Los librepensadores existen. Son individuos que prefieren la falsabilidad permanente al ombliguismo, se desprenden de condicionamientos espurios no más los detectan y disfrutan cuando resplandece la sana inteligencia, aunque fuere a su costa. Constitutivamente alérgicos a la corrupción, consideran que no hay ética sin estética y a la inversa. No conciben placer más gratificante que el de obtener con limpieza, mediante la reflexión y la experiencia extraída de los hechos del mundo, explicaciones veraces y conclusiones solventes, encaminadas a tornar más genuina la justicia. Pues su modestia es su orgullo. Como el de Diógenes ante Alejandro Magno o el de Spinoza ante las Santas Madres Iglesias.
En España, para desgracia de nuestras opciones de enmienda, son imperceptibles. Sobre todo por su natural escasez. O vamos a perretxikos o vamos a rólex, ¿eh Patxi? Ocioso confirmarlo aquí, donde modernidad y mamoneo, liderazgo y latrocinio, compromiso y cutrez, riman rotundamente. Según resulta palmario, son nuestros pastores de la izquierda y sus innumerables borreguillos quienes más han hecho por emputecer la integridad intelectual y moral como simiente de cualquier renacimiento. Objetivo, por demás, tradicionalmente repudiado por nuestro caciquismo. Que las mesnadas socialistas salgan en tromba, cuando tira para atrás el hedor en Andalucía, a defender la honorabilidad de Chaves (ese portento que atesoró tres mil euros tras tres tristes décadas de sueldazos) es crasa prueba de aconchabamiento. Como no hay más que escuchar a Blanco decir que Rajoy es un cobarde y por eso no preguntará por Troitiño. Deposición que evoca al Rubalcaba del 11-M perorando que los españoles no se merecen un Gobierno que les mienta.
Más que ese sectarismo soez, más que esa jactancia con que se pisotean la belleza y la verdad, revuelve las tripas la socializada omertà. Porque cunden mensajes que sólo un ingenuo podría percibir como tentativas de embaucar. A hermanos de leche y televidentes asiduos, será. A cambio, otros conciudadanos captan sobradamente aquello que se persigue que disciernan. Se dan por aludidos. Calan la advertencia, sopesan el chantaje, calibran lo que les conviene y se reconocen ignacianos, enemigos de toda mudanza, por la cuenta que les trae.
La costra de impostura y embeleco que asfixia nuestra vida pública es una convención doméstica, un sobrentendido carpetovetónico. Lo chocarrero llega cuando Zetapé oficia en China, se lía patosamente con los códigos y fabula al ibérico estilo, creyéndose en Leganés. Los orientales, al no estar en el ajo, no le siguen la corriente, despejan el trampantojo y logran que los inversores, que no están por tirar dinero o margaritas, se persuadan de que esto se va al garete sí o sí, puesto que ningún dirigente nuestro parece sentirse tentado a rozar la honradez. A ofrecer fiabilidad, aunque fuese como exceso exótico y contra natura, cual anomalía in extremis para librar al país del trabajado hundimiento.
Los librepensadores, basándose en Epicuro, Lucrecio, Hobbes y Hume, cimentaron la emancipación occidental. Lo cuenta bien Juan Velarde Fuertes en El libertino y el nacimiento del capitalismo. ¡Para que esos intonsos meapilas de nuestro fondo de armario progresista, hijos del romanticismo más gazmoño, demagógico y acomplejado, descalifiquen al avezado escritor como falangista! Donde esté un buen prejuicio, que se quite la funesta manía de pensar. Eso, eso. Vivan las caenas, los jerarcas castizos.
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