día a caballo entre la melancolía y la impotencia. Ayer, ochenta aniversario de la proclamación de la Segunda República española, un puñado de individuos con el reloj retrasado recordó, festiva y reivindicativamente, el día en el que la España agotada del primer tercio del siglo XX se lanzó a la calle a proclamar una fallida experiencia política víctima de todo tipo de extremismos. La República en España va ligada, invariablemente, a la intransigencia, al sectarismo, a la violencia y al desvarío. Todo ello dicho con perdón. La Primera fue un sainete cómico en el que sucumbieron hombres de probada calidad como Figueras o Salmerón y la Segunda se convirtió en un infierno en el que perecieron nombres que en cualquier momento de la historia de este viejo país hubieran brindado páginas estimables para el devenir comunitario. Hoy en día, qué decir, abjurar de un periodo especialmente cainita de nuestro acontecer colectivo es merecedor de las miradas más sospechosas y de las consideraciones más sectarias por parte de los guardianes de la corrección política española. Parece como si abjurar de algo que enfrentó, violentó y masacró a españoles de diferente signo sea un pecado capital, pero el republicanismo, tan respetable por otra parte, comporta en España una alienación difícil de comprender en parámetros actuales: inevitablemente, todo republicano tiende a equiparar el periodo entre los años treinta y uno y treinta y seis a una suerte de Nirvana en cuyo seno se produjo el progreso deseable para cualquier nación. La República española, la Segunda, proclamó a las pocas horas de nacer su propio epitafio de intransigencia, su sectarismo incontrolable y, lamentablemente, su debilidad inevitable ante los extremismos que la sometieron desde el primer momento: no la dejaron vivir precisamente aquellos que resultan ser los padres de quienes hoy más la reivindican. Es muy progre ser republicano y pasear con la bandera tricolor por los diferentes espacios de manifestación política de España, sea para reivindicar el nuevo curso de un río o el replanteamiento de la política autonómica, pero no deja de ser un anacronismo histórico volver cromáticamente a un tiempo en el que ser español resultaba dolorosamente complicado. La Segunda República no pasó de ser un tiempo en el que unos españoles engrasaron la ira contra los contrarios y pusieron en marcha los más siniestros mecanismos de laminación incendiaria. Aquellos que hoy más la reivindican pertenecen ideológicamente a los grupos que de forma más contundente la hicieron inviable, se levantaron contra ella o, directamente, la reventaron desde dentro. Reivindicar hoy, metidos de lleno en el siglo XXI, un período de sangre y fuego, convulso, vengador, irascible, intolerante e improductivo, no es más que mostrar la impotencia de quien no ha sabido digerir la historia propia. Poco servicio se hace a la colectividad moderna de España por parte de aquellos que hoy lloran, como si les fuese algo en ello, la desaparición de un infierno pasajero que dejó, principalmente, enfrentamiento y pendencias entre hermanos y compatriotas.
La Monarquía constitucional ha aportado grandes servicios a la convivencia. Andarse a estas alturas con ensoñaciones absurdas es ser, inevitablemente, un rancio sin futuro.
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