viernes, 14 de noviembre de 2008

"Noventa y nueve punto siete", por Maite Nolla

Hacía yo segundo de carrera cuando el Gobierno de Jordi Pujol le quiso meter el dedo en el ojo a La Cope cerrando unas cuantas emisoras en toda Cataluña. El brazo ejecutor de aquella operación fue el muy moderado –qué digo moderado, moderadísimo– Trias, que hoy vaga por el Ayuntamiento de Barcelona intentando empatar con el peor alcalde que jamás tendrá Barcelona –en dura competencia con Clos–, Jordi Hereu. Al igual que ahora, la intención era fastidiar y castigar a una empresa que no cree que el nacionalismo sea bueno para Cataluña y, lo que es peor, lo dice. Sin embargo, ni Pujol, generalmente cobarde disfrazado de pragmático, ni Trias, se atrevieron a desvelar los auténticos motivos de la cacicada, y alegaron que la COPE no había ganado el concurso porque no garantizaba la difusión del aranés. El beneficiado de aquello fue el convergente Justo Molinero, un hombre que después del catalán, sólo habla occitano-aranés, igual que Celestino Corbacho. Al final, de todas formas, La Cope acabó ganando el pleito en los juzgados.

Nadie se sorprende de lo que ha hecho el CAC; lo crearon para eso y es fiel reflejo de la política catalana, exportada por desgracia al resto de España. Siendo grave lo sucedido, también es verdad que, diez años después, estos tipos intentan ponerle puertas al campo; la radio digital –si llega algún día a nivel de usuario– e internet ponen de manifiesto lo absurdo y tercermundista de que todavía hoy las emisoras de radio dependan de las licencias administrativas y que esas licencias las den o las quiten los caciques nacionalistas, regionalistas o regionales. Aunque ganen esta batalla, lo único que hacen es enroscarse más la boina.

Iba a hacer un discursillo sobre el nacionalismo, pero debo decir algo sobre algunas declaraciones que he oído esta semana. La primera, sobre lo que ha dicho el director de La Razón. Efectivamente, la clave está en la postura del señor Lara en relación con el nacionalismo en Cataluña. A lo que yo añadiría que mientras el señor Lara estampaba su firma en el manifiesto de apoyo al nuevo Estatuto, Arcadi Espada hacía campaña contra el Estatut en un centro cívico de Manresa, rodeado de antidisturbios de los Mossos d’Esquadra y en presencia de una servidora.

Y la segunda, es la desorientación permanente del PP, que es capaz de decir y hacer una cosa en Madrid y otra en Barcelona, acercándose al modelo de federaciones nacionalistas del PSOE a velocidad de vértigo. Y me refiero a lo que han dicho la presidenta del partido en Cataluña y el diputado por Lérida; mientras Esperanza Aguirre suprimió el Consejo Audiovisual en la Comunidad de Madrid, el PP de Cataluña no está en contra del CAC, ni tampoco de mandar allí a nadie, sino que lo que les molesta es que su representante les deje mal ante sus votantes oyentes de La Cope.

Solidaridad con la COPE; en Lérida noventa y nueve punto siete.


Publicado en Libertad Digital

"Deserción parlamentaria", por Gabriel Albiac

La verdad del Parlamento español son sus escaños vacíos. Media docena de despistados asistentes que dormitan con descaro, un presidente de azabache pelambrera restaurada, algún bedel, supongo, porque a los bedeles no hay quien los autorice a quedarse en la cama, como todo el mundo aquí, sin perder el sueldo¿ Es lo que queda; es, no nos engañemos, lo que siempre hubo. Eso y la horrenda suntuosidad de dorado y madera noble que tanto place a esos nuevos ricos que deberían, se supone, poblar, de vez en cuando, sus asientos, y que ya ni se toman la molestia de fingir que creen que el sueldo percibido a costa de los impuestos del ciudadano pueda obligarlos a nada. La casta se sabe impune. Como la sabemos nosotros nula en lo intelectual, zafia en lo estético, en lo moral primordialmente mala. Se sabe impune y lo proclama. No está mal la lección. Y no, no es cierto, pese a quien pese y antracítica restauración capilar al margen, que importen más aquí los presentes que los ausentes. Son los asientos vacíos los que dicen la verdad de nuestra frágil democracia: el vaciado completo de función y contenido, que es la única herencia de treinta años invertidos en reducir a polvo todas las ilusiones de un país que se despierta ahora en esta doble ruina, material y anímica, que hizo ricos, inmensamente ricos, a sus poco recomendables dirigentes. No hay un solo ciudadano en su sano juicio que no lo sepa. Entre otras cosas, porque la exhibición ha sido siempre goce muy preciado por los nuevos ricos. Sin restregar sesenta veces por minuto sus soberbios privilegios sobre los morros de los ciudadanos, el político correría el riesgo de pararse a pensar, de saber que no es nadie, peor que nadie: el que opulentamente vive de la desdicha ajena. La lección. Sencilla. Desde su inicio mismo, esto en lo cual vivimos puede recibir muchos nombres. Ninguno menos propio que el de «democracia». Si es que por democracia aceptamos llamar a aquello que los clásicos definen como la división y autonomía contrapuesta de los tres poderes. Del judicial -que los partidos se reparten por fraternal cuota-, ni hablemos. Pero ¿es el Parlamento español algo que se acerque siquiera al poder independiente de legislar que le atribuyen los padres de la teoría política? Apenas si es hoy una máquina de votar automáticamente lo que la mínima oligarquía de jefes partidistas impone a sus asalariados. Al parlamentario de cualquier partido se le exige una sola virtud: ser fiel. A quien le pone el dinero en el bolsillo: aquel del cual depende que su nombre figure o no en las listas electorales. ¿Para qué perder el tiempo sesteando en los sillones de la Carrera de San Jerónimo, si todo ya lo han decidido Zapatero Rajoy y los tres amiguetes que mandan en el gran negocio nacionalista? No seré yo quien pida que salgan de sus tibias sábanas. ¿Para qué imponer a nadie una crueldad inútil? El Poder Legislativo lo constituye en España una sola persona: el Presidente del Gobierno. Más tres caudillos locales. Más un jefe de la oposición que calla y mira. Prefiero a los desertores. Incluso, para pagar su sueldo.

Publicado en La Razón

Los cachorros del nacionalismo

Editorial de Libertad Digital

Desde hace varias décadas, la atmósfera ideológica que se vive en Cataluña resulta insufrible para aquella parte de la población que no comulga con las ruedas de molino nacionalistas. Los partidos políticos, incluido el PP, parecen haber asumido la necesidad de exaltar la identidad colectiva como un corpus lingüístico, cultural e histórico diferenciado e incluso contrapuesto al del resto de los españoles.

El precio a pagar por esta construcción nacional no ha sido precisamente reducido. Al exilio de decenas de miles de ciudadanos, profesionales y empresarios se ha sumado el acoso social e institucional hacia las asociaciones cívicas que osan desafiar los planteamientos de la casta política mayoritaria.

Ha sido necesario llevar a cabo toda una campaña propagandística y adoctrinadora en tantos frentes como ha sido posible: los medios de comunicación, las administraciones, la vida interna de las empresas y, por supuesto, la educación. Con el nacionalismo al poder, pero especialmente desde la Ley de Política Lingüística de 1998, estudiar en español se ha ido convirtiendo progresivamente en un imposible. Los derechos de los padres para educar a sus hijos en sus valores, en sus ideas y, desde luego, en su lengua, se han violado sistemáticamente como condición sine qua non de la nueva Catalunya.

La consecuencia obvia de esta continuada inyección de odio no ha podido ser otra que el nacimiento en los contornos del "nacionalismo oficial" de una generación de jóvenes aun más radicales que no dudan en utilizar la violencia para reprimir cualquier manifestación de españolidad.

Afortunadamente, no todos los catalanes se resignan a que el avanzado (y en buena medida irreversible) entramado de dominación política pergeñado por el nacionalismo termine de consolidarse. Hace poco más de un mes, el 28 de septiembre, miles de personas se manifestaron en Barcelona a favor de la libertad lingüística y de la convivencia pacífica y armoniosa de los españoles. La exitosa convocatoria corrió a cargo de Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía, la formación política que, pese a su corta vida, con mayor contundencia está defendiendo los derechos de todos los catalanes.

Ayer, Ciudadanos volvió a rebelarse contra otro de los instrumentos de control del nacionalismo: la uniformización lingüística e ideológica de la educación. La nueva ley educativa que prepara el tripartito no sólo conserva sino que empeora algunos de los aspectos más liberticidas del sistema de enseñanza pujolista, en la medida en que se reducen, aun más, las posibilidades para escuchar en algún momento el castellano dentro de las aulas.

Varios grupos izquierdistas se unieron también a la manifestación, pero no para protestar contra la imposición lingüística, sino contra una supuesta e inexistente voluntad privatizadora de las escuelas públicas por parte del socialismo catalán (ya se sabe que para la izquierda más extrema cualquier medida que no multiplique el gasto público y prohíba los centros privados equivale a una subrepticia voluntad de acabar con todos los privilegios funcionariales y a cortar el chorro de financiación a costa del contribuyente).

El resultado era inevitable: para estos cachorros del odio nacionalista, la simple presencia pública de declarados críticos del proceso de construcción nacional constituye una afrenta que debe ser aplacada por cualquier medio, violencia incluida. Los golpes e insultos hacia Ciudadanos se sucedieron ante la pasividad de una policía regional (convertida en guardia personal del Gobierno) en algo que, por mucho que resulte habitual en la Cataluña nacionalista, no deja de constituir un acto vergonzoso que debería mover a la reflexión ciudadana y política.

La degeneración a la que se ha llegado tendría que constituir una luz de alarma para que el PP se replanteara su estrategia del avestruz (especialmente cuando él mismo fue objeto de agresiones pasadas) y el resto de individuos que no mamen económica o ideológicamente del nacionalismo emprendan su particular oposición al régimen.

Aunque, por desgracia, no parece que nada vaya a cambiar. La mayoría de la población está tan acostumbrada a que sus libertades sean pisoteadas, que lo más conservador y cómodo será hacer como si nada hubiera pasado. Esperemos que Ciudadanos, pese a las amenazas y las coacciones, continúe ejerciendo su imprescindible papel de refugio último de la dignidad catalana.