lunes, 11 de abril de 2011

Y seguimos sin entrar en Bagdad...

César Vidal en La Razón

Son de esos días que no se te olvidan por mucho que pase el tiempo. Me tocaba tertulia televisiva y me dispuse a cumplir con mi deber como de costumbre. La mesa siempre estaba desequilibrada en favor de la progresía más desorejada, pero aquel día fue especialmente difícil. Una comisaria política, hija de un fascista confeso, pero que había destacado colocando los medios públicos de comunicación al servicio de las más groseras mentiras del felipismo comenzó a increparme porque no me había puesto una pegatina, al parecer, de obligada ostentación. Ya se sabe lo que son las inquisiciones.

O te sumas al rebaño balando o te queman vivo. Luego tuve que escuchar a un sujeto –que en su día cantó las loas de Escrivá de Balaguer, aún no canonizado, y que desde hacía años era un corifeo del PSOE– proferir demagógicas atrocidades como que el ejército norteamericano en Irak iba a asesinar a todos los periodistas para que no contaran lo que estaba sucediendo. El ambiente estaba tan caldeado que, cuando nos levantamos de la mesa y vi las caras de los que ocupaban el estudio, me percaté de que iba a ser casi un milagro llegar a la salida sin llevarme un golpe. También se dio cuenta de ello uno de los contertulios.

No solíamos estar nunca de acuerdo en nuestras opiniones, pero como éste seguramente no tenía un pasado azul ni negro que pintar de rojo subido debió considerar que ciertos excesos resultaban intolerables. Mientras yo intentaba alcanzar la puerta pegado a la pared –ya se sabe una de las reglas esenciales de la defensa personal– él, que estaba a mi derecha, se situó discretamente entre un servidor y los que me arrojaban miradas rezumantes de odiosa elocuencia. Llevó a cabo su labor protectora accionando como si quisiera taparme la cara con el movimiento de las manos y apretando el paso porque debió pensar que contábamos sólo con unos segundos antes de que alguien se me abalanzara. Salimos del estudio a la calle y lo más discretamente que pudo se volvió para ver si nos seguían.

No sé lo que vio exactamente, pero no debió ser muy tranquilizador porque ya no se despegó de mí hasta que, después de desmaquillarnos, nos recogió un taxi. Nunca estuvo aquel hombre tan locuaz y seguramente nunca alguien debió de agradecérselo tanto. Llegué a la radio con pésimo sabor de boca y me sorprendió el revuelo que sobrevolaba las mesas de la redacción. «¿Qué sucede?», pregunté a una de las redactoras. «Que ha terminado la guerra», me respondió con gesto confuso. Me precipité hacia uno de los monitores de televisión y contemplé a unos marines que, en Bagdad, intentaban derribar una estatua. Equivocadamente, experimenté una sensación de alivio.

Pensé que ahora todo volvería a su cauce. No fue así. Siguieron agitando hasta que unos terroristas atentaron en Madrid y entonces aprovecharon la sangre de doscientas víctimas para llevar a ZP a La Moncloa. Es curioso. Ya hemos rebasado el número de días que mediaron entre el inicio de la guerra de Irak y la entrada en Bagdad y Gadafi está tan pancho en Libia y ninguno de aquellos chequistas ha dicho esta boca es mía. Pero no me hago ilusiones. No es que se hayan humanizado. Simplemente es que ahora mandan ellos.

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