Hace ya muchos años que la izquierda —tal y como sostiene «monsieur» Finkielkraut con escarmentada contundencia— renunció a renovar el arsenal de las ideas y fabrica enemigos a guisa de argumentos. Enarbola espantajos, conjura sacamantecas, acoquina al votante con monstruos de cartón piedra. No hay propuestas, no hay discurso, no hay conceptos. Sólo odio a discreción y rencor a voleo. El adversario político es exhibido en la picota de los medios afectos tras endosarle el sambenito que mejor convenga. Cavernícola, facha, neocón, falsario, trapacero... Cualquier calificativo es útil si acentúa el tembleque.
Monopolizando el rédito de una legitimidad moral que nadie, en estos lares, se arriesga a poner en duda, o en cuarentena, al menos, sepulta al enemigo bajo un alud de estiércol. Los tópicos más burdos, los convencionalismos más venales, las más deshilachadas etiquetas, cobran vida de nuevo en los laboratorios de la ofensa. Los amnistiados de oficio —aquellos que, con la excusa de pretender cambiar el mundo, se han absuelto a sí mismos de sus experimentos criminales y sus rutinas carniceras— lanzan el anatema de rigor sobre los que interpretan el papel de acusados perpetuos. La derecha es culpable: no es preciso elaborar un alegato para dictar sentencia. O sea, lo de siempre, con la exactitud de siempre, con la desfachatez de siempre. Y la derecha, ahí le duele, acata el veredicto y se hunde —se sepulta— en el autismo insípido o la medrosidad silente. La única excepción al rigor de la regla es Esperanza Aguirre que sigue empecinada en ir por libre y en reivindicar la libertad como herramienta. No es raro, pues, que a los listillos de costumbre el odio se les suba a la cabeza cuando los «tontos de los cojones» que la avalan, en lugar de menguar, parece que proliferan.
Hoy por hoy, la presidenta madrileña es un personaje incómodo a diestra y a siniestra. Que sea por muchos años y ustedes que lo vean. Desgraciados aquellos que presumen de haberle caído en gracia a los de enfrente. Si es cierto que la fe mueve montañas, no es menos verdad que el conformismo (el conformismo y su progenie: el compadreo, el pactismo, la pachorra, la ausencia de redaños, la falta de reflejos) siempre termina moviéndole la silla a los que se columpian entre la fe y la indiferencia. En la política, que es un corral de cuernos, los votos son amores y los romances huelgan. Pretender suscitar pasiones ecuménicas, no sólo resulta estéril, es, además, grotesco.
A contrapelo de esa derecha-guay que Mariano Rajoy quiere poner en suerte, doña Esperanza Aguirre no se resigna a concederle al adversario ni un pequeño respiro, ni un palmo de terreno. Ella, al cabo, es consciente de que vencer a Zapatero —pese a que constituya un ejercicio de legítima defensa— no resuelve el problema. Lo importante es acabar con la impostura que, amén de sostenerlo, le da cuerda. Si existe una batalla decisiva, trascendental y urgente, es la que concierne a las ideas. ¿Qué fue del arsenal de los principios? ¿Y los valores, qué? ¿Demasiada hipoteca? El caso es que los buenos son muy buenos, los malos son malísimos y el menú no se altera: impotencia de entrante; de salida, bostezos. A comerse el marrón o bola negra.
«Nobody is perfect». Tampoco Esperanza Aguirre, por supuesto. Mas si los giliprogres la odian tanto, es que les ha tocado el nervio. Hay amores que matan y hay inquinas que sientan estupendamente.
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