Anda por ahí un papel que en febrero aprobó el Consejo de Ministros y que ostenta un título largo, aunque escrupulosamente descriptivo: «anteproyecto de ley Integral para la Igualdad de Trato y la No Discriminación». El documento ha sido impulsado por el Ministerio Pajín, último destino de Bibiana Aído, la Mme. Roland del zapaterismo y la igualdad. Es posible que la agenda accidentada de esta legislatura ya acéfala, no dé lugar a que el anteproyecto se convierta en ley. Aunque pudiera ocurrir, también, lo contrario. En tal caso, es casi seguro que la ley se aplicaría de forma excepcional y errática, o, como temen algunos sectores conservadores, errática… ma non troppo. Me explicaré mejor mediante un ejemplo. Imaginen que Mangogul, sultán del Congo —tomo prestado a Diderot este personaje de ficción—, publica un edicto por el cual se condena a prisión a todo aquel que luzca un lunar o antojo en mitad de la nalga izquierda. Dado que la tarea de reconocer las nalgas de todos los congoleses raya en lo imposible, los damnificados por el edicto se contarían entre los pocos y raros que la autoridad sometiera a examen, tras jugársela a los chinos. En este sentido, un sentido estadístico, la ley surtiría sus efectos al azar. Ahora bien, la amante de Mongogul, de la que éste quiere desembarazarse, exhibe, ¡bingo!, el antojo proscrito en el lugar proscrito. Por supuesto, el sultán lo sabe, y, por supuesto, la dama acaba bajo rejas. Resulta a la postre que el caos no está reñido con la precisión. La favorita da con sus huesos en la cárcel, que es el fin por el que, desde el principio, se publicó el edicto.
Traduzcamos esta fantasía al román paladino de la política española. El anteproyecto quiere asegurar la igualdad de trato en todos los ámbitos de la vida, tanto públicos como privados. En particular, pone gran empeño en que los medios de comunicación eviten «toda forma de discriminación… en sus contenidos y su programación» (Artículo 22). ¿Cómo llevar esta exigencia a la práctica? Lo ignoramos. Pero no ignoramos que un fiscal podría entender que un diario o una cadena televisiva hostiles al Gobierno incumplen la igualdad de trato y se hacen merecedores de sanciones muy graves. A los conservadores les inquieta aún más el Artículo 16.2, el cual retira la financiación pública a los colegios que admitan solo chicas, o solo chicos. Esos colegios suelen ser religiosos. ¿Puro azar? Me parece que no. Los conservadores inquietos no son, en consecuencia, víctimas de una alucinación paranoica. Yo les comprendo. A la vez, y dado que no comparto necesariamente su sistema de valores, y considerando, de añadidura, que no parece probable que a Pajín y Aído vaya a durarles mucho el mando, me declaro preocupado desde un punto de vista más ecuménico. El anteproyecto refleja, por decirlo brevemente, una ignorancia pasmosa sobre cuáles son los fines de la ley en un régimen de Derecho. Y, por descontado, revela un desconocimiento singular de los límites a que debe sujetarse cualquier Gobierno en una nación civilizada.
Desde una perspectiva puramente conceptual, lo más sustancioso del anteproyecto está contenido en la Exposición de Motivos. Los redactores del documento establecen un paralelo explícito entre algunos éxitos de la sanidad española —verbigracia, que haya aumentado, efectivamente, la esperanza de vida—, y lo que les gustaría que ocurriera a propósito de la igualdad. ¿Qué es eso que les gustaría? Que la igualdad de trato, efectivamente, fuera mayor que al presente, y, si a mano viene, absoluta. Esto es, reclaman resultados, el bien en especie. Y estiman que la ley los puede proporcionar, del mismo modo que las sulfamidas proporcionan inmunidad contra las infecciones. La analogía médica, aparte de sobreestimar el protagonismo de la Administración en el curso general de las cosas —la ciencia y la opulencia relativa, poco afectas al Ministerio de Sanidad, han intervenido también en la elevación de la esperanza de vida—, traiciona un rasgo no infrecuente en este Gobierno: y es la propensión a representarse la ley como un instrumento dirigido a materializar objetivos concretos, tangibles, inmediatos. Esto es desmedido y potencialmente letal para la libertad. En ocasiones, de acuerdo, la urgencia es tanta, y el peligro tan grande y tan definido, que se acude, y es lícito que se haga, al decreto. Así, en el caso de una catástrofe natural. Pero los mores, las costumbres por las que se rigen millones de personas, y no menos, sus decisiones libérrimas, no son catástrofes naturales. No constituyen episodios discretos en el tiempo sino formas difusas de conducta, que la ley sólo acertará a corregir integralmente(me remito a la terminología que han escogido los redactores del anteproyecto) si el legislador declara a la sociedad en cesantía y, a continuación, se pone él en el sitio que ha quedado vacante.
De nuevo, los ejemplos valen más que los argumentos abstractos. Los autores del texto están obsesionados por que se cumpla la igualdad en el arriendo de un piso. Es cierto que a veces se incurre en discriminaciones. Es cierto que esto es malo. Y es cierto que se puede combatir. En este instante, existen incentivos fiscales para favorecer el arriendo a los jóvenes. Pero ¿cómo garantizar que el arrendador no atentará, moralmente, contra la igualdad de trato, en tal caso o el de más allá? ¿Cómo distinguir entre la resistencia a ceder un piso en alquiler porque se odia a los uzbecos, y las reservas que pueda inspirarle al arrendador un señor que no le cae bien, o que se le antoja, por los motivos que fuere, poco de fiar? ¿Habrá que someter a examen al arrendador, hacer preguntas al agente inmobiliario, montar, en fin, un proceso inquisitorial?
Del papel se desprende que sí. El papel propone la creación de una agencia especial cuya misión sería investigar los casos de discriminación y atender a los presuntos perjudicados, más allá de los procedimientos ordinarios que contempla la ley. Teniendo en cuenta que existen precedentes jurídicos que invierten la carga de la prueba —Ley 1 62/2003, artículos 32 y 40— en materias que interesan al anteproyecto, el desenlace sería la conversión de esa agencia en un inmenso buzón destinado a recibir delaciones. La delación es el desquite que se toman los gobiernos a los que fatiga e impacienta que la ley no responda, como el muelle a la presión de la mano, a su instinto justiciero. La delación es un atajo, un cortocircuito. Y como la experiencia histórica confirma, un horror.
Lejos de mí el sospechar que Aído o Pajín son Robespierre reencarnado. Aído y Pajín son españolas normales, que no comprenden bien el Derecho ni sus límites, que no comprenden bien que las constituciones están pensadas para atar al poder, a las que no entra en cabeza que sus puntos de vista son solo eso, suyos, y no la verdad absoluta, y que confunden el BOE con un estropajo para dejar a la sociedad limpia como una patena. Aído y Pajín son como Zapatero. Cuando se nos hayan pasado la murria y el enfado, y el fanatismo partidario, lo que tendremos que preguntarnos los españoles, con calma, sin acidez, pero también con una punta de contrición, es qué ha tenido que pasar para que hayamos puesto, y repuesto, a Pajín, Aído y Zapatero a la altura en que todavía están.
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