lunes, 4 de abril de 2011

¿Rehúso debido?

Emilio Campmany en Libertad Digital

Huele a pacto de alternancia. ¿Por qué Aznar, que incumplió promesas como las de entregar los papeles del Cesid o reformar la Justicia, se atuvo estrictamente a la que hizo de ser presidente sólo ocho años? ¿Por qué ahora Zapatero va hacer exactamente lo mismo? ¿Por qué a ninguno de los dos se le ha ocurrido entregar la presidencia al candidato de su partido unos meses antes de las elecciones y mejorar así las probabilidades de éxito? ¿Por qué Rajoy está tan seguro de que en 2012 será presidente? Tanto lo está que, a pesar de la relevancia del anuncio que Zapatero hizo el sábado, esta es la hora en la que escribo que no ha dicho ni mu a la prensa. Aquí hay gato encerrado.

Zapatero y Rajoy, inseparables hasta 2012

Editorial de Libertad Digital

Mas ni Zapatero ni Rajoy tienen la más mínima intención de servir a su patria. El primero porque difícilmente puede servir a un concepto discutido y discutible; el segundo porque ha optado por esperar a que la fruta se vaya pudriendo y caiga, aun cuando con su caída arrastre a todos los españoles. Los dos están sedientos de poder hasta el punto de olvidar por completo que la legitimidad de origen de ese poder procede de encontrarse subyugado a los intereses de todos los españoles, no a los suyos particulares.

Tras la espantá

José García Domínguez en Libertad Digital

Tras la espantá del Curro Romero de la socialdemocracia flácida, ese espectro feminista que arrastra su pesar por los pasillos de La Moncloa, está por ver que se haya abierto el proceso sucesorio. El genuino quiero decir, asunto bien distinto del macguffin de circunstancias que, según parece, se aprestan a escenificar la niña de Felipe y el señor de González. Y es que en la cúspide de una iglesia de estricta obediencia leninista, cual siempre ha sido el PSOE, solo cabe una cabeza –aun de chorlito–, jamás dos.

Iznogoud por triplicado

Gabriel Albiac en ABC

Los admiradores de René Goscinny, entre los cuales me encuentro, saben que su obra maestra no es la serie del encantador miniguerrero Astérix. Lo es la que se articula alrededor del Visir, de maldad siempre frustrada, Iznogoud: ese que repite encabritado su empeño por ser «Califa en lugar del Califa». Verlo estrellarse, una vez detrás de otra, pone en el lector la risa avinagrada que trasluce lo demasiado humano.

Chacón es un Zapatero que habla catalán: quienes juzgaban imposible dar con alguien del nivel intelectual y moral del Presidente, no tienen más que dirigir los ojos a ella. Rubalcaba, un viejo zorro herido, con serias oportunidades de que el Faisán lo lleve allá adonde llevara el GAL a su colega Barrionuevo, a poco que los jueces se le pongan bordes. ¿Bono? A juzgar por lo florido de su oratoria, está que pega brincos de contento: mala cosa para un político, poner tan al descubierto sus cartas y tan antes de tiempo. A decir verdad, el espectáculo, entre los aspirantes a ser Zapatero en el lugar de Zapatero, augura tiempos mayormente sombríos para el PSOE. Y para los aspirantes, sobre todo.

Iznogoud Chacón, no lo ocultaré, es de todo el enjambre de Iznogouds que van a merendarse el ya putrefacto cadáver del Califa, quien a mí me genera más ternura. Por la continuidad, sobre todo. Las cosas que le hemos oído decir a Zapatero sólo son comparables a aquellas que salieron de la de quien largó lo de «yo soy la niña de González» (Felipe), o eso otro de que además era no sé quién que acababa de «cagarse en la puta España». La mar de astuto por parte de alguien con pretensiones de presidir a la defecada, por supuesto.

Iznogoud Rubalcaba lo tiene todo en contra. Porque todo parece tenerlo a favor. Lo cual, en política, es el modo más seguro de que te aticen hasta en el carné de identidad. Desde que al Jefe le dio la depre en diciembre, aquí el único que ha gobernado es el señor de la faisanería. Tanto lo ha hecho y tan feliz, que no queda ya un solo poderoso en su partido que no afile navaja para cortarle el pescuezo a la que se descuide. Lévi Strauss narra el hábito de los sabios pobladores de cierta tribu amazónica que, cuando ven nacer al anhelado hijo varón, salen a la plaza pública gritando y sollozando: «¡Ah, Dios mío, pero qué feo que es, pero qué raquítico…! ¡Cómo ha podido caer sobre mí una desdicha tan grande!». Ritualizada manera de eludir la envidia de vecinos y dioses. Y Maquiavelo aconsejó siempre al político hablar poco y actuar deprisa. Pero estos no son políticos; son comensales de la sopa boba.

Y queda, de momento, Iznogoud Bono. Que anda aún más contento de lo ya en él habitual por haberse conocido. Y que puede que tenga razón en lo de verse cada día más irresistible ante el espejo. De no ser por la cosa equina. Y por la cosa inmobiliaria. Y por los mil misterios que en la vida de un hombre rigen el tránsito de escasez a opulencia. Y otra vez Maquiavelo: cuídese el político, sobre todo, en materia de dinero; los hombres olvidan de buen grado el asesinato de su padre, pero lo otro…; lo otro es otra cosa, como su propio nombre indica.

El gafe de Iznogoud se multiplica en un laberinto de espejos. Y la cosa comienza a ponerse divertida.

El legado de Zapatero

Juan Manuel de Prada en ABC

Si hay un rasgo psicológico que distingue a Zapatero es su resentimiento; un resentimiento melifluo, sibilino, casi amable, como envuelto en gasas y tules, pero acérrimo como una úlcera gástrica y negro como el betún. Y si hay una nota distintiva que resuma su legado político es la proyección de ese resentimiento sobre la sociedad española, que deja convertida en un campo de Agramante, enviscada en sus propios odios. Para ser enteramente justos, no podemos ignorar que el resentimiento es una enfermedad atávica íntimamente vinculada a las esencias hispánicas; la aportación sustantiva de Zapatero ha consistido en actuar a modo de catalizador de ese resentimiento, en promoverlo, jalearlo y azuzarlo con sórdidos intereses políticos. En su exacerbación sistemática, insomne, fríamente calculada del resentimiento, Zapatero no ha descuidado ninguna parcela de la vida social: en la institución familiar y en las relaciones entre hombres y mujeres ha introducido el veneno de la ideología de género, en la escuela ha fomentado la corrupción y el igualitarismo, en la frágil convivencia nacional ha introducido la cizaña de la llamada «memoria histórica». Ha agravado los conflictos entre regiones, agudizando la conciencia de agravio y espoleando los «hechos diferenciales»; ha agitado el fantasma del odio religioso; y, cuando la crisis económica estalló, mientras se dedicaba a fabricar pobres a porrillo, dirigió la ira y el descontento populares hacia la brumosa categoría de los «ricos»... mientras él se dedicaba a atender las solicitudes de la plutocracia.

Toda esta operación sistemática de extensión del resentimiento se ha desenvuelto bajo la coartada eficacísima de la «igualdad» y la «extensión de derechos». Y es que nada satisface y halaga más al resentimiento que disminuir, achatar y ensuciar aquello que no puede alcanzar. El resentido primero odia las virtudes que no alcanza; después las desprecia y se burla de ellas; más tarde, las invierte; y, por último, acaba por adueñarse de ellas, convertidas ya en simulacros grotescos. Zapatero descubrió un día que el resentimiento brota en España con más abundancia que las cucarachas en las cocinas sucias; y, desde entonces, se dedicó a favorecer la plaga, convencido de que, cuanto más se enseñorease el resentimiento de la sociedad española, más garantizada estaba su supervivencia. «A río revuelto, ganancia de pescadores», reza el refrán; y esta ha sido la consigna y el arma terrible que ha mantenido en el poder a Zapatero: confundir, mezclar, embadurnar, llamar bueno a lo malo y malo a lo bueno, exaltar lo mediocre... hasta lograr que el resentimiento acabara ahogando, paralizando, condenando a la esterilidad y a la inapetencia, a quienes estaban dotados para hacer algo. Así, España ha acabado hundiéndose en la vulgaridad más cetrina, convertida en una demogresca constante en la que los resentidos, los envidiosos, los amargados, los malintencionados, los llenos de resquemores y de odios hacia todo lo que la vida tiene de noble y virtuoso siempre salen recompensados con más derechos y prerrogativas, con más aplauso y reconocimiento.

Pero el resentimiento, que es vanidoso como un cohete y maligno como una chinche hambrienta, seca la vida allá por donde pasa, lo mismo que la langosta. Este es el legado de Zapatero: un erial devastado por el resentimiento; o, dicho más machadianamente, un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín.

Las posibles soluciones

César Vidal en La Razón

En mis dos anteriores artículos, señalé los peligros que se derivan del abandono de la doctrina tradicional sobre la intervención armada. Algunos de ellos ya están resultando evidentes en la guerra de Libia a la que con tanta rapidez se precipitó a lanzarnos ZP con un respaldo que incluyó a los nacionalistas vascos y catalanes. En el curso de apenas unos días hemos contemplado cómo una simple zona de exclusión aérea diseñada para evitar que un dictador no bombardee a sus conciudadanos se ha transformado en toda una operación de ayuda armada a unos rebeldes no identificados; en una puerta abierta para las acciones de la organización terrorista islámica Al Qaida en Libia, favorecida –reconozcámoslo humildemente– por la estupidez occidental, y en el bombardeo de poblaciones civiles hasta ahora no alcanzadas por la aviación. Así, los episodios iniciales de brutal represión se han transformado en una guerra civil abierta con intervención internacional, con mayor devastación, con más muertos y con más silencios bochornosos de esos que se dicen pacifistas. Naturalmente, no serán pocos los lectores que se preguntarán si existe alguna alternativa mejor. La respuesta es que sí. Frente a las acciones internas de una dictadura – salvo que estemos dispuestos a ir mañana mismo a la guerra contra China, Corea del Norte, Arabia Saudí y cualquier otra dictadura que exista bajo el sol– existe una panoplia de recursos que pueden y deben utilizarse. El primero, lógicamente, es la acción diplomática que, por cierto, está brillando por su ausencia en los últimos tiempos. La combinación de alicientes y presiones debería llevar a un régimen dictatorial a suavizar la situación a la que somete a sus ciudadanos. No es un camino rápido, pero suele resultar relativamente efectivo. Así, la ayuda internacional debería ser utilizada no para que las ONGs – no pocas veces en manos de políticos– se llenaran los bolsillos sino para conseguir avances considerables en el respeto a los Derechos Humanos como podría ser el caso de la libertad religiosa, el reconocimiento de la igualdad ante la ley o la libertad de expresión. Si la acción diplomática fracasara, habría que dar el paso de las sanciones económicas y políticas. La expulsión de determinados organismos internacionales o el bloqueo financiero repercuten también sobre las poblaciones civiles, pero siempre con menos virulencia que un bombardeo o un combate. Finalmente, en el caso de que la dictadura en cuestión perpetrara realmente un genocidio – insisto en lo de realmente porque la izquierda ha conseguido desnaturalizar la palabra a fuerza de manipularla– o agrediera a otra nación sí sería una lícita una intervención militar precedida lógicamente de los pasos previos. El quebrantar estos límites no ayuda – ni ayudará– a que este mundo sea más justo ni más libre. Por el contrario, sembrará más muerte, devastación y dolor y, por añadidura, facilitará la llegada al poder de elementos indeseables como los integristas islámicos y abrirá el camino a nuevas intervenciones neo-coloniales con excusas propagandísticas y motivaciones depredadoras. Al respecto, la acción de Francia –gran muñidora de golpes de estado y de guerras civiles que se han saldado con centenares de miles de muertos en África durante las últimas décadas– es un terrorífico ejemplo de lo que se puede esconder bajo el velo de la intervención supuestamente humanitaria. Pero ésa es otra historia.

Verdad radiactiva

Alfredeo Abián en La Vanguardia

El 26 de abril se cumplirán 25 años desde que estalló el reactor número cuatro de Chernobyl. Cuentan que la explosión liberó 400 veces más radiación que la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima 41 años antes. Así como la matanza bélica en la ciudad japonesa está fielmente documentada -80.000 muertos al instante; decenas de miles en los meses posteriores-, aún no sabemos a ciencia cierta los efectos de la muerte invisible que comenzó a cabalgar en Ucrania hace un cuarto de siglo. Sin embargo, hay indicios de que el accidente no tuvo los efectos apocalípticos que se presagiaron. Científicos de prestigio y organismos internacionales sostienen que las muertes directas se cifran en decenas, la mayoría niños o miembros de los equipos de emergencia que intentaron controlar a la bestia con una entrega suicida. Otros expertos niegan la mayor y multiplican los efectos letales. A este paso, ya haremos balance dentro de 24.000 años, más o menos, cuando se hayan extinguido los efectos del cesio 137 o del mismísimo sol. Los profanos estamos sometidos a mentiras patentadas. Las centrales nucleares pasan de ser templos tecnológicos a barracas de feria. Nuestro voraz apetito por las vaguedades convincentes se mezcla con la desconfianza atávica hacia la modernidad tecnológica. Vemos imágenes de la zona cero de Chernobyl y su vecina ciudad fantasma de Pripyat, con muñecas rotas, pupitres oxidados, norias muertas antes de girar y, ¡oh sorpresa!, con una exuberante vegetación que se ha adueñado de parajes fantasmales. También contemplamos a ancianos que cultivan las teóricas tierras del infierno y desafían la radiación, ¿Dónde está la verdad radiactiva?