Cosas de los perversos especuladores: como el muy progresista Gobierno de Zapatero había incurrido en 2009 en un déficit del 11% del PIB y no había perspectiva de que su preclara majestad tuviese intención de reducirlo por propia voluntad, nos obligaron a apretarnos el cinturón. ¿Cómo? Pues por la muy represiva vía de amenazarnos con no prestarnos el dinero que necesitábamos para mantener nuestros desbocados niveles de gasto.
Los habrá que, hipnotizados por el mantra socialista, hubieran preferido que no nos prestaran antes que ceder a las exigencias de los prestatarios y recortar el sacrosanto gasto social. Pobrecitos. El 11% del PIB equivale a más del 25% del gasto público anual. ¿Se imaginan qué habría sucedido en caso de que no hubiéramos seguido recibiendo dinero? Pues, por ejemplo, que a los funcionarios les habrían recortado el salario no en un 5%, sino en un 30 o un 40%; por no hablar de la interrupción de numerosos servicios que el Estado habría sido incapaz de seguir financiando...
Cosas de la opresiva dictadura de los mercados. Ya sabe: para la progresía, que unos señores decidan no seguir prestándonos su dinero es una intolerable coacción, y que los gobiernos nos saqueen es lo propio y solidario.
Sea como fuere, transcurridos doce meses del tijeretazo que posibilitó que hubiera ahorradores dispuestos a seguir prestándonos dinero, ¿cómo hemos aprovechado esa tregua que nos dieron? Pues muy mal: el déficit público sigue enquistado en el 9% del PIB –algo así como todo lo que recaudamos por IRPF e IVA en 2010–, y la reforma laboral de verdad –esa que necesita España, y no el camelo que nos vendió Corbacho con la colaboración de los sindicatos y su huelga de pacotilla– sigue durmiendo el sueño de los justos, motivo por el cual el paro ha aumentado en medio millón de personas.
Este año de gracia que nos han dado los mercados ha sido desaprovechado groseramente por el Gobierno. Puede que, atendiendo a la pasividad gubernamental, muchos no sean conscientes de la gravedad de la situación, pero lo cierto es que si algo hemos hecho en el último año ha sido empeorar. Así lo certifica, por ejemplo, el movimiento de nuestra prima de riesgo, que pese al recorte y a las promesas de rescate alemán sigue tan alta como hace doce meses.
España es como una familia de cuatro miembros. Hasta 2007, los padres sustentaban al hijo y al abuelo, y se habían ido endeudando con el banco para pegarse algún caprichito –como alargar inútilmente la escolarización del hijo, subir la asignación mensual al abuelo o remodelar por completo la vivienda– en una cantidad equivalente a un año entero de sus ingresos conjuntos. Pero hete aquí que uno de los cónyuges se quedó en el paro, por lo que, para mantener el mismo nivel de gasto, debieron endeudarse todavía más... y a tipos de interés crecientes. Para más inri, el poco dinero que la familia tenía ahorrado para amortizar sus deudas podría esfumarse –por lo menos, un 20 o un 30%– con una hipotética quiebra de su banco. A todo esto, el valor de la vivienda, con la que garantizan la deuda, se ha desmoronado en torno a un 50%.
Dicho de otro modo: nuestra familia no sólo tiene que restringir enormemente su nivel de gasto –pues ya antes de que le azotara el paro gastaba más de lo que ingresaba–, sino que el saldo real de sus deudas, tanto medidas en relación a sus ingresos anuales como en relación a sus activos, se ha duplicado.
Negro panorama, ¿no? Sin duda. Pero añadamos algún supuesto más a nuestro ejemplo, para acercarlo un poco más a la realidad española. Imaginen que es el padre el que conserva el empleo y que, por un lado, impide a su esposa trabajar –a menos que perciba un salario muy por encima de sus posibilidades– y, por otro, y agobiado por los acreedores, decide minorar sus gastos recortando la asignación que entrega a su mujer, a su padre y a su hijo, y que parte del ahorro que consigue así lo dilapida en alcohol, lupanares varios, automóviles eléctricos de lujo y vacaciones solidarias a dictarrepúblicas bananeras.
Pues en esas estamos. Ha pasado un año y seguimos con las mismas monsergas. La minicredibilidad que ganamos metiendo el tijeretazo a funcionarios y pensionistas –tijeretazo en gran medida imprescindible en aquella complicadísima situación– la hemos dilapidado por amagar y no dar en la reforma laboral, la austeridad presupuestaria y la reestructuración del sistema bancario. Pronto esos especuladores sitos en Zúrich volverán a ponerse nerviosos y a dejar de prestarnos su dinero. Entonces ¿qué diremos? ¿Que hay una conspiración planetaria contra un país con un 21% de paro, que sigue gastando mucho más de lo que ingresa y tiene su sistema bancario medio quebrado? Igual sí, oiga.
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