miércoles, 13 de abril de 2011

El «burka» y similares

Alfonso Ussía en La Razón

En España, el «buenismo» de la integración y la cursilería de lo multirracial, permite a las mujeres musulmanas salir a la calle con «burka», «niqab» o similar prenda de humillación ante el hombre, ese ser superior según el Korán. Aquí las feministas protestan por cualquier bobada y callan las atrocidades. Todo lo que tenga que ver con el cristianismo en general y el catolicismo en particular es de obligado rechazo. Lo que concierne al Islam y sus costumbres medievales es de obligado respeto. En Francia, que no se andan con complejos y tienen una izquierda culta, el «burka» y similares capuchas femeninas han sido prohibidas. Reto a cualquiera de sus defensores masculinos – del «burka»–, que hagan una prueba.

Abandonen su cálido hogar con un pasamontañas. No llegarán a más de cien metros. Con toda la razón y lógica del mundo, serán llevados a la comisaría más próxima. Abandonen su hogar con una capucha que cubra completamente su rostro. No llegarán a más de cien metros. Serán llevados a la comisaría más próxima. Abandonen su cálido hogar con un simple antifaz, como los que usaba el «Llanero Solitario» de los tebeos infantiles. No llegarán a más de cien metros. Serán llevados a la comisaría más próxima. Abandonen su cálido hogar con un pañuelo que esconda su rostro desde la nariz a la barbilla. No llegarán a más de cien metros. Serán llevados a la comisaría más próxima. De vuelta a casa, hagan la prueba con sus mujeres, compañeras de hecho, novias o amigas si éstas son occidentales. También serán llevadas a la comisaría más próxima por ocultar su identidad. La inseguridad en su deambular levantaría sospechas. Pero ningún agente de seguridad se atreverá a llevar a la comisaría más próxima a una mujer musulmana que cubra totalmente su rostro. Ellas pueden hacerlo. No se trata del velo, también en entredicho. Se trata del «burka» o del «niqab», de la postración femenina del siglo XI, del ocultamiento total, del atentado contra la mujer más habitual, constatable y permitido en el mundo occidental. Que nadie espere la protesta, ni el amago de enfadillo, ni el mohín de disgusto, del feminismo profesional de izquierdas. Es probable que el «burka» y el «niqab» cuenten con el aplauso y la aprobación de nuestras lidias falcones. Por favor, el respeto a las creencias. Un cristiano en general y católico en particular, no puede esperar en España que sus creencias sean respetadas. Y aún menos, amparadas por las autoridades. Las iglesias están para ser asaltadas por quienes defienden el «burka», el «niqab» o las lapidaciones públicas a las mujeres que son sorprendidas echando un polvete con quienes no son sus dueños. Alianza de Civilizaciones. Tampoco esperen de las feministas españolas de la izquierda profesional –existe una profesión muy rentable en España que no es otra que el doctorado en izquierdas para poder hacer lo que a uno le venga en gana sin ser tachado de fascista–, tampoco esperen nada de las feministas –repito–, que callan ante la mutilación genital, la ablación del clítoris, que se practica en España en centenares de niñas. Respeto multirracial y a sus creencias y tradiciones. Pero si en plena Semana Santa se convoca y organiza una «procesión atea» para ciscarse en la Semana Santa, en lo que significa para los cristianos y en la sensibilidad de los creyentes, hay que apoyarla oficialmente, porque la religión católica no entra en los ámbitos del obligado respeto. Será respetada la fe cristiana cuando los creyentes, para no ser apaleados, se cubran con pasamontañas y obliguen a sus mujeres, como esclavas, a esconderse bajo los «burkas». Que ese camino llevamos, previo paso por la comisaría.

¡Fuera máscaras!

Gabriel Albiac en ABC

Comparecer bajo máscara es suspender la condición ciudadana. El tiempo de un festejo o el de un rito marcan las paredes de ese paréntesis. Que, por contraste, enfatiza la exigencia diaria: afrontar, a rostro descubierto, la individual responsabilidad del acto libre. No todas las sociedades han conocido eso. Sólo una ínfima minoría: el privilegiado mundo en el cual libertad y democracia fueron posibles. Quienes tienen mi edad saben qué necesarios fueron los antifaces para sobrevivir bajo una dictadura. Cuando no se es ciudadano, cuando no hay ley que repose sobre universal derecho, sólo ser clandestinos, indistinguibles, salva de ser aniquilados. Y uno termina amando su clandestinidad, su máscara; al fin, su única defensa.

El uso del niqab y el burka, las dos variedades perfectas del enmascaramiento femenino, quedó prohibido el pasado lunes en los espacios ciudadanos de Francia: «ni en vías públicas, ni en lugares abiertos al público o afectados a un servicio público» se puede comparecer con rostro oculto. No es medida de orden religioso: en los lugares de culto, cada fiel puede superponer a su rostro aquello que la liturgia imponga; ésa es cosa de quienes regulan el ceremonial del templo. Como sobre las tablas del teatro, a cada actor corresponde el disfraz que el director de escena dicta. No concierne al Estado, ni entrometerse en el modo de representar a Sófocles, ni asesorar a una autoridad religiosa acerca de cuáles sean las revestiduras que se adecúen mejor al rito. Por eso, los momentos escénicos deben ser inequívocamente acotados. En el espacio físico del entretenimiento, que alzan teatro o circo. O en el espacio temporal que, cíclicamente, regula la disolución festiva de la norma: carnavales o procesiones de calle, por ejemplo.

Lo extraordinario, a poco que se piense, es que haya sido necesario en Francia explicitar una norma que es tan vieja como la democracia: que nadie puede acogerse a la irresponsabilidad —jurídica y política— que garantiza la máscara. Y que haya sido preciso especificar esa norma para una determinada fracción de la ciudadanía: las mujeres musulmanas. Constatando, de ese modo, que, hasta anteayer, en la republicana Francia, una notable cifra de habitantes había quedado excluida de la plena ciudadanía; en lo positivo —la irresponsabilidad que el perpetuo anonimato otorga—, como en lo negativo —la ausencia de cualquier existencia social libre y autónoma—.

A nadie se le hubiera pasado por la cabeza legislar la prohibición a los varones —sea su religión cual sea— de deambular bajo máscara. Ça va de soi, ¡qué demonios! Cae por su peso que un mastuerzo que vaga con capucha por la calle no puede sino acabar la mona en el calabozo. Es lo que pasa cuando un ciudadano se salta las normas básicas de seguridad. Eso lo aceptará, sin demasiado inconveniente, hasta el creyente islámico más puro: a la ley se ajustan por igual todos los ciudadanos. Los ciudadanos. No los animales domésticos. Ni las mujeres.

Y ésa es la única clave. No francesa. De Europa ya, sin excepciones. Fueron precisos dos siglos para alcanzar la igualdad jurídica sin distinción de sexo. ¿Renunciamos a ella? Puede que no haya remedio, si es verdad que el tal Alá es tan grande.

Aprenda tertulianés

Antonio Burgos en ABC

Como hay un Lenguaje Progre, del que Mario Flores ha publicado un diccionario con su traducción castellana, existe también en España otro idioma que da muchísimo prestigio social: el tertulianés. Como el francés, el inglés o el portugués, el tertulianés es una lengua con sus propias normas, su vocabulario y su gramática. A mí me gustaría una enormidad hablar tertulianés, pero aún no soy capaz. Estoy tratando de aprenderlo. He buscado inútilmente un manual de «Tertulianés para Provincianos» o algo así, un Método Assimil del tertulianés, pero no existe. Lástima, porque yo quisiera ir por ahí por las radios y las televisiones, como tantos, ganándome unos jornales muy curiosos como «analista político», profesión que, como los duros antiguos, «es la cosa más graciosa que en mi vida he visto yo». La vez primera que escuché lo de «analista político», yo sabía lo que era un analista: un señor con una bata blanca que está en su laboratorio haciendo análisis de sangre y de orina. Y sabía lo que era la política. Y como soy un cateto de provincias, me creí que un analista político era un señor que se dedicaba a sacarle los lípidos al poder y los triglicéridos a la oposición, y que le hacía a España un hemograma completo.

Pero no. Los analistas políticos son unos señores que en las tertulias de Radio o TV proclaman con gran solemnidad las mayores obviedades y chorradas, gracias al idioma que hablan: el tertulianés. Ya digo que he tratado de aprenderlo en los libros, pero me he tenido que conformar con pegar el oído e ir anotando sus frases más comunes. Por ello puedo ofrecerles este breve prontuario, algo así como un «Aprenda tertulianés en 10 días». Basta para ello que antes de decir una obviedad con mucha solemnidad, antepongan un remoquete, característico de la lengua tertuliana. He aquí un mínimo repertorio de frases que no dicen absolutamente nada, pero que a estos tíos les quedan del carajo:

«Hasta donde yo sé».

«Visto lo visto».

«A día de hoy».

«Dicho lo cual».

«Más pronto que tarde».

«Hay que contemplar dos escenarios».

«Esa opción no se compadece con...».

«Estamos hablando de...».

«Es un tema de mucho calado».

«Es un asunto de largo recorrido».

«Va a ser que no».

«Es por ello que».

«Según las fuentes que manejo».

«Depende de la deriva que tome».

«Hay que ponerlo blanco sobre negro».

«Con la que está cayendo».

Con estos remoquetes absolutamente no significantes, bien administrados, puede usted autoconstruirse un perfecto discurso y romper a hablar en correctísimo tertulianés. Por ejemplo: «A día de hoy y hasta donde yo sé, falta ponerlo blanco sobre negro, pero es un asunto de mucho calado que va a tener un largo recorrido, y es por ello que depende de la deriva que tome, ya que según las fuentes que manejo y con la que está cayendo, creo que va a ser que no».

Ah, bueno, y si al final de todo hace un descenso a Arniches o a la Verbena de la Paloma, queda ya cumbre. En perfecto tertulianés, esas camelancias de las solemnes obviedades conviene rematarlas con un castizo: «Macho, que te han pillao con el carrito del helao».

Aguirre contra Procusto

José García Domínguez en Libertad Digital

Lo que Hegel llamaba el espíritu de la época, eso tan difícil de aprehender para los contemporáneos, yo acabo de descubrirlo en la estampa algo andrógina de un tal Justin Bieber, cantante que, según me cuentan, trae soliviantadas a las pubertinas españolas. Al punto de que, igual en Madrid que en Barcelona, centenares de preadolescentes guardaron cola de días ante las taquillas a fin de asistir a sus recitales. En algunos casos, morando en tiendas de campaña toda la semana, me informa La Vanguardia, gaceta que por lo demás se suma al universal contento por tan ilustre visita. Al respecto, uno tenía entendido que la escolarización en este país era obligatoria hasta los dieciséis años de edad. Y que entre los cometidos de la Policía estaba identificar la presencia de menores en la vía pública durante el horario lectivo.

Pero, por lo visto, uno lo entendió mal. ¿Cómo, si no, legiones de abnegadas mamás de la sufrida clase media habrían escoltado a sus niñas en la larga espera ante la mirada complaciente de los guardias de la porra? Por no entender, uno no entendió que el genuino escándalo no residía ahí, sino en cierto proyecto docente madrileño. Ése que pretende auspiciar institutos públicos donde se practique el culto no a Bieber y su compadre Procusto, sino a la excelencia académica. Centros que se plieguen a una constatación empírica registrada por la Humanidad en los últimos dos mil años, a saber, la evidencia de que la Madre Naturaleza no es socialdemócrata.

De ahí que la inteligencia no se distribuya en el Cosmos con arreglo a los principios programáticos de la II Internacional. Fatalidad biológica que tan bien comprendieran, por cierto, los promotores de la Institución Libre de Enseñanza, muy elitista referencia mítica de esa progresía que, escandalizada, clama "¡Anatema!". La misma progresía que, en apenas un cuarto de siglo, ha coronado uno de los más asombrosos prodigios de la ingeniería moderna: transformar un viejo ascensor social en una eficacísima tuneladora. Gloriosa hazaña, la de la ortodoxia pedagógica dominante, que nunca hubiera sido posible sin la tolerancia cero con las desigualdades naturales entre las capacidades de los alumnos. Tabú que ahora se aprestan a violar en Madrid. Con permiso de las mamás de Bieber, claro.

Aguirre, contra la mediocridad de la izquierda

Editorial de Libertad Digital

La presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, ha vuelto a poner de manifiesto, ante un abarrotado foro de ABC, que, lejos de resignarse ante los dogmas que el socialismo trata de imponer como pensamiento único a los ciudadanos, lo que hay que hacer es "desterrar la falsa superioridad moral de la izquierda".

Conocedora de la importancia decisiva que las ideas tienen, para bien y para mal, en el devenir de la sociedad, Aguirre ha reivindicado los valores y principios del liberalismo frente a los dogmas que el socialismo propaga como indiscutibles. Aguirre sabe que si aceptamos como principios y valores de partida falsedades como las de que un mayor gasto público es equivalente a un mayor bienestar social; que la igualdad ante la ley significa la igualación por ley; que la justicia se alcanza, no dando a cada uno lo suyo, sino dando a todos lo mismo; o que la ley debe ser, no la salvaguarda de la libertad del individuo, sino el cincel con el que el gobernante moldea a su gusto la sociedad, estamos abocados a un injusto y coactivo empobrecimiento colectivo. Aguirre sabe que frente a él poco o nada podrán supuestas "alternativas de gestión", mientras no se atrevan a cuestionar de raíz ese falso paradigma dominante en el que buscan acomodo.

En lugar de acomplejarse ante ese falso y fracasado modelo "progresista", Aguirre ha puesto en valor principios como el de la austeridad pública, como el del equilibrio presupuestario o como el de la libertad empresarial y la soberanía del consumidor. Conocedora de la superioridad moral y práctica de lo que Herbert Spencer llamó el orden del contrato frente al del mandato, Aguirre ha apelado a la libertad de elegir y a la libre iniciativa empresarial frente a quienes propagan que es más "justo" el coactivo e ineficaz servicio público a cargo de funcionarios.

Pero quizá haya sido en el terreno educativo, y en su reivindicación del mérito y de la excelencia, donde el espléndido discurso de Aguirre ha sido más incisivo contra esa rémora igualitarista que la izquierda propaga en detrimento de la libertad, de la auténtica igualdad ante la ley y, en este caso, de la calidad de la enseñanza.

Su propuesta de abrir un "aula de excelencia" para los estudiantes más aventajados en los institutos de enseñanza secundaria la próxima legislatura (iniciativa que se suma al "bachillerato de excelencia" al que accederán los alumnos que lo deseen entre los que mejores notas hayan sacado durante la escolarización obligativa) no será una alternativa radical al deteriorado sistema estatalizado de enseñanza; pero sí tiene la enorme virtud de introducir, aunque sea dentro de un deficiente sistema, el valor del esfuerzo, de la distinción, del mérito y de la búsqueda de la excelencia, que son valores esenciales para mejorar la calidad de la educación.

Esta carrera abierta al talento y al esfuerzo, al que están convocados todos los alumnos con independencia de cual sea su origen social y económico, causará la airada oposición de una izquierda que calibra la calidad de la educación en la igualdad de resultados. Pero, salvo que queramos igualar a todos por abajo, haríamos bien en desterrar de raíz esa falsa ética social, y recordar, con palabras de Edwin G. West, que "cuando existe desigualdad de habilidad potencial, inevitablemente habrá desigualdad en los resultados. Si insistimos en la igualdad de resultados, se desprende que debemos penalizar la habilidad".