sábado, 19 de marzo de 2011

Me equivoqué

Jorge Alcalde en Libertad Digital

Una semana después, la tragedia ha cambiado de bando. El tsunami ha dejado de estremecernos y sus víctimas no acongojan nuestros corazones tanto como las últimas mediciones de microsieverts de isótopos volátiles, con sus décimas y sus centésimas fluctuantes. ¿Por qué será que el terremoto de Japón es el que ha despertado la menor ola de solidaridad europea en la historia de las grandes catástrofes naturales? Los lobbies entretanto se remangan para recoger el rédito de su desesperada apuesta. Y el rédito llega a raudales. El nuevo debate nuclear, reabierto desde las cenizas del anterior, ya enarbola su mantra, escondido tras supuestas manifestaciones de apoyo al pueblo japonés que restaña sus heridas tras la desgracia del 11-M (maldita fecha): "¡Hay que cerrar Garoña!".

El número de muertos y desaparecidos a consecuencia del tsunami sube tan rápidamente como bajan los niveles de radiación en las proximidades de Fukushima, pero hay que cerrar Garoña. Medio millón de desplazados por la ola del maremoto buscan refugio en medio de la nevada nipona, pero hay que cerrar Garoña. Los japoneses dan a todo el planeta una lección de pundonor, organización, solidaridad y desarrollo tecnológico mientras se tragan las lágrimas tras la mayor catástrofe natural que recuerdan. Pero hay que cerrar Garoña.

Un mundo sin Garoña es un mundo mejor, más habitable, más verde.

Entre marzo y diciembre de 2011, la Organización Mundial de la Salud prevé la muerte de 11.000 haitianos afectados de cólera. Cerremos Garoña.

Según datos de la reaseguradora alemana Munich Re, en 2010 murieron 295.000 personas en desastres naturales (los terremotos de Haití y Chile y las inundaciones en India y Pakistán, a la cabeza). Hay que cerrar Garoña.

Doscientos muertos en los incendios forestales de Australia. ¡Habrá que cerrar Garoña!

No importa que en el mundo sigan muriendo cientos de miles de personas víctimas de la malaria, y que millones lo hagan por enfermedades víricas intestinales, mientras los grupos ecologistas se niegan a utilizar la manipulación genética para detener el avance de los microorganismos que las producen. Ahora, la prioridad es cerrar Garoña. ¡Qué más da si el aumento especulativo del precio de los cereales y las sequías en el Cuerno de África conducen a la muerte por hambre a poblaciones enteras, mientras los laboratorios de medio mundo temen la reacción pública contra sus semillas transgénicas! Siempre nos quedará Garoña.

El caso japonés

Pío Moa en Libertad Digital

El ecologismo pertenece al rango de las ideologías histéricas –todas lo son en alguna medida–, es decir, que combinan el catastrofismo sobre el futuro con el embuste sobre el presente. Convendría hacer una lista, que creo sería muy larga, sobre las mentiras y manipulaciones de datos de los ecologistas desde que ese movimiento aparece como ideología. Y también sobre sus profecías fallidas. Resultaría muy instructivo, creo. Sus soluciones resultarían tan caras en la práctica que empobrecerían y llevarían el hambre a la mayor parte de la humanidad, algo que no parece preocuparles demasiado, porque una de sus tesis es que el ser humano constituye una especie de cáncer del planeta. Algunos de ellos lo admiten y calculan la conveniencia de reducir la humanidad hasta a la décima parte de su volumen actual, sin preocuparse demasiado del método para ello. Quizá lo mejor sería precisamente el hambre, al estilo de la Gran Hambruna irlandesa.

Una de sus consignas típicas durante muchos años fue el rechazo a las centrales nucleares, con las que muchos países han reducido su dependencia de otras energías, las cuales también condenan los ecologistas, en particular las fósiles. Las nucleares supondrían una amenaza espantosa e incontrolable, tanto por los residuos radiactivos como por la posibilidad de accidentes terriblemente mortíferos. En la práctica, el problema de los residuos se ha resuelto de forma bastante razonable, y los accidentes en las centrales nucleares han sido muy raros, y cada vez mejor controlados (los accidentes en embalses han causado muchas más víctimas), lo que ha ido desinflando aquel movimiento tan popular durante decenios, sobre todo en medios juveniles.

Y, en efecto, ninguna obra humana está a salvo de errores o accidentes. De hecho la vida humana está continuamente expuesta a ellos y no por eso dejamos de realizar mil tareas potencialmente peligrosas. Ahora, los ecologistas explotan lo ocurrido en Japón para volver a la carga. No sabemos aún qué dimensiones adquirirá el desastre de la central de Fukushima, pero sí que para crear el problema ha sido precisa la combinación de uno de los terremotos más fuertes de la historia con un tsunami, un hecho muy improbable en Japón, una de las zonas más sísmicas del mundo, y muchísimo más improbable en Europa, donde los terremotos son mucho más infrecuentes y de menor intensidad, incluso en el área del Mediterráneo. Sabemos también que la experiencia no caerá en saco roto y la seguridad mejorará en el futuro.

El pensamiento histérico genera histeria, y esta es la peor de las actitudes ante una catástrofe.


Una guerra de mucho progreso

Pablo Molina en Libertad Digital

Puesto que el Gobierno se conduce en materia exterior con los principios de la geopolítica progre, según la cual cualquier guerra en la que participe Norteamérica es ilegal, injusta, ilegítima e inmoral, resulta necesario señalar que la decisión de Zapatero de involucrarnos en una guerra en Libia tiene esas mismas cuatro íes a pesar de que cuente con el aval de la ONU.

Un marchamo, por cierto, que no hubiera impedido la oposición violenta del PSOE a la segunda parte de la Guerra de Irak en caso de haberse producido, como el mismo D. José Blanco, por aquellos tiempos simplemente "Pepiño", se encargó de asegurar repetidas veces en sus arengas diarias a La Brigada Ligera del Bongo (Federico dixit) y los nutridos regimientos de Lanceros Culturetas. En aquellos momentos un PSOE convencido de que no iba a llegar al poder al menos en ocho años, no se cansaba de afirmar que aunque la ONU autorizara los ataques para expulsar a Sadam del poder, los socialistas iban a salir a la calle detrás de los Bardem a llamar asesinos a Aznar y Bush.

En realidad el propio ZP se encargó de mostrar al mundo su verdadero respeto a las resoluciones de la ONU cuando se sentó al paso de la bandera norteamericana en el desfile nacional de 2003, aunque para esas fechas lo de Irak era ya una operación bendecida por todos los organismos internacionales.

Por tanto ya puede Zapatero decir misa, con perdón, pero en estos momentos es el lacayo mayor de los yanquis, a los que va a ayudar en esta nueva guerra por el petróleo, que es lo que dicen los medios progres cuando las hostilidades se declaran en Oriente Medio y los norteamericanos andan por medio.

En caso de que las tropas aliadas actúen finalmente en la patria de Gadafi, por cierto otro progresista de tronío, y dado que en toda guerra hay víctimas inocentes, supongo que los medios progresistas no tendrán inconveniente en volver a colocar en sus portadas imágenes a cinco columnas de niños destrozados por las bombas aliadas, como hacían a diario cuando estaba la derecha en el poder.

Digo esto a ver si entre todos animamos a los palanganeros supraciliares y nos dan una satisfacción desfilando por las calles con los bongos y una foto del Lewinsky leonés con uniforme de las SS, como hacían con Aznar. El éxito está asegurado, porque tres generaciones de la familia Bardem detrás de una pancarta son capaces de acabar con cualquier Gobierno belicista. ¿Qué apostamos?

El Patton de León

Hermann Tertsch en ABC

Se arrepentirá Gadafi por haberse erigido en el nuevo generalísimo Franco y haber comparado su conquista de Bengasi con la caída del Madrid republicano en 1939. No porque sea una solemne majadería, que lo es. Sino por la conversión guerrera a la que ha inducido al presidente del Gobierno español. ¡Quién le ha visto y quién le ve, a Rodríguez Zapatero! Qué animoso apareció tras su entrevista con Ban Ki Moon. Hasta suspendió un viaje a León para dedicarse a su agenda bélica. Ante la prensa, que él ayer sin duda intuía muy internacional, nos explicó que la contribución española en esta intervención armada en Libia será «importante». Y nos reveló que ha ordenado a las fuerzas aéreas y navales que estén preparadas para su misión. Los espíritus del general Patton y del mismísimo Churchill parecían allí presentes. «He dispuesto», dijo como quien se dispone a tomar el puente de Remagen sobre el Rin o acaba de ordenar a la Sexta Flota que cambie de océano. Advirtió a Gadafi que la comunidad internacional no se dejará engañar. Ya se ocupará él que sea así.

Está ya claro que tan muerto como el Zapatero obrerista o el Zapatero antinuclear, lo está el Zapatero pacifista. Aquel que sólo tenía por buenas las armas del Ché Guevara. Pero el destino le ha reservado una satisfacción a este nuevo héroe del asedio a Madrid, perdón Bengasi. Sólo debe lamentar que no le vea ahora su abuelo, no el franquista por supuesto, sino el bueno, el republicano. Con las armas de las potencias occidentales, Zapatero se olvida de las mezquindades de la política de este país menesteroso, y se erige en caudillo de la intervención compasiva. Todo un sueño. Se le veía disfrutar ayer en su nuevo papel de abanderado de la comunidad internacional en operación de castigo contra ese Franco con chilaba. Extraña impresión ver a este hombre decir cosas sensatas, aunque sea desde la impostura y por motivos equivocados.

La traición de los clérigos

Tomás Cuesta en ABC

«EL cataclismo de los conceptos morales en quienes educan al mundo». Bajo ese lema, Julien Benda publicó, en 1927, un libro que, desmañado, sin duda, en lo estilístico y alicorto, tal vez, en sus planteamientos académicos, resultaría, en cambio, tristemente profético. En «La trahison des clercs» (La traición de los clérigos), Benda denunciaba la obcecación suicida de esos intelectuales que, a derecha y a izquierda, sin distingos de credos, glorificaban con fervor los particularismos al tiempo que arrumbaban los valores de la universalidad en el trastero de las enciclopedias. El caso es que, por entonces, ochenta años atrás, en el frenético entreacto del siglo de la mega-muerte, los eximios intérpretes del pensamiento europeo no sólo no aprendieron de los errores del pasado sino que echaron leña al fuego de los horrores venideros.

De ahí el estupor con el que Julien Benda («el típico judío insignificante», apostillaba Charles Maurras desde las altas cumbres de la «grandeur» francesa) asistía al despliegue de fuegos de artificio que instaban a las naciones a encerrarse en sí mismas, a no ver más allá de sus adentros, a enfrentarse a las otras a cuenta de «su lengua», de «su arte», de «su filosofía», de «su cultura»; de su «volksgeist», en suma. Es decir, de «su genio». La era moderna —afirma— se despeja a través de una ecuación funesta que transforma «la cultura» en «mi cultura» y salda las conquistas del humanismo y la razón en el melifluo baratillo de la pertenencia.

Algo hemos avanzado, puesto que los «clérigos» de antaño se han convertido, hogaño, en príncipes de una Iglesia despojada de la universalidad «católica». Y atrincherada en ser sólo «catalana». Para trocar la teología en «ancilla politicae» (sierva de la política). No han de dar fe de Cristo, los obispos; sí, de su terruño: «Como obispos de la Iglesia de Cataluña, encarnada en este pueblo, damos fe de la realidad nacional de Cataluña, configurada a lo largo de mil años de historia». A eso Juan Pablo II llamaba el paganismo nacionalista. Contra esa absorción del cristianismo en apuesta política está elaborada toda la obra del Benedicto XVI que, en 2005, escribe: «El moralismo político al que hemos sobrevivido, y al que estamos sobreviviendo, no sólo no abre un camino de regeneración, de hecho lo bloquea. Lo mismo ocurre con un cristianismo y una teología que reducen el núcleo del mensaje de Jesús, el “reino de Dios”, a los “valores del reino”». O a los valores de la nación, si se prefiere.

A partir de esa sacralidad de la nación, todo se justifica. Igualar la actual paradoja migratoria con la presencia en Cataluña de andaluces («personas inmigradas de otros territorios de España», dicen los obispos) no es insulto; es necedad. Y quizá el sacrilegio del particularismo. Eso que exponía Ratzinger al reflexionar, en 1987, sobre la universal historia que «abre la Persona de Jesús de Nazaret, a quien se reconoce como el último hombre (el segundo Adán)… Se orienta hacia la entera raza humana y supone la abrogación de todas las historias parciales, cuya salvación parcial se ve ahora esencialmente como ausencia de salvación». Pero, para los de la tarraconense, no hay salvación fuera de la masía.

Los que creen y tiemblan

Juan Manuel de Prada en ABC

Para profanar una capilla hace falta odiar algo que, íntimamente, sabemos parte de nosotros; hace falta —como leemos en la Epístola de Santiago— «creer y temblar». Pues alguien que no fuera religioso pasaría ante una capilla como quien no la ve, o viéndola no entendiese su razón de ser. Es cierto que los sucedáneos idolátricos al uso pueden disfrazarse, mediante una suerte de «corteza civilizatoria», de indiferentismo religioso; y que muchos adeptos a tal o cual utopía política, solicitud terrena o ensoñación sensitiva logran pasar ante una iglesia fingiendo que no la ven. Pero no es menos cierto que, con frecuencia, tales sucedáneos idolátricos no hacen sino escarbar en la llaga abierta del odio religioso. Para desnudarse ante un sagrario hace falta «creer y temblar», hace falta ser un creyente vuelto del revés. Ni siquiera se puede considerar un acto de «salvajismo», pues en el salvaje actúa el puro instinto; y aquí el instinto se complica con los residuos turbios de las consignas ideológicas y la alfalfa suministrada en los medios de comunicación y en las aulas universitarias. Es, pura y simplemente, odium fidei, condimentado con su ración azufrosa de utopía política al uso, que en este crepúsculo de la historia se llama ideología de género.

Pero este tipo de sacrilegios empiezan a hacerse recurrentes; en lo que se demuestra que afloran sobre un caldo de cultivo en el que el indiferentismo religioso ha hecho su labor de zapa, incluso entre los propios creyentes. El sacrilegio sólo adquiere su plena dimensión tenebrosa cuando se tiene conciencia de lo sagrado; y, en este sentido, sospecho que esas ménades que se desnudaron ante un sagrario tienen mucha más conciencia de lo sagrado que muchos católicos que pasan ante el sagrario como quien pasa ante un armario (o en todo caso ante un semáforo, por aquello de la lucecita roja) y que comulgan de forma indecorosa. Y mucha más conciencia también, por cierto, que los eclesiásticos que dejan que hordas de turistas se paseen en pantalón corto por las iglesias, como se pasearían por una feria de muestras, y que permiten que sus feligreses comulguen de forma indecorosa. Esta pérdida del sentido de lo sagrado es un triunfo mucho más regocijante para los que creen y tiemblan que el numerito de las ménades en la capilla universitaria.

Del suyo



Si es que me hay cada publicista...