Si hay un rasgo psicológico que distingue a Zapatero es su resentimiento; un resentimiento melifluo, sibilino, casi amable, como envuelto en gasas y tules, pero acérrimo como una úlcera gástrica y negro como el betún. Y si hay una nota distintiva que resuma su legado político es la proyección de ese resentimiento sobre la sociedad española, que deja convertida en un campo de Agramante, enviscada en sus propios odios. Para ser enteramente justos, no podemos ignorar que el resentimiento es una enfermedad atávica íntimamente vinculada a las esencias hispánicas; la aportación sustantiva de Zapatero ha consistido en actuar a modo de catalizador de ese resentimiento, en promoverlo, jalearlo y azuzarlo con sórdidos intereses políticos. En su exacerbación sistemática, insomne, fríamente calculada del resentimiento, Zapatero no ha descuidado ninguna parcela de la vida social: en la institución familiar y en las relaciones entre hombres y mujeres ha introducido el veneno de la ideología de género, en la escuela ha fomentado la corrupción y el igualitarismo, en la frágil convivencia nacional ha introducido la cizaña de la llamada «memoria histórica». Ha agravado los conflictos entre regiones, agudizando la conciencia de agravio y espoleando los «hechos diferenciales»; ha agitado el fantasma del odio religioso; y, cuando la crisis económica estalló, mientras se dedicaba a fabricar pobres a porrillo, dirigió la ira y el descontento populares hacia la brumosa categoría de los «ricos»... mientras él se dedicaba a atender las solicitudes de la plutocracia.
Toda esta operación sistemática de extensión del resentimiento se ha desenvuelto bajo la coartada eficacísima de la «igualdad» y la «extensión de derechos». Y es que nada satisface y halaga más al resentimiento que disminuir, achatar y ensuciar aquello que no puede alcanzar. El resentido primero odia las virtudes que no alcanza; después las desprecia y se burla de ellas; más tarde, las invierte; y, por último, acaba por adueñarse de ellas, convertidas ya en simulacros grotescos. Zapatero descubrió un día que el resentimiento brota en España con más abundancia que las cucarachas en las cocinas sucias; y, desde entonces, se dedicó a favorecer la plaga, convencido de que, cuanto más se enseñorease el resentimiento de la sociedad española, más garantizada estaba su supervivencia. «A río revuelto, ganancia de pescadores», reza el refrán; y esta ha sido la consigna y el arma terrible que ha mantenido en el poder a Zapatero: confundir, mezclar, embadurnar, llamar bueno a lo malo y malo a lo bueno, exaltar lo mediocre... hasta lograr que el resentimiento acabara ahogando, paralizando, condenando a la esterilidad y a la inapetencia, a quienes estaban dotados para hacer algo. Así, España ha acabado hundiéndose en la vulgaridad más cetrina, convertida en una demogresca constante en la que los resentidos, los envidiosos, los amargados, los malintencionados, los llenos de resquemores y de odios hacia todo lo que la vida tiene de noble y virtuoso siempre salen recompensados con más derechos y prerrogativas, con más aplauso y reconocimiento.
Pero el resentimiento, que es vanidoso como un cohete y maligno como una chinche hambrienta, seca la vida allá por donde pasa, lo mismo que la langosta. Este es el legado de Zapatero: un erial devastado por el resentimiento; o, dicho más machadianamente, un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín.
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