miércoles, 20 de abril de 2011

Castro & Castro S.L.

José García Domínguez en Libertad Digital

Con exquisito, reverencial respeto no ajeno a un punto de devota admiración, como si se tratara de la Convención de Donantes de Médula Ósea o del centenario de los Beatles, informa Televisión Española a propósito de ese aquelarre del Partido Comunista de Cuba en el que Castro acaba de suceder a Castro. Juntanza donde, de creer a Granma, al fin se ha acometido la superación de una de las principales contradicciones dialécticas de la fase superior de la Revolución: el problema de las ollas arroceras y sus muy quebradizos mangos. "Uno de los temas que más preocupan a la población, en cuya solución ya se trabaja. 77.000 equipos de cocción se reportaban fuera de servicio en diciembre del año pasado", según acaba de referir en audaz autocrítica el portavoz oficial del Comité Central.

"Proceso de reforma del modelo económico" le dicen los humoristas de Prado del Rey a ésa y otras cuitas parejas que ocuparían las cavilaciones de los camaradas. Pues nuestra izquierda doméstica ha dejado de quererse marxista, pero en el fondo de su corazoncito mesiánico aún sigue hechizada por la Idea. De ahí, solo aparente, la contradicción. Y es que, síndromes patológicos al margen, el grueso de la progresía admite sin ambages la naturaleza liberticida del régimen. No cuestionan – ya no – las innúmeras pruebas de cargo. Lo que niegan es la legitimidad misma de la realidad para refutar su dogma supremo, a saber, la superioridad moral de la izquierda en todo tiempo y lugar.

¡Ah, la Idea! ¿No resultaba sublime aquel sentimiento, el de engendrar al hombre nuevo? ¿O los hechos, los prosaicos, los groseros hechos, pueden enmendar la pureza virginal de la utopía?A fin de cuentas, ¿quién es la razón para juzgar al ideal? Dejaron de creer en los Castro hace mucho tiempo. Encarcelan, torturan y espían. Lo saben. Lo saben mejor que nadie. Ellos mismos propalan que han cometido las mayores violaciones del derecho humanitario. Consecuencia: persisten en regalarles idéntica cobertura estratégica y similar inmunidad política, amén de la invariable connivencia diplomática. La Idea. Más pronto que tarde, cuando muera el otro, acudirán en procesión al entierro. Y allí, ante un mojito y frente al último póster del Che, derramarán una lágrima. Por sí mismos.

El ocaso de las utopías económicas

Juan Velarde en Libertad Digital

El siglo XIX vio crecer al liberalismo económico, era gerenciado por empresas capitalistas, con una sociedad que lo admitía y un Estado que procuraba –a veces, tras superar caídas a fondo– impulsar el sistema, primero en Europa y América, y después saltaría a Asia con Japón y a Oceanía gracias al auge de este modelo en Asturias y Nueva Zelanda. En el continente africano, sometido a Europa dentro de un vasto proceso de colonización, no sucedía otra cosa. Por supuesto, tampoco ocurría gracias a políticas tan importantes como las de Witte, en la Rusia zarista.

Pero toda una serie de ideologías, nacidas desde mediados del siglo XIX y sobre todo a partir de la I Guerra Mundial, generaron, al triunfar en una serie de países, algo así como lo que parecía que iba a ser la muerte de la economía libre de mercado. Un fuerte nacionalismo económico, desde luego. Recordemos a Manoilescu. Vinculado a él, de un modo u otro, un socialismo que presentaba aspectos aparentemente atractivos. Una serie de impulsos derivados del keynesianismo que daban la impresión de que iban a completar el panorama. Pero el 29 de diciembre de 1967 Milton Friedman pronunció el discurso presidencial de la LXXX reunión de la American Economic Association, en Washington. Se titulaba, casi humildemente, El papel de la política monetaria. Por otro lado Hayek mantenía, de modo combativo, en alto el pabellón de la Escuela austriaca. A partir de ahí, todo comenzó a cambiar. El epitafio en el mundo occidental, y con ello la desaparición de una ideología socialista solvente para orientar la política económica, se colocó cuando el recién llegado a la Presidencia de la República Francesa, Mitterrand, con un programa socialista del tipo señalado, observó cómo así se derrumbaba la economía de su país por lo que tuvo, a toda velocidad, que rectificar.

Después el desbarajuste ha pasado a ser general. En Rusia reina, de nuevo, el capitalismo y éste se instala cada vez con más fuerza en China. Y de pronto, un pintoresco, y también sangriento, bastión de una de estas utopías, la Cuba castrista comienza a hacerlo. Ahora mismo, basta leer los debates y las propuestas del Congreso del Partido Comunista Cubano que se celebra en La Habana precisamente del 16 al 19 de abril de 2011. Es clave de la nueva situación, la frase de un pequeño empresario cubano, de los que impulsa Raúl Castro y van a ser avalados por este Congreso, en sus declaraciones a Benoît Leganitor, quien escribe desde La Habana para Le Point de 14 de abril de 2011, un artículo titulado Fièvre capitaliste à Cuba: "No logro grandes beneficios. Pero la búsqueda de la ganancia avanza en los cerebros. Y esta marea nadie podrá detenerla". La utopía socialista muere por doquier, después de haber parecido triunfar, y lo hace porque mata el progreso inherente a la Revolución Industrial.

Por eso en España, al perder esa marcha hacia la utopía socialista, el PSOE ha dejado de ser hijo ideológico de Pablo Iglesias, aunque mantenga sus retratos. Ha pasado a ser un simple partido radical, seguidor de lo que predicaba, por ejemplo contra la Iglesia, en el Paralelo barcelonés, Alejandro Lerroux quien acabó teniendo que entenderse, para sobrevivir políticamente, con Gil Robles y la democracia cristiana. ¡Qué cosas van a verse en este siglo XXI!

Unos ateos muy meapilas

Pablo Molina en Libertad Digital

En estos días de recogimiento y fervor, que se decía en la oprobiosa, van a multiplicarse las expresiones piadosas en algunos lugares de España, comenzando por la capital, que en el último momento se ha librado de una charlotada procesional organizada por los supuestos defensores del laicismo, infinitamente más meapilas que el católico más carpetovetónico que encontrarse pueda.

Al lado de estos ateos a la violeta, los lefebvristas son rotarios ecuménicos, porque la pretensión de organizar unos desfiles plenos de cretinismo, en paralelo a las procesiones católicas, sólo se entiende desde la admiración más profunda hacia aquello que se pretende denigrar de forma tan infantil. Son ateos, sí, pero ateos católicos a machamartillo y con la fe del carbonero respecto al dogma sagrado, que ellos veneran con esa estolidez tan enternecedora.

Los izquierdistas imitadores de ZP –que ya hay que tener baja la autoestima–, se han quedado en Madrid sin manifestación paralela al desfile pasional del Jueves Santo, pero a cambio tienen miles de procesiones a su disposición a lo largo y ancho de España para vestirse de nazareno y cargarse al lomo un trono de los más pesados, que es en el fondo lo que les gusta.

A estos ateos católicos es que les das un cirio encendido y un capuchón y se lo pasan bomba la noche entera recorriendo descalzos las calles del pueblo. Si hacen como que se enfadan ante estas expresiones de religiosidad popular es porque sus vicios públicos o sus torpezas privadas les impidieron ser aceptados en la cofradía decana de su pueblo o ciudad. La envidia, que es el deporte nacional por excelencia, explica a veces sentimientos tan aparentemente complejos como el de una pandilla de ateos intentando emular aquello cuya existencia niegan.

Por eso son incapaces de ignorar la Semana Santa y se desgañitan organizando una cosa paralela, para que todos estos fracasados puedan ser penitentes, estantes y mayordomos sin la competencia de los que realmente saben de esto y atesoran los méritos piadosos que ellos jamás van a alcanzar.

Yo los dejaba desfilar, pero descalzos y paseando a una Diosa Razón de mil trescientos doce kilos, que es lo que pesa La Última Cena de Francisco Salzillo, cuyo desfile por las calles murcianas en la mañana de Viernes Santo jamás se perdió el inolvidable Jaime Campmany. Estoy seguro de que el Maestro de la columna estaría aquí de acuerdo conmigo.

La televisión antropológica

Xavier Pericay en Letras Libres

En España hay quince canales autonómicos de titularidad pública. Trece de ellos corresponden a comunidades autónomas y los otros dos a las ciudades, también autónomas, de Ceuta y Melilla. Así pues, en lo que llevamos de democracia y de legislación televisiva solo cuatro comunidades –Cantabria, Castilla y León, La Rioja y Navarra– y sus respectivos gobiernos no han juzgado necesario disponer de canal propio. ¿Por qué? Vaya usted a saber, aunque el hecho de que esas cuatro regiones hayan sido gobernadas la mayor parte del tiempo por partidos o coaliciones de tendencia conservadora –más propensos, en principio, a la iniciativa privada– podría explicar hasta cierto punto semejante abstinencia. Y es que, junto a las emisoras de carácter público, existen también, en el mismo ámbito autonómico y desde la progresiva implantación de la televisión digital terrestre, las de capital privado. Existen y, luego, compiten; no en vano unas y otras se alimentan del mismo pastel publicitario.

Con todo, esa competencia –y la que se establece, en general, entre las televisiones públicas y las privadas– está lejos de ser leal. Las cadenas privadas no tienen más que el mencionado pastel para vivir; las autonómicas, en cambio, se nutren también de la subvención que su propio gobierno les asigna año tras año. Y no se trata de una subvención cualquiera. Según el IV Informe Económico sobre la Televisión Pública en España, elaborado por Deloitte a petición de la Unión de Televisiones Comerciales Asociadas, los canales autonómicos recibieron en 2009 814 millones de euros de los respectivos presupuestos regionales, mientras que los ingresos por publicidad fueron tan solo de 234 millones. Lo que significa, por de pronto, que esos canales perdieron –y siguen perdiendo– un montón de dinero. O, lo que es lo mismo: de los 126 euros a que asciende el coste medio por hogar de la televisión autonómica, 110 corresponden a pérdidas y subvenciones. Es verdad que ese montante no llega a los hogares en forma de recibo, como sí llegan, por ejemplo, la contribución o la tasa de residuos urbanos. Pero, para el caso, es lo mismo. Qué digo lo mismo: mucho peor. Porque no solo no tenemos conciencia de estar pagando ese dinero, como sí ocurre con los demás impuestos, sino que encima no le vemos el beneficio ni la necesidad.

Al fin y al cabo, una televisión de esas características no debería tener otro cometido, sobre el papel, que el de formar e informar. O sea, actuar como un servicio público. Y, aun así, podríamos seguir preguntándonos –y más en tiempos de crisis– si su existencia es imprescindible, dado que ya contamos con otra televisión pública, la estatal, a la que se supone idéntica función. (Otra cosa, claro, sería establecer si esa función informativa y formativa debe desempeñarla por fuerza una televisión pública; si no bastaría con que la ejercieran, por un lado, los canales privados, y, por otro, el resto de los medios de comunicación y, en particular, el periodismo digital.) En todo caso, lo que parece fuera de toda duda es que, a estas alturas, nuestras televisiones públicas –y entre ellas, muy especialmente, las autonómicas– han renunciado a cumplir la misión con la que fueron concebidas.

Hoy en día una televisión autonómica no sirve más que para proyectar, de cabo a cabo de programación, una determinada visión del mundo. Una visión estrecha, encorsetada, ceñida a los cuatro tópicos del lugar. Por supuesto, en el centro de esa visión se halla muy a menudo el gobernante de turno, perfectamente integrado en el paisaje, al igual que sus derviches. Y no importa si ese gobernante pertenece a uno u otro partido; una vez en el medio televisivo, pierde casi cualquier atisbo de personalidad, incluso ideológica, para convertirse en una figurilla más del belén. Por lo demás, en las televisiones autonómicas mandan la efusión sentimental y la exaltación del terruño, hasta el punto de que no falta nunca en ellas la tríada formada por el fútbol, la comida y las fiestas y festejos populares. En otras palabras, la cultura y la inteligencia no solo no están, sino que ni siquiera se les espera. Como es natural, cuando alguna de esas cadenas opera en un territorio regado secularmente por el nacionalismo –Cataluña, el País Vasco, Galicia– todo lo anterior se agudiza. A la pasión por lo propio se añade, de modo explícito, la aversión por lo ajeno –esto es, por lo español. Se empieza recortando los mapas del tiempo y se termina por prohibir la presencia en pantalla de cualquier invitado que no alcance a expresarse en la lengua milenaria de la región.

Bien mirado, pues, esa quincena de canales autonómicos que tanto nos cuestan –y a los que habría que añadir, no se nos vaya a olvidar, las emisoras de las diputaciones insulares y las de no pocos ayuntamientos españoles– conforman, en mayor o menor grado, una suerte de televisión antropológica. El adjetivo no es mío. Lo utilizó a comienzos de 1983 el entonces director general de RTVE, José María Calviño, para calificar la imagen que, a su juicio, debía dar de Cataluña lo que entonces se conocía como Tercer Canal y que a la postre acabaría siendo TV3. Al nacionalismo catalán aquello no le gustó. Es más, se ofendió muchísimo. El presidente Pujol, como máximo representante del país ultrajado, declaró incluso que qué se había creído Calviño, que “el Tercer Canal no ha de ser una televisión localista, pobre, folclórica, de porrón... sino que ha de ser una televisión absolutamente normal en su programación con una producción universal y exportable”. Lo sorprendente, visto el resultado, es que durante cerca de un cuarto de siglo Pujol anduviera en aquella televisión como Jordi por su casa.

La maldición de los Ewing

José María Albert de Paco en Libertad Digital

Uno de los efectos secundarios de la transición democrática española fue la implantación de los canales autonómicos. En Cataluña, la supuesta necesidad de una televisión que promocionara el catalán se fundamentó en la conjetura de que el franquismo había borrado de la faz catódica la lengua de Fabra.

Se trataba, obviamente, de una falacia. No en vano, las primeras desconexiones en catalán de TVE databan de 1964, año en que comenzó a emitirse, en dosis homeopáticas, el programa Teatro Catalán,al que se sumaron, andando el tiempo, los divulgativos Mare Nostrum y Giravolt y, ya en 1974, el informativo Miramar. Con la muerte del dictador, lo que constituía una mera cuña folclórica fue ensanchándose hasta ocupar un segmento de la programación en absoluto desdeñable. A ese periodo corresponden Doctor Caparrós, de Joan Capri; Vostè Pregunta, de Joaquim Maria Puyal; Personatges, de Montserrat Roig; Musical Express, de Àngel Casas, o Terra d'Escudella y Quitxalla, ambos destinados al público infantil. La efervescencia experimental de los setenta propició que algunos de estos programas contuvieran una dosis de audacia que, a la vista de lo que hoy se cuece en las parrillas, admite sin calzador alguno el calificativo de contracultural.

La lengua catalana, en suma, no estaba ausente de la televisión, por lo que la voluntad del nacionalismo de dotarse de una televisión autonómica no guardaba una correspondencia fáctica con la extinción del catalán; antes bien, pretendía instaurar un foco de irradiación ideológica que sellara, de una vez y para siempre, la comunión entre lengua, identidad y cultura. Por decirlo en castellano férreo: se trataba de coser el catalán a una visión del mundo. La ausencia de cualquier prurito de ambición en lo tocante a la renovación de los formatos se hizo evidente a las primeras de cambio, cuando se supo que los banderines de enganche de TV3 serían el Barça y la serie Dallas. Irónicamente, las familias más influyentes de esa incipiente roturación moral no fueron los Pujol, Maragall, Vilarasau, Millet o Serra. Quienes levantaron elpal de paller del entoldadofueron los Ewing, con J. R. y Sue Ellen a la cabeza. Después de todo, qué mejor que una familia ficticia para divulgar la restitución de una nación ficticia.

Treinta años después, TV3 no sólo sigue siendo la misma televisión antifranquista que fue en sus albores (es fama que la propagación del antifranquismo es inversamente proporcional a la caducidad de su razón de ser), sino que continúa basando su pegada en los saldos hollywoodienses, el fútbol y, en los últimos tiempos, la fórmula 1. Bajo ese parapeto de infalibilidad (y, en cierto modo, de respetabilidad) campa un discurso obscenamente antiespañol cuyo epítome, tan injusto como resultón, fue el episodio protagonizado por Pepe Rubianes, quien, en el programa El Club, y a propósito de una pregunta sobre Josep Piqué, legó a la wikipedia una ristra de pollas, putaespañas, culos y cojones colgados del campanario que suscitó la carcajada del presentador, Albert Om, y la ovación de la claque del plató. Injusto, decía, porque lo que entendemos por pedagogía del odio no debería ceñirse al exabrupto de un cómico, sino a la praxis habitual en La Teva,el alias con que la propia TV3 se motejó años ha. Valga una muestra de dicha praxis.

– Veto del castellano en las ruedas de prensa. Práctica consistente en cortar la emisión cuando el protagonista de la rueda de prensa (así sea el mismísimo presidente de la Generalitat) responde en castellano a los medios de ámbito nacional. Se da con frecuencia en las ruedas de prensa que concede el entrenador del Barça, Pep Guardiola, a quien los periodistas del resto de España suelen requerir un turno de preguntas en castellano. Por lo general, el veto lingüístico redunda en la quiebra del derecho a la información, ya que lo que se dice en una lengua no necesariamente coincide con lo que se dice en otra. (Bien lo sabe CiU). Por lo demás, la censura del castellano (y, consiguientemente, de los castellanohablantes) es una norma instituida en el libro de estilo de La Teva, que prescribe, por ejemplo, que a la hora de recabar cortes de voz se entreviste preferentemente a catalanohablantes.

– De qué hablamos cuando hablamos de nación. Dado que el libro de estilo reserva la palabra nación a Cataluña, las referencias a España suelen envolverse en el sintagma Estado español. A este respecto, el diputado autonómico del PSC Joan Ferran, progenitor de la expresión costra nacionalista, señaló la mamarrachada que suponía decir "Vuelta ciclista al Estado Español". El calado de semejante arbitrariedad lo ilustró hace unas semanas el periodista Xavier Torres, que afirmó sin inmutarse que los favoritos para ganar la Champions eran el Real Madrid y el Barça, "el representante de España y el representante de Cataluña".

Sobredimensión de cualquier suceso de corte nacionalista. Concentraciones en favor de TV3 en Valencia, pseudoconsultas sobre la independencia, actos proselecciones oficiales catalanas, apariciones estelares de Jimmy Jump... Cualquier suceso que entrañe una cierta exaltación catalanista tiene asegurado unos minutos de gloria en los informativos de La Teva. El correlato de semejante fervor es un indisimulado fomento del independentismo. Basten como ejemplos la retransmisión en directo de la manifestación del 10 de julio contra la sentencia del Tribunal Constitucional o la producción de documentales como Adéu, Espanya? o Cataluña-Espanya, que prefiguran el inexorable advenimiento de la independencia.

– Exclusión de la información taurina. Noticia no es que José Tomás congregue a 20.000 aficionados en la Monumental, sino que, en los aledaños de la plaza, haya veinte animalistas tildando de asesinos a esos mismos aficionados.

La televisión que en 1983 desveló a los catalanes quién había disparado a J. R. Ewing es hoy un monstruo de seis cabezas (TV3, TV3 Cat, Canal 33, Super 3/3XL, Esport 3 y 3/24) que devora un presupuesto de 250 millones anuales y emplea a 2.000 trabajadores, casi el doble que Tele5. La retórica normalizadora que justificó su puesta en marcha palidece ante las proporciones de un tinglado que, antes que al restablecimiento de la realidad, se debe a su deformación. Sobre todo, para blindar su propia existencia.

España y lo español, no obstante, siempre reservan al espectador una postrera vuelta de tuerca. Aun siendo un mayúsculo desvarío, TV3 no es un fenómeno excepcional, sino el artefacto mejor acabado de una trama de televisiones antropológicas (lean a Pericay) que haría las delicias de don Julio Camba. J. R., en efecto, ha terminado por hablar en todos los acentos probables de la piel de toro. Habremos, pues, de saltar al ruedo.

Cataluña es España

Pío Moa en Libertad Digital

El nacionalismo catalán (como el vasco), no es propiamente catalanista, sino antiespañol. Cataluña nunca ha sido una nación en el sentido propio de una comunidad cultural con un Estado, y no lo ha sido porque no ha querido serlo. Sólo a finales del siglo XIX apareció un nacionalismo que no podía basarse en la historia y que, por tanto, la inventó, tratando de crear mitos sugestivos basados en una mezcla de narcisismo y de victimismo. El narcisimo de ser "una raza superior" al resto de los españoles (ver el libro de Paco Caja), más "europea", más "culta" y más rica, y el victimismo de considerarse oprimidos, fuera por Castilla o por el "Estado español", como decidieron llamar a la nación española existente realmente desde Leovigildo y de la que siempre se habían sentido parte la inmensa mayoría de los catalanes.

Desde el primer momento, la táctica nacionalista, en Cataluña y en Vascongadas, consistió en provocar resentimientos y una literatura de odio y desprecio a España de la que he dado algunas muestras en Una historia chocante, pero que merecería por sí sola un buen estudio. El objetivo era doble: proclamarse los representantes genuinos de Cataluña y provocar, por reacción, un sentimiento de aversión en el resto de España, que, en círculo vicioso, empujara a muchos catalanes a identificarse con el nacionalismo. Hay que decir que en ello han tenido bastante éxito, debido a la ausencia de pensamiento político sobre el asunto en el resto de España, una carencia que, con pocas excepciones, pervive. Así, ha sido y sigue siendo muy frecuente en la prensa general referirse a los nacionalistas como "los catalanes" o aceptarlos como la auténtica encarnación de "Cataluña". La torpeza, como en relación con el PNV, ha sido increíble, y adquirió nuevas cotas en la Transición gracias a Suárez y a sectores de la UCD especialmente ineptos e ignorantes de la historia, que propiciaban esos nacionalismos con la creencia de que ellos eran propiamente la derecha en esas regiones (o que, con la misma naturalidad y en compañía del PSOE, proclamaban al orate Blas Infante "padre de la patria andaluza"). No debe olvidarse que fue sobre todo en Madrid donde los desmanes separatistas encontraron respaldo cuando Jiménez Losantos, Amando de Miguel y otros denunciaron los denunciaron.

La identificación de los nacionalistas y su demagogia con los catalanes en general está llevando a algunas personas en el resto de España a aceptar la secesión, e incluso animarla, pretendiendo que desde la Transición los males del país y los ataques a la libertad vienen inspirados por los Gobiernos autonómicos catalanes. Tal posición me parece irresponsable. Los males de Cataluña son los del conjunto del país, y no habrían llegado a tanto sin la colaboración o inhibición de los partidos "madrileños". En La Transiciónde cristal he explicado la generación de tales actitudes y no estaría de más un debate de cierta altura al respecto.

Nuestro amigo Gadafi

Gabriel Albiac en ABC

Gadafi ha sido exactamente el mismo dictador, desde que llegó al poder en 1969 hasta hoy, miércoles 20 de abril de 2011. Dictador, pero no tonto. «Enemigo» de los Estados Unidos cuando había una URSS en cuya guerra fría blindar identidades. En excelente relación con socialistas menos agresivos: los de la Internacional Socialista, por ejemplo. Más tarde, caída ya la URSS y amenazado por el alza islamista, Gadafi se hizo «amigo» de los enemigos de sus enemigos de Al-Qaeda. La cosa funcionó. Sus occidentales amistades de estos últimos años le cortan la cabeza ahora. Confesemos que es bastante enigmático. Aún más que estrafalario.

El raro

Alfonso Ussía en La Razón

La guerra de Libia es consecuencia de un calentón de Sarkozy, una chorrada de Obama y un pelotilleo de Zapatero. No es necesario –insisto– que pasen cuarenta años para que los dirigentes occidentales se aperciban de la calaña del pájaro de Gadafi. No peor calaña que la de los tiranos de Siria e Irán, a los que nadie se atreve ni a soplarles en los bigotes.