Alfonso Ussía en La Razón
Cenábamos un grupo de amigos en casa de los Cela. En los postres, don Camilo sacó a colación su adivinanza preferida: «En la Academia hay siete maricones. A ver si sois tan listos y adivináis quiénes son». De haber sido grabado ese reto privado en nuestros días, don Camilo José de Cela, Premio Nobel de Literatura y Sumo Sacerdote de las letras españolas, habría sido acusado de peligroso homófobo por la izquierda sin talento.
(...)
Salvador Sostres es un gran columnista, y da en la diana continuamente, y molesta sobremanera. El politburó del sistema lo ha condenado. Ya ha sido objeto de algún insulto grosero y de un intento de agresión. Su actuación fue incalificable. Es decir, que no se puede calificar porque sus palabras pertenecen al ámbito privado. Las robó con deslealtad algún técnico de Telemadrid, que ni corto ni perezoso entregó la grabación a la SER y al Grupo Prisa. Ése o esos técnicos son los que se tienen que disculpar por su nulo sentido de la profesionalidad y el respeto por la empresa que les paga. «Son palabras vomitivas», dijo el vicepresidente Rubalcaba, que gasta sus minutos en estas minucias. No, don Alfredo. Son incalificables. No en sentido peyorativo, sino en sentido lineal, vertical y horizontal. No se pueden calificar porque eran palabras privadas hechas públicas mediante la deslealtad.
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Y algunos insultan a Ussía por "reírle la gracia" a Sostres. Ussía, como cualquiera, puede reírse en privado de lo que le venga en gana. ¡Hasta ahí podíamos llegar! ¿Acabarán poniéndonos cámaras en las casas para saber de qué hablamos y de qué nos reímos? Ni Nostradamus ni nada. Para profecías, las de Orwell.
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Los espectadores saltaban y gritaban enfurecidos tratando de apagar con sus gritos la perforante voz que salía de la pantalla. La mujer del cabello color arena se había puesto al rojo vivo y abría y cerraba la boca como un pez al que acaban de dejar en tierra. Incluso O'Brien tenía la cara congestionada. Estaba sentado muy rígido y respiraba con su poderoso pecho como si estuviera resistiendo la presión de una gigantesca ola. La joven sentada exactamente detrás de Winston, aquella morena, había empezado a gritar: «¡Cerdo! ¡Cerdo! ¡Cerdo!», y, de pronto, cogiendo un pesado diccionario de neolengua, lo arrojó a la pantalla.
(George Orwell. 1984)
martes, 23 de noviembre de 2010
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