Los admiradores de René Goscinny, entre los cuales me encuentro, saben que su obra maestra no es la serie del encantador miniguerrero Astérix. Lo es la que se articula alrededor del Visir, de maldad siempre frustrada, Iznogoud: ese que repite encabritado su empeño por ser «Califa en lugar del Califa». Verlo estrellarse, una vez detrás de otra, pone en el lector la risa avinagrada que trasluce lo demasiado humano.
Chacón es un Zapatero que habla catalán: quienes juzgaban imposible dar con alguien del nivel intelectual y moral del Presidente, no tienen más que dirigir los ojos a ella. Rubalcaba, un viejo zorro herido, con serias oportunidades de que el Faisán lo lleve allá adonde llevara el GAL a su colega Barrionuevo, a poco que los jueces se le pongan bordes. ¿Bono? A juzgar por lo florido de su oratoria, está que pega brincos de contento: mala cosa para un político, poner tan al descubierto sus cartas y tan antes de tiempo. A decir verdad, el espectáculo, entre los aspirantes a ser Zapatero en el lugar de Zapatero, augura tiempos mayormente sombríos para el PSOE. Y para los aspirantes, sobre todo.
Iznogoud Chacón, no lo ocultaré, es de todo el enjambre de Iznogouds que van a merendarse el ya putrefacto cadáver del Califa, quien a mí me genera más ternura. Por la continuidad, sobre todo. Las cosas que le hemos oído decir a Zapatero sólo son comparables a aquellas que salieron de la de quien largó lo de «yo soy la niña de González» (Felipe), o eso otro de que además era no sé quién que acababa de «cagarse en la puta España». La mar de astuto por parte de alguien con pretensiones de presidir a la defecada, por supuesto.
Iznogoud Rubalcaba lo tiene todo en contra. Porque todo parece tenerlo a favor. Lo cual, en política, es el modo más seguro de que te aticen hasta en el carné de identidad. Desde que al Jefe le dio la depre en diciembre, aquí el único que ha gobernado es el señor de la faisanería. Tanto lo ha hecho y tan feliz, que no queda ya un solo poderoso en su partido que no afile navaja para cortarle el pescuezo a la que se descuide. Lévi Strauss narra el hábito de los sabios pobladores de cierta tribu amazónica que, cuando ven nacer al anhelado hijo varón, salen a la plaza pública gritando y sollozando: «¡Ah, Dios mío, pero qué feo que es, pero qué raquítico…! ¡Cómo ha podido caer sobre mí una desdicha tan grande!». Ritualizada manera de eludir la envidia de vecinos y dioses. Y Maquiavelo aconsejó siempre al político hablar poco y actuar deprisa. Pero estos no son políticos; son comensales de la sopa boba.
Y queda, de momento, Iznogoud Bono. Que anda aún más contento de lo ya en él habitual por haberse conocido. Y que puede que tenga razón en lo de verse cada día más irresistible ante el espejo. De no ser por la cosa equina. Y por la cosa inmobiliaria. Y por los mil misterios que en la vida de un hombre rigen el tránsito de escasez a opulencia. Y otra vez Maquiavelo: cuídese el político, sobre todo, en materia de dinero; los hombres olvidan de buen grado el asesinato de su padre, pero lo otro…; lo otro es otra cosa, como su propio nombre indica.
El gafe de Iznogoud se multiplica en un laberinto de espejos. Y la cosa comienza a ponerse divertida.
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