sábado, 4 de junio de 2011

Lo escrito, escrito está

Juan Manuel de Prada en ABC

Esto respondió Poncio Pilato a los miembros del Sanedrín que le fueron con pejigueras, disconformes con el letrero que había mandado clavar en el madero donde fue colgado Jesucristo. La Real Academia de la Historia no se ha atrevido a tanto; y ante las protestas del sanedrín progre ha prometido revisar algunas entradas de su Diccionario Biográfico Español, e incorporar correcciones «de manera rápida a la edición digital y a ulteriores ediciones en papel». Espigando el diccionario, uno se encuentra, desde luego, con expresiones ditirámbicas impropias del lenguaje aséptico que se reclama al historiador; así ocurre, por ejemplo, con la entrada dedicada a Felipe González Márquez. En ella leemos que quien fuera presidente del Gobierno español es hombre de «carisma inigualable» (risum teneatis) que sufrió los «esfuerzos denodados del Partido Popular y de sus cómplices mediáticos por sentarlo en el banquillo». Donde se deslizan, como mínimo, una hipérbole y una insidia, instrumentos más propios del ditirambo o el libelo exaltados que de un diccionario histórico. Decía Cicerón (De Oratore, II, XV, 62) que «la primera ley de la historia consiste en no atreverse a decir nada falso; la segunda, atreverse a decir todo lo que es cierto; y la tercera, evitar aun la sospecha de odio o de favor». Y en la entrada de Felipe González las tres leyes de la historia establecidas por Cicerón son concienzudamente infringidas.

Tal entrada, más propia del panegirista que del historiador, no se cuenta, sin embargo, entre las que han provocado el furor del sanedrín progre, todas ellas de personajes muertos hace décadas. De Francisco Franco ha molestado mucho al sanedrín progre que se diga que estableció un régimen «autoritario» (afirmación que, de forma implícita, convierte a quien lo establece en «dictador»), pero no «totalitario»; especificación que, en sí misma, no contraría ninguno de los requisitos que Cicerón exigía al historiador. Las palabras, desde luego, las carga el diablo, y más tratándose de palabras tan elásticas como «autoritario» y «totalitario»; pero yo he leído en los libros del más diverso signo ideológico que el régimen franquista fue autoritario, por faltarle ese componente distintivo de todo totalitarismo, que es una «explicación totalizadora, articulada y lógica del mundo»; componente que el régimen franquista nunca tuvo ni pretendió.

Pero en las protestas furiosas suscitadas contra el Diccionario Biográfico Español no creo que se discuta la elección de tal o cual palabra, o la elusión de tal o cual otra; ni siquiera el empleo de fórmulas retóricas incongruentes con el lenguaje aséptico del historiador. Lo que se exige a la Real Academia de la Historia es que acate y ayude a imponer una versión inventada de la Historia (con fines, por cierto, claramente «totalitarios»), en la que se entronice lo que es falso y se silencie lo que es cierto; una versión en la que se afirme que la Segunda República fue un paraíso democrático, regido por eximios estadistas amantes del bien y la libertad, que jamás perpetraron ni ampararon crimen alguno. La Real Academia de la Historia debería dejar bien claro que, más allá de corregir tal o cual palabra o fórmula retórica, no se avendrá a participar en semejante tropelía, por mucho que traten de imponérsela desde el sanedrín progre; esto es lo que se le demanda en la circunstancia presente, en la que —para desgracia de la maltrecha cultura española— decir la verdad se ha convertido en una arriesgada, casi suicida, forma de heroísmo.

El intelectual, la muerte y el diablo

Fernando García de Cortázar en ABC

Todos conocemos esas imágenes del París liberado, en los días en que el fulgurante desembarco de Normandía presagia el fin de la última Gran Guerra. Estamos en agosto de 1944. Heridos, fatigados, los nazis abandonan la capital gala y la Resistencia toma las calles al asalto. Ahora el campo de batalla se ha desplazado a la ciudad del Sena, que hace fuego con todas sus balas en la calurosa noche de verano. Es la hora de la verdad, escribe Albert Camus entre ráfagas de ametralladora y explosiones lejanas: «Hoy acaban cuatro años de una historia monstruosa y de una lucha indecible en los que Francia se ha enfrentado con su vergüenza y su furor».

¡Cuatro años de ocupación nazi! ¡Cuatro años bajo el régimen pro-alemán de Vichy! Para muchos es la hora de olvidar aquel tiempo con olor a traiciones, silencio y asesinatos. Para otros es la hora de alimentar la falsa creencia de que han derrotado al enemigo y se han liberado por sus propios esfuerzos. El mismo De Gaulle ratificará en seguida esta visión complaciente de la historia, esta operación inmediata de sutura nacional, y no pocos franceses que han vivido la ocupación de espaldas a los sacrificios de la Resistencia darán rienda suelta a la impostura descargando las iras de la venganza sobre los amigos y simpatizantes de los nazis. A partir de ahora, agosto de 1944, habrá una sola Francia, unida en el mito de la Resistencia, y un cuerpo extraño, los colaboracionistas, los traidores, que para seguir adelante deben ser perseguidos, marcados, castigados. Tras los tanques aliados, entre las balas de la libertad que silban todavía en París, llega también la hora de la caza, de las detenciones sumarias y los arrestos indiscriminados, de las denuncias y los ajustes de cuentas, de las mujeres con la cabeza rapada y los hombres aturdidos, todavía en pijama, arrastrados a golpes y empujones hasta la plaza del pueblo. Tiempo de ruido y furia: la depuración.

«Ante todo no reconozco vuestra justicia. Vuestros juegos y vuestros jurados han sido escogidos en forma tal que descarta la idea de la justicia. Hubiera preferido la corte marcial. Hubiera sido más sincero y menos hipócrita.»

Quien habla tan orgullosamente es Pierre Drieu La Rochelle, rebelde contumaz y colaboracionista confeso, cuyo Adiós a Gonzague, que acaba de publicar Alianza Literaria junto a la novela El fuego fatuo, me ha traído, estos últimos días, la memoria de aquellos idealistas temerarios que reivindicaron los fascismos como la corriente salvadora de Europa y vivieron su apoteosis bélica como una pasión, como un sueño, como un programa político de exterminio y redención.

Todo esto sucedió apenas ayer, y sin embargo nos parece de otro mundo. Tan lejano que hoy somos incapaces de ver que antes de deshonrarse por sus crímenes, el fascismo constituyó una esperanza formidable y peligrosa, el ataque y la supuesta vacuna de un liberalismo que agonizaba y se hundía en todos los frentes. Desde la marcha sobre Roma y con el atractivo de la doctrina de los hechos, sedujo no sólo a las masas sino que contó con valedores y portavoces entre muchos intelectuales, comenzando con el filósofo Heidegger, uno de los grandes sabios del siglo XX.

Pero entre aquellos intelectuales que se asomaron a la cuna del monstruo, pocos encarnan tan cruda e ingenuamente la fascinación del poder totalitario como el culto, elegante y refinado Pierre Drieu La Rochelle, quien buscó en la turbia aventura nazi el último aliento para una Europa que, en su opinión, se desmoronaba, carcomida de caducos y decadentes sistemas parlamentarios, atenazada por la doble barbarie de los mercados de Wall Street y las hordas del Kremlin.

Dandy y asceta. Amigo de Malraux y revolucionario fascista. Efímero director de la Nouvelle Revue Francaise(NRF) y propagandista de una Europa de cuento presidida por la mística nazi... Drieu La Rochelle es todo eso al mismo tiempo, y también el paseante solitario y extravagante del París ocupado, el novelista y escritor de ensayos que piensa que la Historia ha venido a coincidir con su pensamiento. Para este aciago idealista, Hitler es el gran revolucionario y depurador histórico de Europa. Así también le pasó a Stendhal con Napoleón, el conquistador insaciable, y a Ezra Pound con Mussolini, el César visionario. En vano, sus colegas de la NRF, Malraux y Mauriac, intentan hacerle entrar en razón. «¿Acaso Stalin y su sistema de purgas son mejores que la política empleada por la pandilla nazi?», preguntará a cuantos le señalan la represión racista elevada a principio de poder y de Estado, los campos de concentración, los fusilamientos de los opositores, la chata ideología con tufo a cerveza del Führer o de personajes como Himmler, Hess o Goebbels.

Todos conocemos el final de aquella pesadilla sanguinolenta. Los fascismos se hundieron en todos los frentes, dejando tan sólo un vasto reguero de horrores. Pero la historia de Drieu La Rochelle no acaba aquí. La debacle nazi marca la hora de la depuración. Muchos colaboracionistas huyen tras los restos de la Wehrmacht. Él —que es de los que ha jurado y perjurado a favor de los nazis y lo ha leído toda Francia—, no. París es su ciudad: su terruño, su infierno, su amante demasiado maquillada. Sabe, por supuesto, que ya no hay nada que hacer, que está acorralado, que la trampa es tan vieja como el hombre, pero no quiere huir, no quiere ocultarse. Tampoco quiere ser apresado y juzgado sumariamente por los tribunales de De Gaulle. Lleno de impaciencias juveniles, antes de que lo atrapen y ejecuten como al ensayista y crítico literario Robert Brasillach, el niño terrible de Vichy, dirá adiós a todos, suicidándose con barbitúricos y gas en su apartamento de París.

Creía en todo —en el honor, en la verdad, en la cultura...—, diría de él su amigo Lucien Combelle. Pero ¿cómo congeniar ese retrato con el ilusionista de la victoria nazi; con el suministrador de ideas, argumentos y razones que pusieron en marcha el acarreo, desde todos los rincones de Francia, hacia los hornos crematorios, de miles de judíos franceses; con el intelectual que vive las invasiones nazis en un clima de irrealidad, como dentro de un episodio homérico?

No lo sé. Tal vez no haya respuesta aceptable para esa tremenda pregunta. Lo que sí es seguro es que las ideas, las palabras, no son irresponsables y gratuitas. Como dijera George Steiner, ellas generan acciones, modelan conductas y mueven, desde lejos, los brazos de los ejecutantes de cataclismos. Lo que sí es seguro es que Camus tenía razón cuando a las razones de Mauriac en pro del perdón y la caridad para con los propagandistas de Vichy, repuso:

«Nos hizo falta mucha imaginación para ver a miles de franceses honorables señalados todos los días para los peores suplicios por unos periodistas a los que ahora se quiere convertir en mártires. Acaso, como hombre, admire yo al señor Mauriac por no querer aumentar el odio; pero como ciudadano lo deploro, pues ese amor nos traerá justamente una nación de traidores y mediocres y una sociedad que ya no deseamos.»

Leo ahora estas palabras escritas por Camus en 1945, cuando en plena depuración el joven periodista de la Resistencia buscaba la voz justa entre los gritos de aborrecimiento de un lado y los ruegos enternecidos del otro, y no puedo dejar de pensar en las miles de personas que han vitoreado el triunfo de la filo-etarra Bildu en las elecciones municipales del País Vasco. Todo barato y trivial, de categoría ínfima, de una ralea muy baja, como las sandeces que garabatea contra los judíos Drieu La Rochelle en el París ocupado, o como esos franceses de Vichy que primero jalean los desfiles nazis y después de la liberación saltan al cuello de los colaboracionistas más señalados.

Sinde y "la mujer"

Pío Moa en Libertad Digital

Las feministas tienen la manía de erigirse por las buenas en representantes de “la mujer”, al modo como los marxistas se decían lo mismo en relación con “el proletariado”. Una base de las ideologías totalitarias consiste precisamente en esas autoatribuciones sin base y un tanto desvergonzadas. Se trata de luchas por el poder en las que cada oligarquía pretende cobrar fuerza adulando a un grupo social con una mezcla de narcisismo y de victimismo.


Sinde, en particular, revela su ignorancia al criticar el diccionario biográfico de la Real Academia (la cual parece haber cedido al chantaje un tanto abyectamente), y al estilo antidemocrático habitual, ha dicho, entre otras cosas: “No creo que las mujeres en la historia de España hayan contribuido solo en un ocho por ciento”. Una cosa es la historia, en sentido amplio, en la que hombres y mujeres han contribuido por igual, de modo más o menos complementario; y otra los protagonistas políticos y culturales, que siempre han sido muy pocos en comparación con el conjunto de la sociedad, y casi siempre masculinos, porque --sea cual sea la razón, un tema interesante a debatir-- la política y la cultura en general la han desarrollado los varones o, mejor dicho, una ínfima parte de ellos. Y me temo que si medimos la contribución femenina por figuras tan loadas por el feminismo como la Pasionaria, Margarita Nelken, la Pajín, la Vicevogue o la propia Sinde, no quedaría en muy buen lugar al sexo femenino. es decir, si ellas fueran sus representantes, como pretenden. Pretensión perfectamente infundada, como digo.

Pajín, esa liberticida y totalitaria

Manuel Llamas en Libertad Digital

Ha nacido una estrella. Se llama Leire Pajín. Y como tal, ya cuenta con su particular proyecto estelar bajo el título "Ley de Igualdad de Trato y No Discriminación". Un pomposo y llamativo nombre acorde con el indudable prestigio de su precursora, una joven socióloga cuya vida profesional ha discurrido única y exclusivamente ligada al ámbito político, tras una meteórica carrera en el seno del Partido Socialista. Pajín, ese adalid de la progresía hispana, ese icono resplandeciente del nuevo socialismo del siglo XXI que tanto gusta en otras latitudes y que tan orgullosamente encarnan líderes de la talla de Hugo Chávez y Evo Morales, ha decidido alzarse, sola pero firme, contra la discriminación, sea ésta del tipo que sea.

Un objetivo loable, digno, sin duda, de su figura cuasi divina. Pajín acaba de autoproclamarse en heroína de la igualdad, defensora a ultranza de los discriminados, entregada salvadora de los desvalidos y repudiados por el mero hecho de ser diferentes o pensar algo distinto a los demás. Leire, esa jueza suprema e incorruptible del pensamiento políticamente correcto, esa fiscal despiadada en la persecución del "delito social", esa abogada incólume en la defensa acérrima de los desiguales. Todo eso y más es Leire Pajín, la asombrosa descubridora de la nueva Verdad... ¡La suya!

Dejémonos de ironías. Bajo ese pomposo y buenista título, "igualdad y no discriminación", propio de los paraísos utópicos del socialismo que, una vez alcanzados, se materializan en auténticos infiernos, yace un proyecto de ley totalitario. Su articulado, envuelto de ideales socialistas, esconde, en realidad, un único fin: ahogar la libertad de empresa, violar la propiedad privada y restringir hasta el extremo el pensamiento y libre elección de los individuos. El análisis detallado de estos aspectos lo tienen aquí (económicos), aquí (jurídicos) y aquí (mediáticos).

La amplia ambigüedad y arbitrariedad que denota el texto otorga al Estado un poder inusitado para sancionar, multar y hasta condenar conductas naturales, es decir, propias del ser humano y típicas del día a día. Y es que, todos y cada uno de nosotros discriminamos siempre y en todo lugar. Actuar no es otra cosa que discriminar, elegir entre varias opciones o, lo que es lo mismo, seleccionar algo excluyendo lo demás. Usted discrimina, de una u otra forma, cuando elige libremente a sus amigos, contrata a un empleado o selecciona a un inquilino...

Pero el proyecto de Pajín contradice este principio básico al primar la igualdad material en sentido estricto frente a la tradicional igualdad formal (ante la ley). La manida "igualdad" se convierte en un fin en sí mismo. Se trata de una aberración jurídica que, en caso de aprobarse, hará saltar por los aires el artículo 14 de la Constitución. Así, pasaremos de "los españoles son iguales ante la ley" a "la ley del Estado impondrá su igualdad a los españoles". En este caso el orden de los factores sí altera –¡y cómo!– el producto.

La socióloga, por muy ministra que sea, parece desconocer que el actual Estado de Derecho se sustenta sobre un nuevo concepto de libertad ideado para romper con las ataduras del Antiguo Régimen. No por casualidad la Declaración de Independencia de los EEUU reza lo siguiente: "Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad". La libertad, no la igualdad (material), es un derecho natural, intrínseco al ser humano. Y el hombre se siente libre cuando es dueño de su patrimonio (propiedad privada), no encuentra trabas a su pensamiento (libertad de expresión), educa a sus hijos según sus creencias y profesa libremente religión y oficio. En definitiva, cuando su esfera personal, familiar y profesional no es invadida por el Estado, es decir, por Pajín.

Talibanes contra el Valle de los Caídos

Pío Moa en Libertad Digital

He dicho que un perturbado como Rodríguez no se iba a marchar del poder sin cometer aún unas cuantas fechorías y dejarnos el rastro de su miseria: de momento la legalización y triunfo de la ETA, con la que guarda tanta afinidad ideológica (socialista, antifranquista, etc.) y el ataque al Valle de los Caídos. Tal como el Gobierno colaborador y hasta chivato de la ETA, esto es, delincuente y encarcelable, comisionó a Peces Barba para silenciar y desacreditar a las víctimas del terrorismo, ahora ha montado una comisión de bellacos contra el Valle de los Caídos.

El Valle de los Caídos "es una maravilla", como ha reconocido Preston: quizá el monumento más logrado en su género del siglo XX en cualquier país del mundo. Fue construido primero para conmemorar la victoria del bando nacional y más tarde la reconciliación, al depositar allí restos de combatientes de los dos bandos. Esa reconciliación fue plenamente lograda, para la inmensa mayoría de la población, durante el franquismo, aunque persistiese una minoría ferozmente irreconciliable: terroristas, comunistas y simpatizantes de ambos.

Lo más repugnante es el lenguaje empleado por los bellacos: afirman que el Valle "es todavía un lugar controvertido en la conciencia de los españoles". Son ellos, los irreconciliables, quienes lo "controvierten", precisamente con un "Himalaya de mentiras", como decía Besteiro, enconando los odios con palabras de apariencia razonable. Invocan la totalitaria y antidemocrática "ley de memoria histórica", que presenta a los chekistas y etarras como víctimas, soborna a los familiares con "indemnizaciones" a cargo de todos nosotros y prohíbe lo que llama "exaltación del franquismo", es decir, del régimen del cual no solo procede el monumento, sino también la prosperidad, la democracia y la paz que aún dura, logradas contra los terroristas, comunistas, socialistas y demás irreconciliables talibanes. Dicen que buscan "honrar y rehabilitar la memoria de todas las personas fallecidas a consecuencia de la Guerra Civil y de la represión política que siguió". ¿A quién pueden honrar y rehabilitar unos colaboradores de la ETA? ¿Y cómo puede honrarse a las víctimas equiparándolas a los chekistas y asesinos? Hablan de "fomentar las aspiraciones de reconciliación y convivencia". Esas aspiraciones estaban plenamente logradas y el Gobierno delincuente las está arruinando, precisamente. Su desvergüenza y cinismo alcanzan cotas increíbles.

Y menciona una recomendación del Consejo de Europa para que en el Valle de los Caídos se explique cómo fue construido por prisioneros republicanos. Eso no se puede explicar, porque es falso. Solo se puede mentir sobre ello.

Con toda su miseria, esta demagogia delictiva ofrece una excelente oportunidad para que las personas honradas del país clarifiquen "la conciencia de los españoles" y europeos difundiendo la verdad. Tiene que salirles el tiro por la culata. La reacción no debe limitarse a la de los descerebrados de Sol.

Call me Alfredo

Pablo Molina en Libertad Digital

Rubalcaba quiere que ser ahora Alfredo, simplemente Alfredo, en un gesto de cercanía hacia el militante socialista francamente innecesario, porque no es probable que se vaya a ver obligado a disputar unas elecciones primarias con algún riesgo de no salir elegido. Todos los dedos índice del sanedrín socialista le han señalado y a ver quién es ahora el chulo que se atreve a apuntar en dirección contraria.

Las primarias socialistas son un deporte de apariencia democrática para que al final gane Rubalcaba, que es lo que Cruyff dijo en una ocasión sobre el fútbol y la selección alemana sin equivocarse demasiado. La prueba en el caso del PSOE es que nadie con un relativo peso específico se ha atrevido a disputarle al ministro de Interior el puesto que él mismo hace tiempo reservó para sí mismo. Sí, habrá algún advenedizo para cubrir la cuota de exotismo folclórico que exigen esas organizaciones antidemocráticas por definición que son los partidos políticos, pero nada que pueda inquietar a Rubalcaba; perdón, Alfredo queríamos decir.

Francisco Fernández Ordóñez (q.e.p.d.), muy mejorable ministro de Exteriores aunque infinitamente más útil que lo que nos ha venido después con Zapatero, sólo sabía decir una frase en inglés –"call me Paco"–, con la que mal que bien anduvo por esas Europas de Dios derrochando al menos simpatía. "Pacordóñez" tenía la disculpa de que acabábamos de entrar en la CEE y los únicos españoles conocidos eran Butragueño y Felipe González, por ese orden, pero a Rubalcaba lo conocemos ya tanto que incluso dentro de su partido debe resultar bastante raro dirigirse a él como simplemente Alfredo.

¿Alfredo? Ah, sí, Rubalcaba. Exacto, Rubalcaba, el tipo con un pasado terrorífico y un porvenir siniestro que ahora quiere ser "Alfredo", una joven promesa de la política con un futuro prometedor, capaz de ilusionar al votante socialista partidario de la renovación.

Al final, friquismos surgidos de las bases aparte, las únicas primarias se disputarán entre "Call me Alfredo" y Rubalcaba. Por supuesto ganará Rubalcaba. A ver entonces quién tiene lo que hay que tener para dirigirse a él solamente como "Alfredo".

Alfredo

Alfonso Ussía en La Razón

«A partir de ahora, llamadme Alfredo». Bellísima petición. Coincido plenamente con Federico Jiménez Losantos en que Alfredo, Alfredo a secas, Alfredo a lo grande, sólo hay uno, al menos para los madridistas y los buenos aficionados al deporte. Don Alfredo Di Stéfano. Existen dos tipos de personas. Los que se conocen por el nombre o por el apodo cariñoso y los que se distinguen por sus apellidos. Rubalcaba pertenece al segundo grupo. Por otra parte, Rubalcaba es Pérez con anterioridad, que así se apellidaba su padre, un ilustre comandante de líneas aéreas. Adolfo Suárez es Adolfo para casi todos. No necesitó reunir a los militantes de UCD para pedirles semejante bobada. «A partir de ahora, llamadme Adolfo». Ya se lo llamaban. Como Pepiño Blanco, al que le decimos «Pepiño» los que apenas le conocemos. Nadie le llama Blanco. Si en una charla alguien comenta «he visto a Blanco muy preocupado por los acontecimientos», siempre surge el que pregunta: «¿Qué Blanco?», o «¿Quién es Blanco?». Con Pepiño no hay problema. A Jaime Mayor Oreja se le sustrae el primer apellido. Sus amigos nos referimos a él como «Jaime» y sus enemigos como «Oreja». Se trata de costumbres, de tics adquiridos, de modismos habituales que no se pueden cambiar de la noche a la mañana. Rubalcaba es Rubalcaba para casi todos, y por mucho que quiera que se le llame Alfredo, se distingue a cien leguas que sigue siendo Rubalcaba. Entonces aparece el cursi. «Es que Alfredo es más cálido».

La izquierdilla española, es decir, la de Visa Oro, usa de dos voces con asiduidad perforante. «Cálido» y «mágico». Lo de «mágico» es de cineastas. «¿Cómo definiría su última película?», pregunta el sagaz entrevistador. «Creo que es mágica», responde el realizador vestido de cine mientras se rasca la barba para que su pulga preferida decida abandonarlo y pernoctar en la Puerta del Sol. «Lo mejor de Amenábar es que és muy cálido cuando trabaja». Y se acepta, claro, porque quien no ha trabajado con Amenábar no puede poner peros a su calidez. Así que Rubalcaba, cuando pretende ser llamado Alfredo, es cálido y mágico a la vez, aunque siga siendo Rubalcaba. En lugar de ZP, AF. «Hoy nos recibe AF», dirán encantados los que ya le dicen «Alfredo». Si no me equivoco, puede haber lío en el empeño, porque AF me suena a muebles de oficina. Pero no es cosa de alarmar ni buscarle tres pies al gato. No obstante, y Rubalcaba sabe bien que personalmente cuenta con mi viejo aprecio, lo de «alfredo» no le va a salir, por una sencilla razón. Quien lleva treinta años siendo Rubalcaba, para los unos y para los otros, seguirá siendo Rubalcaba para los otros y para los unos, y sólo le llamarán «Alfredo» los jóvenes aspirantes a subir un escalón en el PSOE, que sería conveniente que lo hicieran, por otra parte. Además, que Rubalcaba es listo, pero no mágico, y simpático, pero no cálido. Cálida es Carla Bruni, por poner un ejemplo que no precisa de exégesis profundas. AF está a tiempo de recapacitar. Si lo que busca es una buena cosecha de votos, que no la va a tener, lo mejor es no cambiar de marca. Se puede entender desde el prisma de la añagaza. El pasado cuenta. Pero «Alfredo» no podrá borrar nunca el pasado de Rubalcaba, porque la gente no es tonta, y Rubalcaba es el segundo responsable del Gobierno desastroso que nos ha llevado a todos los españoles al borde del abismo. Rubalcaba y Alfredo. Los dos.