domingo, 17 de abril de 2011

El conveniente camelo de la desregulación

Juan Ramón Rallo en Libertad Digital

Bien mirado, puede que las críticas izquierdistas contra esos dos culpables de la depresión actual, la desregulación y la codicia deshumanizada, no sean más que mera fachada.

Es cierto que en el ADN ideológico del socialismo está grabada la aversión a la libertad como principio rector del orden social, pero me temo que las vergüenzas que con tan furibundas críticas a la desregulación y a la codicia se están intentando tapar son otras.

Piénselo un momento. ¿Cuáles son las principales quejas del intervencionismo monetario en estos momentos? La primera y principal, que los bancos están restringiendo el crédito a los Estados, lo cual estaría obligando a éstos a abandonar los planes de estímulo que necesita la economía para recuperarse. La segunda y subsidiaria, que el crédito no está llegando a las empresas ni a los consumidores. Dicho de otro modo, incluso en la situación actual, con ese Himalaya impagable de deuda que pesa sobre nuestras espaldas, la única respuesta a la crisis que los dirigistas alcanzar a dar es... más endeudamiento público y privado.

Otro ejemplo. ¿Contra quién se dirigen las iras de esa misma amalgama de políticos, economistas, librepensadores, periodistas y opinólogos que acríticamente abogan por "más regulación", sin saber exactamente en qué? ¿Contra un Bernanke que mantiene contra viento y marea los tipos de interés al 0% para abaratar el coste de los despilfarros de Obama y tratar de que algún imprudente ciudadano estadounidense pida algún crédito de más? ¿O contra un Trichet que, si bien lentamente, está intentando colocar los tipos a niveles más razonables, para así contener el indómito endeudamiento público europeo y estimular un ritmo más acelerado de amortización de nuestra deuda? Pues, obviamente, contra Trichet, que nos niega el pan y la sal, lo que es tanto como decir que nos niega la deuda.

Uno estaría tentado de plantearse si no hemos aprendido nada de los acontecimientos de la última década. Pero el problema es más profundo: nada hay que aprender. El intervencionismo actual va indisociablemente ligado al inflacionismo: no pueden concebir otra forma distinta de la deuda para que la sociedad produzca más bienes y servicios y el Estado se expanda.

Por eso todo el énfasis se concentra en la desregulación y en la codicia: el problema no fue el qué, sino el cómo. La crisis se desató no por la hipertrofia de una deuda que superaba con mucho el volumen de ahorro real, sino porque esos torrentes de deuda estuvieron mal dirigidos: no sólo no se veían sometidos a la aprobación de planificador central alguno que evaluara su contribución al bien común, sino que, al contrario, se emplearon espuriamente para maximizar la codicia de una camarilla de banqueros privados. En definitiva, no es que necesitemos menos bacanales de deuda artificialmente abaratada, es que necesitamos que esas bacanales sean planificadas y supervisadas por el Estado.

Y es aquí donde me asalta la duda de si estamos ante la ignorancia del ungido o ante la maldad del avergonzado. Pues nadie con dos dedos de frente, nadie con una pizca de formación teórica e histórica, podrá sostener durante más de dos segundos que si el crédito se expande a tasas análogas a las de la década pasada, pero esta vez teledirigido desde la Casa Blanca o desde La Moncloa, no se repetirá, corregido y aumentado, el desastre que hemos padecido. Si los mismos políticos que ni supieron comprender que estábamos experimentado la mayor burbuja inmobiliaria de nuestra historia ni fueron capaces de ver venir la crisis –pero, en cambio, sí ven venir de continuo una recuperación que no llega– son los encargados de valorar los proyectos empresariales y familiares de miles de millones de personas, vamos listos.

No digo que no haya ingenuos distopistas que crean poder saltarse a la torera todas las limitaciones que la naturaleza humana y nuestros órdenes sociales imponen a tamaña planificación central, lo que me extraña más es que economistas profesionales, que a buen seguro son conscientes de ello, se sumen a esta competición de demagogia.

Y es aquí donde va cobrando fuerza la alternativa de que quizá no estén tratando de llegar al fondo de la cuestión, sino simplemente quedándose con un conveniente pretexto de forma. Al fin y al cabo, muchos fosilizados economistas han interiorizado ciertos principios propios del keynesianismo –como que todo gasto, y por tanto todo endeudamiento, es bueno y generador de riqueza–, a los que no pueden renunciar sin poner en solfa todo aquello que saben o creen saber. La inversión que han efectuado en capital humano es demasiado importante como para tirarla por la borda, pese a que en última instancia supone la última de las malas inversiones patrocinadas por todo el clima de endeudamiento abaratado de las recientes décadas.

Ahí está el célebre caso de Krugman, quien en 2001, para salir de la crisis de las puntocom, propuso reducir los tipos de interés a fin de generar una burbuja inmobiliaria. Los habrá que, hipnotizados por el de Princeton, se negarán a creer que realmente dijera lo que dijo. Mas, en todo caso, esos mismos deberían plantearse si su posición actual, ésa que reza que toda contracción (esto es, reducción) del crédito es negativa y que toda explosión resulta saludable, no se asienta sobre las mismas bases intelectuales que las que habrían motivado a cualquier economista defender en 2001 recortes drásticos en los tipos de interés para que el crédito creciera como finalmente creció.

Y si es así, tal vez ha llegado la hora de que revisen esas bases o, más bien, esos prejuicios intelectuales. Puede que sea más cómodo sumarse a la explicación sencilla y peliculera de la desregulación y la codicia, pero desde luego no es lo más honesto ni, sobre todo, lo más beneficioso para nuestra libertad y nuestra prosperidad.

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