Aunque se trate de un asunto muy manido y del que ya se ha hablado en numerosas ocasiones, el reciente terremoto de Lorca, y el no mucho más lejano en el tiempo de Japón, nos ofrece la oportunidad de volver a reflexionar sobre el tema.
Riqueza es toda aquella acumulación de bienes que nos permite, directa o indirectamente, satisfacer nuestras necesidades presentes y futuras. Tan riqueza es, aunque con distinta forma y probablemente dispar valor, un almacén lleno de trigo que un campo para cultivarlo: el primero lo podemos comer directamente para saciar nuestro apetito y el segundo nos puede proporcionar el trigo con el que hacer lo propio. En definitiva, para volvernos más ricos hemos de disponer de más bienes con los que directa o indirectamente satisfacer nuestras necesidades presentes y futuras. De ahí la muy elemental proposición de que la destrucción indeseada de bienes materiales nunca –insisto, nunca– nos vuelve más ricos. Tal vez sea por ello que a las catástrofes naturales se las llame "catástrofes" y no "bendiciones naturales".
Sentado lo evidentemente cierto, conviene, sin embargo, perder algo de tiempo refutando lo evidentemente falso y, sobre todo, explicando por qué son tantos los que compran las mercancías escacharradas de que destruir es crear y pobreza es riqueza.
Dos de los errores que más ha contribuido a popularizar el keynesianismo son: por un lado, que la medición más aproximada de nuestra riqueza no la constituye el valor de los bienes y servicios que producimos, sino la cantidad de trabajo existente; por otro, que la riqueza no nace de producir y acumular bienes que satisfacen nuestras necesidades, sino de gastar en demandarlos.
Recordemos, además, que el keynesianismo es un engendro teórico concebido en tiempos de estancamiento. En un momento de parálisis económica, como en las fases más depresivas de un ciclo, el desempleo tiende a ser muy elevado y el gasto suele congelarse. Es razonable: los empresarios todavía están recomponiendo sus planes de negocio y el conjunto de los agentes económicos está más preocupado por amortizar sus deudas que por mantener unos niveles de gasto (generalmente basados en un sobreendeudamiento previo) que son insostenibles. En esa coyuntura, pues, cualquier circunstancia, por desgraciada que ésta sea, que contribuya a reanimar el empleo y el gasto será considerada por los keynesianos como "estimulante" para el crecimiento.
Así, si un terremoto destruye varios millares de viviendas, por mucha crisis que haya, dos cosas son evidentes: la primera, que los afectados por el seísmo, aun cuando acumulen ingentes deudas y aun cuando sean muy reacios a gastar a ciegas, harán lo que sea –liquidar otros activos, endeudarse todavía más, recortar otros desembolsos...– para gastar en reparar sus casas; la segunda que, precisamente por lo anterior, existe una oportunidad de negocio bastante grande y bastante evidente en reedificarlas (sobre todo para las empresas que ya cuenten con el equipo para ello), de modo que por dubitativa que estuviera una parte del empresariado acerca de cuál debe ser su oficio futuro, durante un tiempo concentrará sus esfuerzos en construir nuevas viviendas, para lo cual contratará a nuevos trabajadores, reduciendo el nivel de paro.
Ahí lo tienen: si más gasto y más empleo equivalen a más riqueza para los keynesianos –y, por desgracia, para mucha gente que ha sido contaminada por sus ideas–, es consecuente que se tienda a pensar que las catástrofes naturales nos vuelven más prósperos colectivamente por generar, en ciertas circunstancias, más empleo y gasto a muy corto plazo.
¿Dónde está el error de tan primario razonamiento? Antes del terremoto, los agentes económicos estaban paralizados (trabajadores sin empleo, empresarios que no invierten, consumidores que no gastan...) porque no sabían cómo generar riqueza adicional sobre la ya existente. Después del terremoto se han empobrecido, de modo que esos mismos agentes pueden movilizarse durante un tiempo para reponer la riqueza que existía previamente. ¿Acaso se vuelven más ricos volviendo a producir una riqueza que previamente poseían? No, pierden tiempo y recursos; por tanto, se empobrecen. Cierto: hay más empleo que antes, pero no empleo dirigido a incrementar su riqueza sino a restituirla; cierto: hay más gasto en viviendas, pero también menos gasto, presente o futuro, en todos aquellos otros bienes que podrían haber producido y adquirido en ausencia del terremoto.
Ninguna devastación involuntaria mejora nuestro bienestar, ni siquiera cuando sustituyamos las antiguas casas –o la antigua riqueza, más en general– por otras de mejores y más resistentes. Pues, ¿por qué esperar al terremoto para remplazarlas? O, más simplemente, si de crear nuevos bienes desde cero se trata, ¿no sería preferible quedarse con los bienes viejos y con los nuevos? ¿Qué es mejor? ¿Un tractor nuevo o dos tractores, uno nuevo y otro viejo? ¿Una casa recién reformada o dos viviendas, una reformada y otra sin reformar? Puede, es verdad, que cuando vayamos justitos de espacio sí convenga destruir lo viejo para quedarnos sólo con lo nuevo –el espacio también puede ser objeto de economización–, pero en tal caso no necesitamos de terremotos, nos basta con dinamita. Al cabo, el único beneficio de los terremotos sería el de ahorrarnos el coste de los explosivos: claro que la ventaja de estos últimos es que permiten focalizar la destrucción allí donde nos conviene; la pequeña desventaja de las catástrofes naturalezas es que la generalizan de manera indiscriminada.
A diferencia de keynesianos y animistas, no confiaría demasiado en la sapiencia innata de Gaia para seleccionar con precisión cirujana qué obras deben ser derruidas con tal de maximizar nuestro bienestar colectivo. Seguro que al llenar de explosivos todo un territorio, algún error de bulto comete.
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