No entro en la sentencia. No soy jurista. Aunque tampoco tan analfabeto como para ignorar que un Tribunal Constitucional no es poder judicial. Sí, estructura de resolución de conflictos interpretativos en el texto de la Constitución. No se accede a él por la vía codificada de la carrera judicial, sino por la arbitraria decisión de los partidos que componen el Parlamento. No ser independiente está en la esencia de su origen. Ni son independientes los diputados respecto de los ciudadanos que los votan (y, dicho sea en honor escrupuloso de la verdad, de los jefes que los incluyeron en sus listas), ni lo es un miembro del Constitucional respecto del partido que impuso su nombramiento. Quien nombra, manda. Siempre.
No entro, digo, en su sentencia acerca de la constitucionalidad de otra sentencia: la del Supremo sobre Bildu. Con el Tribunal Supremo tiene el Constitucional un viejo conflicto. Tan viejo como la Constitución de 1978, una de cuyas no menores ambigüedades es la indefinida relación que el árbitro de la Constitución (eso es el Constitucional) mantiene con el vértice último —subrayo: último— del Poder Judicial, la instancia jurisdiccional más allá de la cual no hay recurso, sencillamente porque, de haberlo, dejaría de ser un Tribunal Supremo, y todo el artefacto jurídico quedaría flotando en el vacío; o, lo que es lo mismo, en la arbitrariedad de los otros dos poderes que, con el judicial, juegan esa sutil danza en la cual, «por la fuerza de las cosas, el poder limita al poder», en fórmula cristalina de Montesquieu.
En la mutua contraposición de esos tres poderes (materializados en Parlamento, Gobierno y Jueces) se crea el espacio neutro que permite existir al ciudadano. Sin tal neutralización de maquinarias de dominio, éste quedaría asfixiado. Y reducido a la condición misérrima de súbdito. ¿Cuál es el milagro que la neutralización de fuerzas estatales llamada democracia pone como blindada potestad del individuo? La interrogación, la pregunta. La potencia irrenunciable de objetar siempre, de no dar fe a nadie, de negarse a tratar al Estado como a una entidad teológica. Decir división de poderes, decir democracia, es sencillamente decir que nada —nada— del Estado es sagrado. No lo es ninguna de sus instituciones. Menos que ninguna, aquella de la cual pende la garantía constitucional.
Mucho más grave que la sentencia —previsible, al fin, como parte de la esgrima que Supremo y Constitucional cruzan desde que existen, y que se consumó, no hace tanto, en una asombrosa sentencia condenatoria del primero contra el segundo— es la enormidad lanzada ayer por el presidente del Supremo, al cual su formación jurídica no exime de atenerse a la más elemental de las convenciones democráticas: la primacía de la interrogación ciudadana sobre los dictados institucionales. «Cuestionar la independencia del Constitucional» —dijo ayer Sala— «es atentar contra lo más sagrado…». Atentar, dijo. Pero, en la voz de quien preside una institución que garantiza la libertad de todos y de cada uno, asimilar una «interrogación» (eso significa «cuestionar») a un «atentado» sacrílego, eso sí, pone —perdóneseme el uso de su inelegante fórmula— «la carne de gallina».
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