Quizá Ben Laden debería varias mensualidades de luz, no daría las buenas noches a sus vecinos y saldría a conducir con el sello de la ITV caducado. Ya se sospecha que estamos ante un opiófago que para poner un pie en la esterilla se agarraba a media botella de anís machaco. Estos hábitos, delitos y faltas, que aquí le atribuimos, no suman nada a su principal condición. El andoba ha encarnado al diablo en nuestra era y por tanto, importa relativamente –ustedes dirán cuánto– que el diablo no esté al corriente en los pagos, le dé al frasco o, como acabamos de saber, le hayan detectado una póstuma tenencia de películas porno. Que se empieza, como vio de Quincey, declarando la guerra a las naciones libres, derribando las Torres Gemelas y de enemigo público número uno y se acaba convertido en un paria que se toca en VHS, como el muchachito de la estanquera de Fellini. Esta afición al porno ha concernido, porque, como según Primo Levi, monstruos hay pocos (Ben Laden), pero el verdadero mal es el que arraiga en el corazón de los hombres comunes. Este goteo de pormenores de Laden puede, paradójicamente, acercarnos al hombre, para descubrir que fue precisamente un individuo de carne, hueso, enfermedades renales y pulsiones (como tantos tiranos cuerdos) el causante de un agujero de terror en el mundo. Evitemos el riesgo: si le quedan estrechos todos los adjetivos del mal, no se le puede liquidar la factura como onanista. Ni siquiera como gran onanista.
lunes, 16 de mayo de 2011
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