César Vidal en La Razón
En mis dos anteriores artículos, señalé los peligros que se derivan del abandono de la doctrina tradicional sobre la intervención armada. Algunos de ellos ya están resultando evidentes en la guerra de Libia a la que con tanta rapidez se precipitó a lanzarnos ZP con un respaldo que incluyó a los nacionalistas vascos y catalanes. En el curso de apenas unos días hemos contemplado cómo una simple zona de exclusión aérea diseñada para evitar que un dictador no bombardee a sus conciudadanos se ha transformado en toda una operación de ayuda armada a unos rebeldes no identificados; en una puerta abierta para las acciones de la organización terrorista islámica Al Qaida en Libia, favorecida –reconozcámoslo humildemente– por la estupidez occidental, y en el bombardeo de poblaciones civiles hasta ahora no alcanzadas por la aviación. Así, los episodios iniciales de brutal represión se han transformado en una guerra civil abierta con intervención internacional, con mayor devastación, con más muertos y con más silencios bochornosos de esos que se dicen pacifistas. Naturalmente, no serán pocos los lectores que se preguntarán si existe alguna alternativa mejor. La respuesta es que sí. Frente a las acciones internas de una dictadura – salvo que estemos dispuestos a ir mañana mismo a la guerra contra China, Corea del Norte, Arabia Saudí y cualquier otra dictadura que exista bajo el sol– existe una panoplia de recursos que pueden y deben utilizarse. El primero, lógicamente, es la acción diplomática que, por cierto, está brillando por su ausencia en los últimos tiempos. La combinación de alicientes y presiones debería llevar a un régimen dictatorial a suavizar la situación a la que somete a sus ciudadanos. No es un camino rápido, pero suele resultar relativamente efectivo. Así, la ayuda internacional debería ser utilizada no para que las ONGs – no pocas veces en manos de políticos– se llenaran los bolsillos sino para conseguir avances considerables en el respeto a los Derechos Humanos como podría ser el caso de la libertad religiosa, el reconocimiento de la igualdad ante la ley o la libertad de expresión. Si la acción diplomática fracasara, habría que dar el paso de las sanciones económicas y políticas. La expulsión de determinados organismos internacionales o el bloqueo financiero repercuten también sobre las poblaciones civiles, pero siempre con menos virulencia que un bombardeo o un combate. Finalmente, en el caso de que la dictadura en cuestión perpetrara realmente un genocidio – insisto en lo de realmente porque la izquierda ha conseguido desnaturalizar la palabra a fuerza de manipularla– o agrediera a otra nación sí sería una lícita una intervención militar precedida lógicamente de los pasos previos. El quebrantar estos límites no ayuda – ni ayudará– a que este mundo sea más justo ni más libre. Por el contrario, sembrará más muerte, devastación y dolor y, por añadidura, facilitará la llegada al poder de elementos indeseables como los integristas islámicos y abrirá el camino a nuevas intervenciones neo-coloniales con excusas propagandísticas y motivaciones depredadoras. Al respecto, la acción de Francia –gran muñidora de golpes de estado y de guerras civiles que se han saldado con centenares de miles de muertos en África durante las últimas décadas– es un terrorífico ejemplo de lo que se puede esconder bajo el velo de la intervención supuestamente humanitaria. Pero ésa es otra historia.
lunes, 4 de abril de 2011
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