domingo, 17 de abril de 2011

En el error o en la verdad

Fernando García de Cortázar en ABC

Sus vidas se cruzaron una sola vez. Fue en la Viena oscura y desvencijada de los años veinte. La antigua capital de los Habsburgo, carcomida de historia y mercado negro, parecía en suspenso, como si preguntara ante las ruinas de su esplendor imperial, y Victor Serge y Antonio Gramsci hablaron en sus cafés del anhelo de un nuevo orden que recorría Europa y también del giro despótico que, casi de inmediato, había dado la Revolución soviética bajo Lenin.

Hasta aquel encuentro en Austria, los dos habían tenido vidas más o menos paralelas. Nacidos en la última década del siglo XIX, ambos eran soñadores sin salvación posible, crecidos a la utopía con el viento de la Revolución y empujados por este hacia el abismo. Serge, un autodidacta que había vivido a salto de conspiración entre Bélgica, Francia, España y Alemania, un agitador eternamente perseguido que había combatido con los bolcheviques en la guerra civil rusa y cultivado la amistad de Lenin y de Trotski. Gramsci, un periodista activo que había pasado su adolescencia viajando en busca de pan y buenas bibliotecas y que había ingresado en el Partido Comunista empujado por un deber de carácter moral, una pasión de orden ético. Ambos veían en la estrella roja que brillaba sobre el inmenso palacio de los zares una propuesta de civilización, no un terrorífico instrumento para organizar el poder ni una mera resignación ante la promesa de la historia.

Hoy el olvido póstumo reúne a los dos otra vez, y produce cierta tristeza pensar en la indiferencia con que se ha recibido la noticia de la publicación de las Cartas desde la cárcel —obra del segundo— o el silencio con que transcurre el sesenta aniversario de la aparición en París de Memorias de mundos desaparecidos, del primero. Dos libros que cortan el aliento, escritos entre el ocaso y la aurora. Dos de los libros más hermosos, conmovedores y veraces sobre lo que fue la experiencia revolucionaria en la primera mitad del siglo pasado.

Por supuesto, hay una explicación para este olvido, y tiene que ver con sus vidas paralelas. Si ninguno de los dos se ajusta a las ortodoxias de lo literario, tampoco responden a las ortodoxias de nuestro tiempo. Tanto Serge como Gramsci fueron intachables revolucionarios, pero también muy libres en sus posiciones personales. Ambos defendieron la preeminencia y la salvadora función del espíritu, y desde luego los dos despreciaron siempre las fórmulas hechas, los lugares comunes, la esclerosis de las doctrinas. Señas de identidad que no están de moda en nuestro tiempo, que no riman con un mundo que ha perdido la capacidad de pensar más allá de un economismo estrecho, y donde la indiferencia y el cinismo se cubren las espaldas con el fracaso de los grandes proyectos.

Decía Oscar Wilde que el sentimental es quien conoce el valor de todo e ignora el precio de cualquier cosa, y el cínico aquel que solo conoce el precio e ignora el valor de lo que toca. ¿Quién, en este vacío de la historia, en esta pausa gelatinosa en que los principios carecen de precio y solo ofrecen su valor, lee hoy a Gramsci, con excepción de algún estudiante en trance de tesis doctoral? ¿Y quién recuerda a Serge? Ambos son figuras éticas y literarias sobrenaturalmente envejecidas, espectros de un tiempo y de un mundo extinguidos.

Serge fue al comunismo como quien va hacia una fuente de agua fresca y lo abandonó como quien se aleja de un río envenenado. Descendiente directo de quien lanzara la bomba que mató al zar Alejandro II, se atrevió a descubrir dónde se escondían las trampas que convertían el gran sacrificio revolucionario en un siniestro y estúpido burocratismo opresor. Él fue el primero en denominar a la Unión Soviética «Estado totalitario», la víspera de ser detenido en Leningrado; el primero que puso la torturada decisión de contar la verdad por encima de las lealtades políticas y los análisis hemipléjicos donde la moral enmudece; el primero en desvelar el abismo entre la realidad y la propaganda. ¡Hay que tener mucho coraje para cometer un asalto a la propia razón cuando uno sabe que es, al mismo tiempo, su víctima y su verdugo!

Testigo directo del terror estalinista, Serge pudo romper las cadenas psicológicas que le unían a la Unión Soviética y prescindir de los compromisos, los juicios y las instituciones en los que había invertido todo su idealismo. Gramsci, no. Al igual que muchos otros que peregrinaron a la llamada patria del socialismo, el infatigable teórico italiano persistió en albergar esperanzas y se quedó en las filas comunistas hasta el último aliento. Permaneció en ellas, multiplicando los ejercicios de matización en los que, juzgando de modo distinto el mal del mundo y sus responsables, la moral se pudría en una charca inmóvil.

Nada nos puede hacer simpatizar con esa actitud, salvo en un asunto que no es poco importante en nuestro tiempo. Y es que Gramsci, que solo se enteró de las purgas estalinistas en prisión, no obtuvo beneficio alguno en el baile soviético de los mediocres y los asesinos, los mentirosos y los arribistas, los aduladores y los meramente ilusionados. A él lo arrestaron en noviembre de 1926, y en el sistema carcelario donde Mussolini quiso sepultarlo de por vida sólo tuvo aquel espejismo de siempre al que agarrarse, aquella convicción profunda que le ayudaría a sobrevivir más de diez años entre rejas. Hasta el final. Hasta aquella mañana de abril de 1937 en que, ya terminal, fue liberado por sus carceleros para morir.

«Hay algo peor que la cárcel, con ser esta malísima —escribió desde la prisión—, y ese algo es el deshonor por debilidad moral o por villanía».

No conmueve menos el destino infortunado de Victor Serge, que buscó refugio en México después de asistir al derrumbe de la República española y a la inaudita rendición sin lucha de Francia ante los nazis. Allí, despierto o en sueños, le persiguió siempre el presentimiento de una muerte violenta a manos de los agentes de Stalin, y a diferencia de otros exiliados, no encontró asideros sólidos para su vida ni para su escritura.

«Es terriblemente difícil crear en el vacío, sin el menor apoyo, sin el menor entorno; escribir para el simple cajón, con un futuro oscuro por delante y sin excluir la hipótesis de que las tiranías duren más de lo que me resta de vida», anotó Serge en uno de sus diarios. Murió en 1947, de un infarto que sufrió en las calles de Ciudad de México a altas horas de la noche.

Cómo sería estar solo en una ciudad extraña y sentirse morir de un repentino ataque al corazón en el asiento trasero de un taxi. Cómo sería escuchar al fiscal que se encarga de la acusación decir: «Hay que evitar que este cerebro funcione durante veinte años». Serge, Gramsci y otros idealistas del siglo XX… los que tuvieron el valor de apostarlo todo por todos, los que rectificaron cuando era lo más difícil, y los que sin aprovecharse de privilegio alguno sufrieron su propia necesidad de un sueño absoluto que ató su lucidez hasta cegarlos, pero que no interrumpió su exigencia de una actitud moral. ¿Qué pensarían ellos de un tiempo como el nuestro? Y el futuro, ¿qué dirá el futuro de un mundo en el que tanto cuesta encontrar a ortodoxos y herejes, fieles y renegados, sencillamente porque hemos renunciado a pensar políticamente, porque bajo la máscara de la cautela, de la prudencia ante las verdades solemnes, hemos entronizado el cinismo, el oportunismo y la frivolidad?

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