La consecuencia más visible del fallo del Constitucional a favor de Bildu ha sido la de un terrorista riéndose de vivos y muertos con un cartel de su franquicia electoral entre las manos. El «ex preso», acentuaban los propagandistas del régimen, ha pasado de las pistolas a las pancartas y eso les parece una «buena noticia». Con el calibre moral inutilizado, el mal menor es la utopía post-mortem del zapaterismo, memoria selectiva, impunidad y amnistía. Una vez desmantelada la arquitectura legal y policial contra el terrorismo, comienza el rito de las excarcelaciones. La euforia en los patios de las cárceles es el precio de los últimos presupuestos, el peaje del fin de ciclo y el ricino contra quienes sienten de nuevo el aliento de sus verdugos en la nuca, el regreso del hacha y la serpiente, la voladura controlada del Estado de Derecho, algo menos ya que una incierta sensación de seguridad jurídica y una apariencia de cordura política. Así, mientras la Fiscalía mira para otro lado, los taliboinas amenazan con querellarse contra quienes les recuerden su pertenencia y subordinación al clan de la goma dos. Desbordada cualquier ficción de línea roja, el respeto por las víctimas del terrorismo no es siquiera un lugar común, un pretexto o una formalidad, como ceder el paso.
Como algo había que disolver, hace ya tiempo que se optó por la disolución de las víctimas por la vía de los infundios, las infamias y la aplicación masiva de la luz de gas. Pisoteadas sus vidas, el proceso consiste en blanquear a los terroristas a costa de negar las consecuencias de sus actos, el dolor de los supervivientes. Sin memoria y sin justicia, cuya expresión plástica es el revelador testimonio de Pascual Sala sobre lo mucho que le irrita que se dude de su independencia, se trata de acabar con la dignidad, arrinconar la carne de cañón en el pabellón de los casos perdidos y suplantarla por un retén de abuelas argentinas y bisnietos del capitán Lozano, mucho más flexibles y desde luego menos concernidos en la última hora del horror.
Sin embargo, quienes lo han perdido casi todo, sobrevivido a un secuestro o gobernado en las fauces de ETA, Alcaraz, Ortega Lara y Regina Otaola, por ejemplo, se resisten a desaparecer, se niegan a callar y no acatan la aplicación de la eutanasia contra la libertad y la democracia, contra las leyes y contra el porvenir. Esas víctimas y muchas otras se concentran hoy en Madrid para alzar la voz y plantarse ante las carcajadas de los terroristas y su vuelta a las calles por la puerta grande, ante el jolgorio de los Usabiaga, Otegi, Troitiño, De Juana y Ternera, ante sus brindis por la «paz», sus «goras» por el socialismo y el hedor de su victoria. Las víctimas componen el último dique frente a ETA, la línea Maginot de la democracia en España, uno de los pocos motivos para aferrarse a la esperanza de que no todo está perdido, que no todo es política, cálculo electoral, cambalache y mentira.
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