viernes, 15 de abril de 2011

La tentación totalitaria de la censura

Editorial de Libertad Digital

Pocas cosas demuestran más a las claras que un país está recorriendo el camino de servidumbre del que hablaba Hayek que la intromisión de los poderes estatales en los medios de comunicación. En esto, como en tantas cosas relacionadas con el totalitarismo, el ejemplo venezolano es extremadamente clarificador. Pero como las libertades pueden ser recortadas gradualmente, no debería ser necesario que se llegue al extremo de cerrar una televisión o un periódico para que salte la alarma.

La queja del Partido Popular de la Comunidad Valenciana, léase Camps, contra varias televisiones por emplear términos como "corrupción" e "implicados" demuestra lo poco que le gusta a una parte de la casta política la existencia de una prensa libre. Evidentemente, a Camps y los suyos les haría feliz no salir en los papeles que hablen de la trama Gürtel, aunque para lograrlo quizá debieran viajar en el tiempo para deshacer ciertos hechos de su pasado. Como no parece posible, la única alternativa es que no se pueda contar y de la ignorancia llegue la felicidad. La suya, al menos.

Con todo, esta inadmisible injerencia en la libertad de informar sobre la trama Gürtel no deja de ser un síntoma. Porque el PP ha forzado la retirada de la queja, pero apoyó con su voto un atropello mucho más grave, tanto más preocupante por cuanto fue aprobado en el Congreso por consenso. La nueva ley electoral obliga a las televisiones privadas a repartir el tiempo que dedican en sus informativos, entrevistas y tertulias a los distintos partidos políticos dependiendo de sus resultados en las elecciones pasadas. Una norma que obliga a empresas privadas a someterse a las instrucciones políticas en época electoral, cuando más necesaria es la información libre, supone una intromisión inadmisible de una casta que, una vez más, se ha puesto de acuerdo cuando de defender y ampliar sus privilegios se trata.

Como siempre, la excusa con la que se aprueba no puede sonar mejor: se trata de garantizar el pluralismo político. Del mismo modo, la obligación que se impuso a las radios norteamericanas de dividir sus tiempos en igualdad a los candidatos se denominó "doctrina de la imparcialidad". Cuando de limitar la libertad se trata, los políticos siempre encontrarán palabras bonitas que les permita justificarse. Pero ser ciudadano consiste, en buena medida, en no dejarse engañar. Y para lograrlo resulta imprescindible la libertad de expresión que tan poco gusta a tantos políticos.

ETA, 1984

Cristina Losada en Libertad Digital

La reescritura de esa historia ya está en marcha. Hace algunos años, un hijo de Fernando Múgica declaró: "Se tiene que saber quiénes son las víctimas, sus nombres y apellidos, su historia anónima de persecución, de humillación y de ofensa. (...) Hay que saber quién murió y quién mató". Se hubiera dicho entonces que era una demanda redundante, que estaba claro quién había matado e incluso quiénes eran cómplices y quiénes compañeros de viaje. Parecía que la aduana democrática había levantado, al fin, una frontera inexpugnable entre los criminales y las víctimas. Y que las víctimas habían salido, definitivamente, de su anterior condición invisible. Pues no. El partido de Múgica y de tantos otros asesinados acaba de derribar aquella nítida barrera. Lo ha hecho al promover el reconocimiento de las "víctimas policiales".

En un Estado de Derecho, los abusos cometidos por agentes de las fuerzas de seguridad se sustancian en los tribunales. El parlamento vasco, sin embargo, ha decidido conceder a ciertos afectados un reconocimiento institucional e idéntica atención que a las víctimas de ETA. Entiéndase: no se conferirá ese rango a cualquier detenido que fue maltratado en comisaría, pero sí al presunto simpatizante de ETA al que le ocurriera eso mismo. Ah, es "violencia de motivación política". Así, bajo ese extraño paraguas, el Gobierno de Patxi López agrupará a un nuevo colectivo de víctimas; uno paralelo, uno que representará al otro "bando" –el otro bando de la guerra–, y que será exactamente igual a las víctimas de ETA en razón del sufrimiento. Unas víctimas taparán a las otras, y las de ETA serán indistinguibles, invisibles, de nuevo.

Como quien no quiere la cosa, se ha dado el primer paso para oficializar el relato del "conflicto vasco" que hasta ahora difundía en exclusiva el nacionalismo. Y todos los partidos menos uno han dado el plácet. Como quien no quiere la cosa, se ha precipitado un cambio radical en la esencia del pasado y en la configuración del futuro, que para eso trabajan los Winston Smith de turno. La consagración de "las otras víctimas" no sólo conduce a la anulación de las víctimas de ETA. Significa reemplazar el paradigma de vencedores y vencidos por el de "todos perdedores" y sustituir el lenguaje de la democracia, la ley y la justicia por la retórica afectiva: no importa quién murió y quién mató, sino que unos y otros comparten sufrimiento. De ahí a la impunidad, al perdón que sella la reconciliación entre sufrientes, no queda nada.

La mentalidad anticapitalista: ignorancia, envidia y odio

Domingo Soriano en Libertad Digital

Decía Jean-François Revel en La gran mascarada: "Lo que marca el fracaso del comunismo no es la caída del Muro de Berlín en 1989, sino su construcción en 1961". Como casi siempre, estaba en lo cierto el gran pensador francés.

Ninguna imagen puede explicar mejor la diferencia entre el capitalismo y el comunismo que esa enorme pared de hormigón de 42 kilómetros de largo, custodiada por miles de vopos y que más de 100.000 ciudadanos de la extinta Alemania Oriental intentaron cruzar, jugándose la vida, en sus casi cuatro décadas de vergonzosa existencia. Cinco años antes de que la pusieran en pie, Ludwig von Mises escribía uno de sus más deliciosos panfletos: La mentalidad anticapitalista, que me dispongo a comentar.

El autor de La acción humana gustaba de mezclar los grandes tratados filosófico-económicos con pequeñas obras (la que hoy nos ocupa apenas supera las 100 páginas) monográficas, en las que diseccionaba la sociedad, la política, el mercado o la historia. En este caso, el autor austriaco se centra en desentrañar uno de los interrogantes más complicados de resolver para los liberales: ¿qué se esconde detrás de la ideología anticapitalista?

Parece evidente, para todo aquel que reflexione mínimamente, que la humanidad ha mejorado sus niveles de vida de forma sorprendente en los últimos dos siglos. Da igual qué indicador se analice (riqueza, esperanza de vida, bienestar general, avances científicos,...), en estos doscientos años hemos avanzado más, mucho más, que en todos los milenios anteriores. Y habría que ser muy ciego para no percibir que es precisamente allí donde más se han cuidado las instituciones inherentes al capitalismo (la libertad, la empresa, la propiedad privada...) donde más incidencia ha tenido ese crecimiento, que ha esparcido sus beneficios sobre toda la especie humana.

¿Cómo puede ser, entonces, que aún haya quien defienda que se vive mejor en La Habana que en Miami, en Pyongyang que en Seúl? A explicarlo dedica Mises esta obra, que ahora reedita, con acierto, Unión Editorial. Porque aunque hace más de veinte años que cayó el Muro, la crisis ha vuelto a poner de moda a los profetas anticapitalistas, que denuncian el sistema que les proporciona los ordenadores con los que escriben, los medios de comunicación desde los que se expresan y los transportes que les llevan, de protesta en protesta, por todos los rincones del globo.

Mises comienza con un directo al mentón, al asegurar en el primer párrafo que si algo caracteriza al capitalismo es que beneficia, especialmente, a "aquellos desgraciados que a lo largo de la historia formaron siempre el rebaño de esclavos y siervos", y que por él se transformaron en los compradores cortejados por los hombres de negocios, en el cliente que siempre tiene la razón. A pesar de la retórica antiliberal, que dibuja un escenario idílico en los siglos previos a la Revolución Industrial, con pastorcillos, granjas estupendas y honrados artesanos agrupados en gremios, lo cierto es que nunca vivieron mejor las grandes masas que bajo el capitalismo, que, al contrario de lo que tantos piensan, "desproletariza a los trabajadores, aburguesándolos a base de bienes y servicios", que "vierte sobre el hombre común un cuerno de abundancia (...), poniendo al alcance de millones de personas comodidades que hace poco eran asequibles a reducidas élites".

Ahora bien, como señala Mises, nada de esto es evidente, por mucho que pensemos lo contrario los defensores del libre mercado. "Aun en el apogeo del liberalismo pocos comprendieron realmente los mecanismos de la economía de mercado", recuerda el sabio austriaco; y es que se generó una suerte de pensamiento global que creía en "la existencia de un impulso automático que haría progresar a la humanidad".

"El sindicalista americano considera natural el nivel de vida del que disfruta", anota aquí Mises, y nosotros pensamos, por ejemplo, en el progresista que grita contra la maldad de las grandes corporaciones y la globalización sin preguntarse –o callándose– de dónde salieron los bienes que le facilitan su queja.

Los anticapitalistas defienden una utopía que nunca existió y atacan un sistema imperfecto, como la vida misma, pero incomparablemente mejor que ningún otro conocido. ¿Por qué? Mises da tres claves: ignorancia, envidia y odio. La ignorancia de quien piensa que si vive mejor que sus padres es porque así lo ha decidido "un ente mítico llamado progreso". La envidia de quien se ve superado por otros, en un sistema en el que la posición de cada uno depende de la valoración de los demás. Y el odio del que se siente "humillado por quienes le superan", que es el mismo que primero envidia, sí.

El anticapitalismo es un cóctel explosivo que provoca que "la mayoría de los intelectuales, políticos –y muchos votantes– no ansíen otra cosa que destruir el sistema" que les permite protestar. Ninguno de esos furiosos anticapitalistas se marcha a vivir a La Habana, Caracas o Pyongyang. Qué curioso.

Ninguno de esos tipos exquisitos parece preguntarse por qué murieron 136 personas intentando cruzar el infame muro que partió Berlín en dos. Ni por qué la dictadura comunista alemana consideró oportuno erigirlo. Del Paraíso no se podía escapar. Ni por qué los alemanes que quedaron del lado occidental prosperaban mientras sus compatriotas del este se hundían en la miseria. Aparentemente, sólo les separaban unos metros; en realidad, la distancia era infinita, la que va de la libertad (capitalismo) a la opresión (comunismo).

Desgraciadamente, aún hoy, muchos de nuestros más conocidos intelectuales, periodistas o escritores no han comenzado, siquiera, a recorrer ese camino.

LUDWIG VON MISES: LA MENTALIDAD ANTICAPITALISTA. Unión Editorial (Madrid), 2011 (1ª ed. 1956), 110 páginas.

La muy nefasta República

Humberto Vadillo en Libertad Digital

La historia de España cuenta con pocos episodios tan deplorables como el de la II República. Fernando VII, seguro. Los Pactos de Familia con la Francia borbónica, quizá.

Llegó de modo, cuanto menos, dudoso. El 14 de abril los republicanos perdieron, por mucho, unas elecciones que ni siquiera eran generales sino municipales y cambiaron el Régimen, con Comité Revolucionario incluido, sólo mediante la aquiescencia cobarde de Su Majestad en forma de huida a medianoche. En lo económico la República fue desastrosa, como ayer mismo explicaba en Tercera de ABC el maestro Juan Velarde: hundió el poder adquisitivo de los campesinos, incrementó espectacularmente el paro en las ciudades, empobreció al país y acentuó intervencionismo y corporativismo. En lo político la mayoría de derechos y libertades ciudadanos ya habían sido promulgados por la Restauración salvo el voto femenino al que se opusieron con fiereza y, afortunadamente sin éxito, las izquierdas.

Lo único que verdaderamente promovió la República fue el enfrentamiento entre españoles. A partir de 1934 la izquierda comenzó a impulsar un enfrentamiento civil convencida de ganarlo para instaurar un estado socialista y revolucionario. El asesinato de Calvo Sotelo a manos de los guardaespaldas del socialista Indalecio Prieto no hizo sino prender una mecha que algunos llevaban ya dos años tendiendo cuidadosamente.

Pero pierden la guerra y a partir de 1939 se pone en marcha un curioso fenómeno de "santificación de la República": se olvida la catástrofe económica, se encala Casas Viejas, se maquilla el comunismo creciente y se bendice, si hace falta, la quema de conventos. A partir de los años sesenta, con el progresivo "entuñonamiento" de la historiografía española, el proceso es, ya, imparable.

La II República se convierte así en el único referente histórico permitido a los españoles. Olvidado el Medievo, se desdeñan Descubrimiento y Conquista de América por imperialistas pero sobre todo por católicos, se acepta, entera, la Leyenda Negra y desde Felipe II se describe una implacable decadencia que nos deposita a orillas de 1931 para que emerja, salvadora, la República, como la verdad del pozo. El siglo XIX queda reducido a rigodón de espadones rijosos y la admirable Restauración al "turnismo": un circo de pulgas de tres pistas con Cánovas fungiendo de empresario.

Así las cosas, la II República comienza a funcionar como mito arcádico y fundacional. Políticamente sólo es legítimo lo que de su espíritu proceda. Esto, por supuesto, no ocurre por casualidad. Su función es otorgar a la izquierda una legitimidad que sabrá explotar a fondo y hasta hoy. Y si la izquierda emergió, políticamente por completo armada, de la cabeza de la República, quien se oponga a ella ha de proceder por fuerza de la Guerra Civil y del franquismo.

Articular una oposición ideológica, cultural y electoral al socialismo pasa en España por trenzar tres componentes heterogéneos: España, liberalismo y catolicismo. La función del mito republicano consiste en prohibir a la derecha española el uso de dos de esos hilos. En la mayoría de los casos ya se encarga ella sola de renunciar al liberalismo.

De ahí que el socialismo haya dedicado lo mejor de sus esfuerzos a jibarizar la idea de España y a impedir cualquier participación de los católicos como tales en la vida pública. De ahí el error de una derecha que ha aceptado mansamente estas reglas del juego que la condenan a gobernar exclusivamente cuando los socialistas, ahora como con Felipe han excedido todo límite de incompetencia y corrupción.

Para la izquierda, la historia de España comienza un 14 de abril de 1931 y termina, según convenga, en el 36 o en el 39. Eso es todo. Sólo del pozo de la II República puede extraerse legitimidad histórico-política y es todo suyo.

'Haciendo de República', así que pasen ochenta años

Mario Noya en Libertad Digital

Nada mejor, en estos días de abril reventones de melancolía, que darse a la lectura de Haciendo de República, el clásico de Camba del año 34 que parece escrito para esta hora nuestra posmoderna, en que hacemos como podemos de Monarquía parlamentaria.

Camba era un señor muy suyo y muy escéptico, revenido y cuasi alérgico a las efusiones colectivas. Así que el 14 de abril del año 31, Día del Advenimiento para la grey republicana, él, en vez de ponerse bien de fervorines, se tomó las cosas con circunspección y mucha calma. Qué coño, lo cierto es que se preocupó, porque conocía el paño del que estaban malhechos quienes se encaramaron a las poltronas. "Los intelectuales han triunfado totalmente. Y esto será la muerte de la República", le vaticinará enseguida a Josep Pla.

Los intelectuales no saben más que escribir libros y papeles. No saben nada de nada. El relumbrón de la letra impresa, generalmente copiada, se ha impuesto. Antes en las embajadas había unos viejos routiers administrativos que sabían el sistema. Ahora, nada: ignorancia total, sistemática y definitiva.

Camba, que no consiguió desentrañar la "relación misteriosa" que en las revoluciones vincula "la capacidad para gobernar un país y la capacidad para estarse en el café cuatro o cinco horas diarias", sabía con Valle-Inclán que aquel 14 de abril España no había saltado de la cama irradiando republicanismo tras pasarse la noche de los tiempos yaciendo complacida con testas coronadas.

Aquel voto, más que un voto en pro, fue un voto en contra [un momento: recuerden o sepan que aquellas elecciones municipales las ganó la Monarquía]; pero no sólo en contra del rey, como es opinión corriente, sino en contra de todo un sistema que le tenía harto y que equivalía, en política, al pollo de los hoteles en gastronomía o al tango argentino en música. Era un sistema que se repetía a sí mismo con una monotonía desesperante. Un sistema chabacano y ramplón de tópicos, de ratimagos, de frases hechas y de actitudes estudiadas, en el que entraban por igual monárquicos y republicanos e izquierdas y derechas. Un sistema, en fin, del que se había escamoteado la realidad y en el que no quedaba más que eso que los franceses llaman métier; es decir, los trucos, las artimañas del oficio.

A su juicio de gallego agudísimo y mordaz, dotado de un sentido común extraordinario, el españolito de a pie o en mula ya estaba "cansado de andar a la greña con sus Gobiernos" y lo que en el fondo deseaba era "ayudarlos lealmente".

Lo que pasa es que no se fía. Quiere jugar limpio; pero ve que el banquero juega sucio, y entonces él sigue sacándose ases de la manga. Habría que dar la sensación de que por fin no se venía a asegurar el porvenir de los sobrinillos, sino a trabajar en serio y de buena fe por el país (...); y esta sensación nunca se le hubiera podido dar mejor que a raíz de un cambio de régimen.

"Por esto he deseado yo a veces que cambiase el régimen político de España", agregaba él, para despejar equívocos y reafirmarse en el posibilismo; "pero no porque me sintiera republicano. Republicano, como digo, no lo fui nunca". Menos lo sería a partir del mero 31, Año Uno para los tres fanáticos y los cienmil conversos. Ese posibilismo dio paso al pesimismo y, en el final fatídico, a la amargura.

Bajo la República, como bajo la Monarquía, la sopa del español sigue estando fría y el gazpacho templado, y quien habla de la sopa fría y del gazpacho templado habla de una Constitución liberal con una apostilla dictatorial y de tantas otras cosas por el estilo.

Camba llevaba fatal la ristra de ismos que no tenía más remedio que asociar al nuevo régimen: oportunismo, fanatismo, dilentantismo, esnobismo, adanismo; claro que caciquismo (¡y enchufismo, neologismo!), anticlericalismo, cainismo. Cinismo. Tan jóvenes y tan viejos, eran esos modernos:

(...) nuestros republicanos son unos señores de la época del candil que, no habiendo logrado implantar en su tiempo el quinqué de petróleo, han hecho una revolución para imponérnoslo ahora, cuando todo el mundo se alumbra por medio de la electricidad.

Igual les suena de algo todo esto. Lo mismo reconocen el aroma. Qué no pensarán cuando lean las páginas que dedica Camba a "los pobres magnates del socialismo español, condenados a predicar la revolución social para seguir disfrutando los encantos de la vida burguesa" (¡Leyre-leyre-leyre y Bibiana Aída con la puña en alta en Rodiezma!); a los mustios tipos sin oficio ni beneficio que, tras amorrarse al caño de la pública mamandurria, van por ahí despampanando, "con las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes, el traje a la última moda y los tacones de los zapatos en toda su correcta integridad" (¡sindicalistos y cofrades de la patronal!); ¡al Estatuto de Cataluña!

Un día, al final de cierta sesión nocturna, don José Ortega y Gasset apareció en el salón de sesiones del Congreso, donde, con voz débil y ademán vacilante, porque su salud se encontraba entonces bastante quebrantada, declaró que los conceptos de autonomía y federalismo no eran conceptos análogos, sino conceptos opuestos. Para decir una cosa tan sencilla, tuvimos que sacar de la cama con toda urgencia, hacia las cuatro o cinco de la madrugada, al filósofo máximo de la nación, llevándolo a la plaza de las Cortes poco menos que en unas parihuelas; y es que, sencilla y todo, esa cosa no la sabía nadie en el Congreso. Para aquellos energúmenos era lo mismo ensamblar las piezas de un puzzle, a fin de formar un cuadro, que coger un cuadro y hacerlo añicos, al objeto de crear un puzzle, y era igual buscar un aumento de poder en la unión con otros países que desmembrar el territorio nacional en regiones más o menos independientes.

No se hablaba entonces más que del Estatuto de Cataluña, compromiso de honor de la República, porque algunos catalanes, reunidos un día con otros señores en un café de San Sebastián, dijeron que ellos no contribuirían a la revolución si no se les prometía el Estatuto, y aunque la revolución no la hizo nadie y la República vino sola, los señores del café acordaron:

  • Primero. Que ellos tenían que encargarse de la gobernabilidad del Estado, porque para eso habían resuelto traer la República por medio de la revolución; y
  • Segundo. Que, pasara lo que pasara, el Estatuto catalán estaba por encima de todo.

No hubo medio humano de hacer rectificar al Gobierno, por lejos que fue la indignación de las gentes. Don Manuel Azaña hacía grandes aspavientos ante lo que, a su juicio, constituía un caso manifiesto de incomprensión colectiva, y en un discurso memorable declaró que, después de todo, España no es, realmente, un país unitario, y que la unidad nacional carece de tradición entre nosotros. ¿Qué les parece a ustedes?

Qué nos va a parecer, don Julio, ochenta años después. Con un presidente que te alecciona que, en tratándose de España, el de nación es un concepto discutido y discutible y con un presidente del Congreso que hace gala de patriotismo cinco jotas pero al que le toca las jónadas ver una enseña nacional talla XXXL presidiendo la plaza que dedica Madrid al Descubridor, el Genocidia para los socios predilectos del Gobierno de España (ah, no, queara no toca).

"El tren de Villagarcía", las Constituyentes que parieron un ratón que los iluminados adiestraron para el liberticidio, "El pueblo, los pueblos y las Casas del Pueblo", la furia anticatólica, el divorcio, la pena de muerte y la secularización de los cementerios. "Lo que pudo hacerse". Nada escapa a la pluma de Camba, gallego que no se quita de en medio. Casas Viejas:

Ya puede la República mandar sus vestiduras al tinte. La sangre de Casas Viejas las empapó de tal modo, que no hay procedimiento químico ni político capaz de darles una apariencia decente.

Camba pasó del posibilismo al pesimismo y de ahí a la amargura, escribí antes. Escribió entonces, cediendo –un escéptico– al desencanto: "La República es el fenómeno más desmoralizador que se ha producido en España desde hace muchísimo tiempo". Porque la República no era la República sino la Esperanza. "Ya no podemos, como antes, en nuestros momentos de irritación contra lo existente, tomarnos dos copas y gritar '¡Viva la República!', porque hoy este grito carecería totalmente de sentido".

Tampoco se detuvo en la amargura. Ya en la guerra, en el ABC de Sevilla –o sea, el nacional–, verterá hiel, vitriolo puro sobre el padre fáustico de la criatura tarada:

De ser ciertos los rumores en circulación, Azaña quiere pegarse un tiro, y, con todo el respeto que me ha inspirado siempre la vida ajena, diré que la idea no me parece completamente mala. Más cuerdo, sin embargo, más sensato y más puesto en razón me parecería todavía el que ese desgraciado se volviera loco de una vez y acabara su triste experiencia sujeto por una camisa de fuerza.

Hay pajarracos siniestros que viven siempre en la obscuridad y que, según la creencia popular, auguran males sin cuento cuando salen por azar a la luz del sol. Azaña es uno de esos pajarracos de mal agüero, y yo no sé qué potencia demoníaca lo arrancó un día de su covachuela del Ministerio de Gracia y Justicia, negociado de últimas voluntades, para ponerlo en el primer plano de nuestra vida pública, pero desde entonces no ha habido en España sosiego, cordialidad ni alegría. (...) Azaña fue la discordia, el rencor, la división en bandos irreconciliables, la envidia y el secretismo. (...) Yo creo que, en su enorme engreimiento, el monstruo no se daba cuenta de nada, imaginándose, por el contrario, que, bajo su dominio, España sería siempre una balsa de aceite. (...) Indudablemente, Azaña nació bajo un signo fatídico, y si muriese de una manera normal nuestra decepción no estaría determinada tan sólo por un deseo de justicia, sino también, y en grandísima parte, por un sentimiento instintivo de ponderación y armonía. Un monstruo no puede morir de una manera normal, así como la luna no puede caerse en un pozo.

De principio a fin, la República fue un resentimiento, acción y efecto de resentirse, tener sentimiento, pesar o enojo por algo. Los orgullosos nietos de los que, tras maltratarla y violarla, la asesinaron, andan ahora poniéndole flores sobre el osario.

JULIO CAMBA: HACIENDO DE REPÚBLICA Y ARTÍCULOS SOBRE LA GUERRA CIVIL. Libros del Silencio (Barcelona), 2010, 381 páginas.

Los rancios republicanos

Carlos Herrera en ABC

Ayer, 14 de abril, los nostálgicos de la época menos merecedora de evocación de la Historia de España, vivieron un día a caballo entre la melancolía y la impotencia. Ayer, ochenta aniversario de la proclamación de la Segunda República española, un puñado de individuos con el reloj retrasado recordó, festiva y reivindicativamente, el día en el que la España agotada del primer tercio del siglo XX se lanzó a la calle a proclamar una fallida experiencia política víctima de todo tipo de extremismos. La República en España va ligada, invariablemente, a la intransigencia, al sectarismo, a la violencia y al desvarío. Todo ello dicho con perdón. La Primera fue un sainete cómico en el que sucumbieron hombres de probada calidad como Figueras o Salmerón y la Segunda se convirtió en un infierno en el que perecieron nombres que en cualquier momento de la historia de este viejo país hubieran brindado páginas estimables para el devenir comunitario. Hoy en día, qué decir, abjurar de un periodo especialmente cainita de nuestro acontecer colectivo es merecedor de las miradas más sospechosas y de las consideraciones más sectarias por parte de los guardianes de la corrección política española. Parece como si abjurar de algo que enfrentó, violentó y masacró a españoles de diferente signo sea un pecado capital, pero el republicanismo, tan respetable por otra parte, comporta en España una alienación difícil de comprender en parámetros actuales: inevitablemente, todo republicano tiende a equiparar el periodo entre los años treinta y uno y treinta y seis a una suerte de Nirvana en cuyo seno se produjo el progreso deseable para cualquier nación. La República española, la Segunda, proclamó a las pocas horas de nacer su propio epitafio de intransigencia, su sectarismo incontrolable y, lamentablemente, su debilidad inevitable ante los extremismos que la sometieron desde el primer momento: no la dejaron vivir precisamente aquellos que resultan ser los padres de quienes hoy más la reivindican. Es muy progre ser republicano y pasear con la bandera tricolor por los diferentes espacios de manifestación política de España, sea para reivindicar el nuevo curso de un río o el replanteamiento de la política autonómica, pero no deja de ser un anacronismo histórico volver cromáticamente a un tiempo en el que ser español resultaba dolorosamente complicado. La Segunda República no pasó de ser un tiempo en el que unos españoles engrasaron la ira contra los contrarios y pusieron en marcha los más siniestros mecanismos de laminación incendiaria. Aquellos que hoy más la reivindican pertenecen ideológicamente a los grupos que de forma más contundente la hicieron inviable, se levantaron contra ella o, directamente, la reventaron desde dentro. Reivindicar hoy, metidos de lleno en el siglo XXI, un período de sangre y fuego, convulso, vengador, irascible, intolerante e improductivo, no es más que mostrar la impotencia de quien no ha sabido digerir la historia propia. Poco servicio se hace a la colectividad moderna de España por parte de aquellos que hoy lloran, como si les fuese algo en ello, la desaparición de un infierno pasajero que dejó, principalmente, enfrentamiento y pendencias entre hermanos y compatriotas.

La Monarquía constitucional ha aportado grandes servicios a la convivencia. Andarse a estas alturas con ensoñaciones absurdas es ser, inevitablemente, un rancio sin futuro.

El leviatán en la mercería

Hermann Tertsch en ABC

España llegó a ser la octava potencia económica del mundo y es aún, pese a lo que se castiga a sí misma, una potencia media europea. Su estado, paternalista, metomentodo y rapaz, da empleo y comida a millones, cobra tributos con puntualidad teutona y eficacia cruel, hace carreteras, tiene aviones para que viajen los ministros, manda soldados muy lejos y hasta organiza cenas sin que se le queme el puré. Y sin embargo, ningún español se puede sustraer a la impresión de que nuestro Estado funciona como la mercería de la tía Rosita. Y cuando este Estado comete un error —casi siempre en perjuicio de sus maltratados súbditos— siempre recurre nada menos que a su carácter humano para justificarlo. De repente todos muy humanos. Ya saben, puede pasar. Hoy por ti, mañana por mí —Oiga, no: hoy por ti, mañana por ti y siempre por ti—. Para a continuación volverse a poner la cara de todopoderoso, mas justo Leviatán. Que irrumpe en las vidas de todos con sus pretensiones regulatorias, su crueldad ordenancista, sus caprichos experimentales y su infatigable vocación confiscatoria.

En estos últimos años hemos asistido a un proceso realmente curioso. Mientras el Leviatán ha crecido sin cesar en pretensiones, arrogancia, caprichos, voluntad intimidatoria y auténtica mala fe hacia sus administrados, cada día que pasaba adquiría más características de la entrañable mercería de la tía Rosita. En la que se perdían los pedidos y las cuentas con tanta facilidad como los botones y alfileres. Y donde todos los errores son justificados al gritito del susto impostado ¡ay, qué cabeza la mía! No vamos a hacer sangre ahora con algunos de los peores sustos de la tía Rosita cuando se va de viaje. Como el del miércoles, cuando nos hizo saber que les habíamos distraído a los chinos 9.000 millones de euros para las Cajas de Ahorros. Los pobres comunistas chinos —que. por cierto, deben de pensar que a Doña Rosita le parece bien que encarcelen, torturen y si es menester ejecuten a sus demócratas—, los pobres chinos, digo, se enteraron por la Prensa española de lo generosos —o insensatos— que habían sido. Se alarmaron y miraron los bolsillos. Y cuando vieron que la visita se había ido, hicieron saber al mundo que de 9.000 millones, naranjas de la china. Seguro que pensaron estos gestores chinos de sangre fría, que mueven los millones del superávit con la muñeca acostumbrada al tiro en la nuca, que dada la seriedad y la solvencia de la que hacen gala doña Rosita y su tropita, es recomendable darle más de una vuelta a eso de invertir dinero donde puedan meter mano éstos.

Pero el caso que admite hoy menos bromas entre los despistes y el tontiloquismo de nuestro Estado y su augusto piloto, es ese error excesivamente humano que ha permitido que se vaya a casa a brindar en el balcón un miserable asesino sin siquiera haber cumplido los 30 años que debía por sus veintidós asesinatos. No parece mucho pedir. A 14 meses el muerto yo sé de muchos a los que les saldrían las cuentas. Habría sólo que preguntar si nos van a mirar con tan buenos ojos en el Tribunal Constitucional como para recibir igual trato. Nos dicen voces juiciosas que ha sido «un error humano». Que la Fiscalía intenta ahora reparar, se dice. Parece que nadie pensó que convendría informar al fiscal que ponían en la calle al personaje y le ahorraban, justo ahora que los «batasunos» malos se vuelven «sortus» buenos, seis años de condena. ¡Qué cabecita, doña Rosita! Como siempre en la mercería, equivocándose en la cuenta a su favor.