lunes, 6 de junio de 2011

Crisis de conciencia

Juan Manuel de Prada en ABC

Para el pensamiento moderno, «conciencia» es sinónimo de autonomía absoluta de la voluntad individual; recluida en la dimensión subjetiva del individuo (donde el pensamiento moderno relega la religión y la moral), la conciencia queda aislada de la realidad objetiva y se convierte en un elemento extraño a la vida pública. Por el contrario, para Benedicto XVI, como para el Beato Newman, la conciencia es la voz divina que habla en nosotros, la capacidad humana para reconocer la verdad en ámbitos decisivos de la existencia; y esta capacidad impone al hombre el deber de encaminarse hacia la verdad, de buscarla y someterse a ella allí donde la encuentre.

(...)

Suele afirmarse (con fatigosa propensión al lugar común) que detrás de la crisis económica, política y social que corroe Occidente subyace una «crisis de valores». Pero si la conciencia —como pretende el pensamiento moderno— es tan sólo un reenvío a mí mismo, a mi autonomía individual, es inevitable que haya tantos «valores» como individuos; por lo que más correcto sería afirmar que detrás de la crisis subyace una plétora de valores, producto de una conciencia degradada que ha renunciado a escuchar la verdad y el bien, para adherirse a aquello que subjetivamente le conviene o beneficia.

Hotel Chelsea

Gabriel Albiac en ABC

Ella hizo una excepción con él. Eso dijo, o eso dice él que dijo. Era el final de los sesenta, y a la chica que llamó por error a la habitación de Cohen sólo le interesaban los tipos jóvenes y guapos. Él no estaba marcado por ninguno de esos dos estigmas. Pero hizo una excepción. Ella. Cerró la puerta. Abajo, la limusina hubo de aguardar, resignada, un par de horas: las cosas de la jefa, ya se sabe… Nada más común en aquel Nueva York de un tiempo demasiado dorado para ser de veras: rock and roll, dinero y sexo. Por igual fáciles. Lo demás no existía. O casi. Para aquel viejo de casi cuarenta y para la irreal criatura de veintipocos, en la habitación sombría del dicen que bohemio Hotel Chelsea.

Él contará —él cantará— más tarde cómo aquella pelirroja, arrogante y desgarbada, con algo muy tangible de ángel caído, repetía igual que un zombi su obsesiva cantilena: «… te necesito, no te necesito…» Y que todos, todos sin excepción, le bailaban el agua en torno. No era guapa. Y, quizá porque eso la torturó antes de que a los dieciocho se convirtiera en un efímera deidad camino del sacrificio, Janis coleccionaba guapos chicos efímeros, como otros de su generación coleccionaban Fenders Stratocaster: su «corazón era una leyenda», dirá él, el hombre vestido de negro cuya habitación había confundido ella con la de Kris Kristoferson en el Hotel Chelsea. No era de los del tipo que prefería aquella criatura cuya voz atronadora acababa de llevarse por delante a los bucólicos del Festival de Monterrey, exhibiendo, tras sus californianas flores, el abismo. Dicta un arreglo al hombre viejo —tener casi cuarenta era en aquellos años ya ser un anciano— que se ofrece para hacer de Kris Kristoferson: «Mira, ni tú ni yo somos guapos. Pero tenemos la música». Jodida música, que iba a matarlos a casi todos. No al hombre viejo. Tal vez él llevaba demasiado tiempo muerto: eso parecían decir todas sus canciones, eso iban a seguir diciendo luego.

Lo premiaron la semana pasada. Con un convencional «Premio Príncipe de Asturias». Bien está. Aunque, ¿puede premiarse a un hombre que siempre supimos tan lejano a este mundo, a cualquier mundo, siempre, desde el día mismo en el cual por primera vez nos estremecieron sus inaugurales Canciones desde una habitación? Todos fuimos, en algún momento, Janis Joplin. Lo mismo que a ella, nos sedujo a todos la medida distancia que Leonard Cohen mantenía con todo. La que mantiene. Ese, más que inhumano demasiado humano, estar ausente allá donde su voz deletrea emociones en el filo de lo insostenible. Hotel Chelsea: «Te fuiste». Ni una sílaba sobre la tragedia que vendría: el último, majestuoso, disco de la extraviada muchacha de Texas, Pearl, que quedó inacabado; la muerte en el roce amigo de una aguja; también en eso la sombra de Billie Holiday pareció empecinada en perseguirla; pero Janis Joplin tenía sólo 27 años.

Y, decenios más tarde, el judío canadiense, igual de viejo y cansado que toda la vida, susurra, intemporal, su evocación de aquel cuarto bohemio en un Hotel que ya no existe. Con el grave, sucinto, recitado que se arrastra hacia el silencio en el cual debe extinguirse la tragedia: «Eso es todo: tampoco es que piense demasiado en ti.»

Cajas y banca pública

Carlos Rodríguez Braun en Libertad Digital

Don José Antonio García Regueiro, consejero general de Caja Madrid y ex letrado del Tribunal Constitucional, afirma en Público que las cajas de ahorro son pura bondad reforzadora del Estado del Bienestar y por eso "la aristocracia financiera especuladora que se esconde tras el nombre de neoliberalismo quiere ahora su desaparición. Es la aristocracia que tiende a nivel nacional e internacional a imponer las normas, a controlar los poderes públicos y a manipular a la opinión pública mediante el control de la mayoría de los medios de comunicación". Tras alegar que hemos vivido sometidos a "políticas ultraliberales", y acusar de tal desviación a un veterano socialista como Miguel Ángel Fernández Ordóñez, concluye don José Antonio oponiéndose a la privatización de las cajas, porque relegaría su "obra social y humana": lo correcto es "recuperar la banca pública (....) defender los derechos de los trabajadores, de los ciudadanos, recuperar el sentido de lo social, de lo público, dejar de ser observadores pasivos del desmantelamiento del Estado del bienestar, es decir del Estado de derecho".

Primero, el compadreo entre banqueros y autoridades se debe exclusivamente a la política y la legislación, que han montado un sistema que no puede funcionar y no funciona sin un alto grado de intervención. En la banca y en las cajas no hay nada de liberalismo, neoliberalismo, ultraliberalismo o cualquier apelativo por el que don José Antonio quiera aludir a la libertad: está todo intervenido empezando por lo más importante, la capacidad de crear dinero. Pero cuando el estalla el sistema intervenido, arrecian las críticas a... ¡la libertad!

La aristocracia bancaria, por tanto, no domina a la aristocracia política: ambas se necesitan mutuamente y ambas dominan al pueblo y le obligan a pagar sus desaguisados. Es absurdo, como hace el señor García Regueiro, presentar a los políticos como si no tuvieran precisamente lo que tienen: el poder. Y ese poder lo utilizan precisamente para aquello que don José Antonio dice que no hacen: imponer normas, obligar, multar, recaudar, prohibir, vigilar, regular y manipular a la opinión pública.

Segundo, lo que dice de las cajas de ahorro es realmente extraño. No encaja ese retrato benéfico con el despilfarro, la corrupción y el amiguismo que ha caracterizado a muchas de ellas. Tampoco tiene sentido pedir una banca pública: lo más parecido a esa banca pública son las cajas de ahorro, ¿pedirá don José Antonio aún más politización de la que ya existe?

Tercero, la identificación del Estado de derecho con el Estado del bienestar, es decir, de la libertad con la coacción, o de lo social con lo público, es decir, de la sociedad con la política, es inquietante en un letrado del TC, nada menos. El escalofrío que provoca dicha identificación, asimismo, resulta agravado por el amargo sarcasmo de pretender que el intervencionismo es lo que defiende los derechos de los trabajadores, un intervencionismo que ha dejado a cinco millones de ellos sin empleo, y ha subido los impuestos sobre los parados y sobre todos los demás.

Un dictador, claro está

José Carlos Rodríguez en Libertad Digital

Público ha suscitado una agria polémica por la entrada dedicada al general Franco en el Diccionario Biográfico Español. Primero dijo, para suscitar la indignación de sus ya cabreados lectores, que el DBE dijo de Franco que era "general, valeroso y católico". No está claro qué fibra puede herir definir a Francisco Franco como general, pues alcanzó, y muy tempranamente, ese escalafón militar. Debe de ser de los apelativos más neutros y verdaderos que se le puedan asignar al personaje. Que era "valeroso" no cabe duda para quien conozca más que someramente su vida. Es un calificativo que no se lo hurta ni Paul Preston ni Andrée Bachoud, por poner dos ejemplos de autores poco simpáticos con Franco. Y, en fin, está por aparecer el primer tonto que diga que Franco no era católico. Una palabra que, sumida en un titular de Público, choca ver colocada como un elogio, aunque se lo atribuya a la Real Academia de la Historia.

Luego Público optó por destacar que el artículo decía que el régimen de Franco era "autoritario, no totalitario". ¡Qué ganas con hacer que el régimen de Franco se acerque a otros regímenes, largamente adorados por la izquierda patria y que sí eran, y son, totalitarios! No lo era porque en España no ocurrió como en Italia o Alemania, donde el partido copó el Estado, sino que el Estado redujo los partidos a uno y lo sometió a sus intereses. Y, sobre todo, porque no se fijó el objetivo de someter toda la sociedad para alcanzar un modelo preciso de sociedad. No es que Franco no tuviese una idea, aunque general, de cómo debía ser una sociedad buena. Pero permitió una autonomía a la sociedad que, en algunos aspectos, echamos de menos. Totalitaria es la Ley Pajín de la igualdad. El régimen de Franco, en contra de los deseos de no pocos de sus partidarios, sólo fue autoritario, aunque no poco.

La polémica se ha llevado, también, a la ausencia de la palabra "dictador". Su autor, Luis Suárez, ha considerado más precisos los términos "Jefe del Estado" y "Generalísimo". Bien está. Suárez, amén de ser uno de los mejores medievalistas vivos del mundo, es también el primer, o uno de los primeros autores, en Franco y su época. El sincero, desenvuelto y fácil desprecio que han mostrado muchos por un historiador de su talla no podía ser más comprensible. Desprecian la historia ¡no iban a hacer lo mismo con sus mejores obreros! Pero Franco era, además de lo apuntado por Luis Suárez, un dictador. Es algo tan obvio que hurtar la palabra en el breve artículo del DBE tampoco va a desvirtuar el retrato que ha hecho del de Ferrol. Pues, ¿no se trataba de escribir un retrato veraz y suficiente del personaje? Con todo, en este propósito parece haber fallado Suárez, por no hacer mención de la represión, un elemento sin el que su régimen no puede entenderse plenamente. Pero quien quiera saber más de él, que acuda a las mejores de entre las muchas biografías que ya tiene. Claro, que esa es materia para los interesados en la historia, no en el uso político de la "memoria".

La importancia de llamarse Alfredo

José García Domínguez en Libertad Digital

Alfredo, quiere que le digan Alfredo. En la última página de su magna Teoría General, sostenía Keynes que los hombres prácticos, esos sensatos burgueses que tanto desprecian a los intelectuales y se creen libres de toda influencia externa en sus ideas, suelen ser esclavos de un economista muerto. Aunque, como el propio Keynes, también eso comienza a ser historia. Y es que, ahora, acaso porque nada hay que no sea definitivamente empeorable, los gobernantes han devenido reos de un amo mucho más plebeyo: el asesor de imagen. En general, algún politoxicómano ágrafo extraído de los bajos fondos del mundo de la publicidad. Que no otro ha de ser quien le haya ordenado: "Tú serás Alfredo, y sobre esa piedra edificarás mi estrategia de proximidad emocional con el consumidor".

Por lo demás, igual que los castillos se construyeron para defender al individuo frente al Estado, los apellidos fueron creados con el afán de dignificar a los Alfredos que en el mundo han sido. Gracias a acceder un nombre doble –triple en España por mor de la pureza de sangre–, el siervo de la gleba se acercaba al noble, que disponía de una ristra completa, amén del escudo de armas. Justo lo contrario de cuanto el vulgo contemporáneo más desea: retornar al igualitarismo primigenio de la tribu. De ahí que los estadistas insistan en hacerse pasar por Tony o Jimmy al modo de cualquier gañancete. Como de ahí los incrementos de popularidad que experimentan si se revelan incapaces de manejar los rudimentos de la sintaxis.

Desengañémonos, es lo que demandan las democracias dizque maduras: un Jimmy o un Tony –o un José Luis–, tipos vulgares con cierto aire juvenil y una expresión que no recuerde precisamente a Sócrates. En el fondo, no solo se ansía borrar el menor rastro de grandeza o misterio en el Leviatán, también se aspira a desposeerlo de la más elemental dignidad. Tiempo de eunucos el que nos ha tocado vivir. A fin de cuentas, lo que Ortega creyó rasgo exclusivo de la miseria moral hispana, el resentimiento de la masa, constituye epidemia universal: nadie que levante alguna sospecha de inteligencia superior es tolerado ya. Por eso, Carme podía y Rubalcaba, por muy Alfredo que lo pinten, no.

El emperador en pelota

César Vidal en La Razón

Uno de los grandes dramas de la izquierda en España es que, fundamentalmente, resulta una encarnación del cuento conocido como el traje nuevo del emperador. A diferencia del socialismo de Tony Blair, que supo adaptarse a los tiempos permitiendo pensar que quizá la socialdemocracia sobreviva al 2025, en España el PSOE y el PCE llevan décadas dejando de manifiesto no sólo que carecen de soluciones para abordar los problemas contemporáneos sino que además cuentan con una carga intelectual ínfima, rancia y casposa. Ningún historiador medianamente serio cree, por citar sólo algún ejemplo, que el PSOE fuera demócrata en los años treinta, ni que el Frente Popular defendiera la democracia ni que las Brigadas Internacionales eran espontáneos combatientes por la libertad llegados a España. Por el contrario, es indiscutible que en 1934, el PSOE se levantó en armas contra el Gobierno de la República; que el Frente Popular pulverizó la legalidad con auténtica fruición y que las BI eran un ejército de la Komintern impulsado y creado por el mismísimo Stalin. En los últimos años, gracias a ZP y sus secuaces, no sólo se han negado esas realidades sino que además se ha emprendido una cruzada para salvar la imagen histórica de personajes como Negrín o Largo Caballero, denostados por sus propios compañeros del PSOE como sabe cualquiera que conozca las fuentes históricas. Por si fuera poco, se ha pretendido implantar desde el Gobierno una interpretación de los hechos que choca con la verdad histórica e incluso recurrir a la censura y al proceso penal, de los que no estén dispuestos a comulgar con ruedas de molino. Entre el miedo a los poderosos, el deseo de trepar en la administración, el ansia por enseñar en la universidad –aunque en España ni una sola se encuentre entre las doscientas primeras del mundo– la voluntad firme y resuelta de no quererse buscar líos y la alegría que debe dar cobrar subvenciones de la Memoria Histórica, pocos, muy pocos, se han atrevido a enfrentarse con esa situación. Y entonces la Real Academia de la Historia decide publicar su Diccionario Biográfico. En términos generales, la obra es sólida y documentada y, precisamente, ese carácter riguroso ha dejado de manifiesto que filfas como la mal llamada Memoria Histórica o determinadas versiones de la Historia contemporánea impulsadas incluso desde medios que pagamos entre todos no son un buen traje sino un claro exponente de que el emperador está desnudo. Titiricejas, autores oficiales, catedráticos de medio pelo que en Estados Unidos no llegarían ni a bedeles, subvencionados varios, medios de «agit prop» y ministras de cuota al unísono han puesto el grito en el cielo porque la impostura que han protagonizado durante años ha quedado más al descubierto que nunca. Incluso algunos han amenazado con querellarse contra la Academia de la Historia lo que, dicho sea de paso, constituye una muestra de moderación dado que sus camaradas de otros lugares y épocas recurrían al Gulag, la checa y el paredón para ocuparse de los que no se doblegaban ante la doctrina oficial. Sinceramente, yo comprendo tanta cólera. Debe de ser muy duro llevar años tratando de imponer la verdad oficial para que unos académicos que sólo se dedican a la Historia dejan de manifiesto que no llevas un traje de lujo sino que vas más en pelota que el emperador del cuento.

Oportunidad

José María Marco en La Razón

La autodesignación de Alfredo Pérez Rubalcaba para candidato del PSOE a la Presidencia del Gobierno indicó algo que se ha ido confirmando en estos primeros momentos de precampaña. Y es que el PSOE va a volver a centrar su campaña en el miedo a la derecha, una palabra que, en el imaginario socialista debe suscitar automáticamente, como un movimiento reflejo, imágenes de la dictadura de Franco… Para evitar la mayoría absoluta del Partido Popular, Rubalcaba y el PSOE no cuentan con un programa consistente ni con un proyecto de futuro para España. Cuentan con revivir una vez más un imaginario apocalíptico que se han esforzado en transmitir a la sociedad española.

El caso del pintor inexistente

Curioso e inquietante caso el que narra Rafael Argullol en El País:

Los pasados 10 y 11 de mayo, y como Subasta de Primavera, una de las principales firmas de Madrid dedicadas al mercado del arte, sacó a subasta el cuadro de un extraño pintor. La obra, cuyo número de lote era el 783, se llamaba El estudio del pintor y era un óleo sobre tablex cuyas medidas eran 45 por 37 centímetros. Estaba firmada al dorso y fechada en 1986. Hasta aquí nada especialmente reseñable, una pieza más de las cientos que se subastan cada año. Lo único insólito era que el autor del cuadro respondía al nombre de Rafael Argullol, es decir, mientras no se demuestre lo contrario, yo mismo, sospecha que aumentaba al comprobar que los datos biográficos eran exactamente idénticos a los míos. Por desgracia, en mi vida he sido incapaz de pintar un cuadro.

La curiosa historia había empezado el 8 de mayo cuando, estando en Bogotá, recibí un SMS de una amiga holandesa, marchante de arte, a la que hacía años que no veía. Me informaba, con cierta irónica malicia, que un cuadro mío había salido a la venta en una casa de subastas de Madrid. Como me ofrecía todos los datos necesarios, al volver de Colombia busqué en Internet la misma fuente a la que había accedido mi amiga, con la certeza de que esta se había equivocado. Pero no, todas sus informaciones salían reflejadas en la pantalla: los días de la subasta, el número de lote, las medidas de la obra... Junto con la casa de subastas aparecía la autoridad de un art magazine -de nombre paradisiaco- que, según deduje, tenía un amplio alcance internacional. En la pantalla quedaba claro que Rafael Argullol era un pintor consolidado y con cierta reputación pues brotaban cosas como "próximas subastas de obras de Argullol", "noticias de actualidad sobre Argullol" e incluso un emocionante titular que contemplé con legítimo orgullo: "obras de Pablo Picasso y Rafael Argullol". De repente, de la noche a la mañana, me había convertido en un prestigioso pintor, o más bien, como se insistía en la pantalla, con sutil italianización, pittore.

Y entonces brotó también la imagen. Me preocupaba, la verdad, el cuadro que yo, como pittore, había pintado en aquel ya lejano 1986. ¿Sería un monigote cualquiera?, ¿sería, si no una obra maestra, sí al menos algo presentable, algo que pudiera enseñar sin rubor a mis amigos? Como me temía lo peor, cuando tuve mi cuadro ante los ojos sentí un cierto alivio. No era desde luego una obra maestra, pero tampoco era uno de aquellos espantapájaros que en los años ochenta se fabricaban por miles. Estudié cuidadosa-mente la obra que yo, en un rapto inconsciente, había pintado hacía un cuarto de siglo y, de pronto, encontré una explicación al hecho de que se me presentara como pittore.

Me di cuenta de que no solo me había transformado milagrosamente en pintor sino que, en realidad, era un pintor italiano, más bien de la primera mitad de la pasada centuria. Cuanto más obsesivamente examinaba el cuadro -mi cuadro- más me convencía de que allí se delataban claras influencias transalpinas. A veces veía la mano de Giorgio Morandi; a veces, la de Umberto Boccioni e, incluso, no sería descartable el influjo del propio De Chirico. Decididamente, El estudio del pintor, aunque fuera mi único cuadro, era una obra importante, una pintura compleja en la que resonaban, algo tardíamente, eso sí, los ecos de grandes maestros. En aquellos días de 1986 yo me debí convertir, seguramente, en un medium de aquellos sobresalientes artistas y en estado de conmoción, o de éxtasis, ejecuté, sin apercibirme racionalmente, este cuadro que, también sin mi conocimiento, había salido a subasta en Madrid.

De hecho todo encajaba. ¿No era acaso el tema del "taller del pintor" uno de mis temas favoritos en la historia de la pintura? Vermeer, Velázquez, Courbet, el propio Picasso, al que tan inesperadamente ahora acompañaba en un catálogo. No era de extrañar, pues, que en el momento de ser empujado por las oscuras fuerzas de la inspiración a acometer la única pintura de mi vida hubiera escogido aquel asunto, y El estudio del pintor se erigiera, así, en un manifiesto de mis propios deseos. De otra parte, no pudiendo negar que cada uno de nosotros aspira a lo que no tiene, o a lo que la naturaleza le ha vedado, hay una lógica implacable en el hecho de que el pintor quiera ser músico, el músico se deleite con la idea de ser escritor, y el escritor sueñe con ser pintor. Mi sueño se había cumplido gracias a que una vieja amiga holandesa me había informado de una subasta en la que se ponía a la venta un cuadro mío. Soy el autor del -para mí- ya famoso El estudio del pintor.

Sin embargo, como no soy el autor de ningún cuadro, ni siquiera de este, y como sé con toda seguridad que no estoy dotado para la pintura, aunque sea bajo un estado extático, el sueño también puede derivar fácilmente hacia la desagradable pesadilla. Si es tan fácil usurpar la identidad de alguien, crearle un oficio, y hasta atribuirle una obra determinada que nunca realizó, resulta asimismo muy sencillo atribuirle la vida que no tuvo y juzgarlo por actos que jamás cometió. Evidentemente las falsificaciones en el mundo del arte siempre han sido moneda corriente, al igual que los plagios en literatura. Pero el caso de El estudio del pintor es bastante singular y se incrusta, no tanto en la larga tradición del falso artístico, sino en nuestra tendencia contemporánea a crear existencias falsas, a partir del acoplamiento de distintos fragmentos suministrados por las casi infinitas redes de información a las que cualquiera tiene acceso.

Como me cuesta creer que alguien haya inventado mi condición de pittore de manera preconcebida, dada la nula rentabilidad comercial de dicha operación, quiero pensar que todo es el fruto de un monstruoso equívoco: monstruoso en el sentido estricto que esta palabra podía tener para aquellos maravillosos taxidermistas de Macao y Singapur que, en la segunda mitad del XIX, construían nuevas especies a partir de animales distintos para satisfacer la furia darwiniana de los museos occidentales. El resultado era una criatura falsa forjada a partir de piezas verdaderas. A El estudio del pintor, mi pobre cuadro, le ha pasado lo mismo. Alguien lo ha arrebatado a su autor material -sea quien sea este- y, tras cambiar mi oficio, me lo ha adjudicado a mí. Todo es falso y todo es verdadero al mismo tiempo: como lo eran los centauros y las quimeras. En un horizonte repleto de plagiarios impunes, naturalmente escudados en el anonimato del denominado "mundo virtual", ¿tienen relevancia la torpeza de un art magazine o el descuido de una prestigiosa casa de subastas? ¿Son realmente torpeza o descuido?

Mientras respondo a este interrogante me muevo en un dilema: ¿debo, de acuerdo con la pesadilla, arremeter contra la impunidad de los autores del desaguisado o, por el contrario, rendido al dulce sueño de haber conquistado de golpe el título de pittore, debo considerarme el artífice de un cuadro que, para ser el primero, no es nada despreciable y me anuncia una prometedora carrera?