lunes, 13 de junio de 2011

Es la bola de cristal

PP, fachas. Capitalismo, malo. Banqueros y empresarios, ladrones. Iglesia, caca. Naturaleza, buena; hombre, malo.

Esta es la ideología de los "indignaos". ¿Tanto debate, tantas asambles, tantas comisiones... para esto? Aunque no es de extrañar, pues eso es lo que único que han aprendido (y casi lo único que les han enseñado) en escuelas, institutos, universidades, medios de comunicación...


Ante tan elaborados argumentos, ante tan complejas mentes, sólo cabe emular a la Bruja Avería y gritar con ella: "¡Viva el mal, viva el capital!"


La doble mayoría

Gabriel Albiac en ABC

Su rostro era imagen de la decepción. Dieter Brandau entrevistaba en Lizarza a Regina Otaola. La aún alcaldesa evocaba, con serenidad estoica, los años de perseverancia en un pueblo que la veía como enemigo al cual es justo abatir. ¿Vino a apoyarla el presidente de su partido, durante estos años? No, claro que no, responde con indiferencia. Pero Aznar sí, vino una vez. Sonríe. No haber sido abandonada, al menos, por un ex presidente, parece confortar a Otaola del menosprecio de los suyos. Hay que ser muy duro para aguantar eso. Y para limitarse a contarlo, con la sobriedad un poco taciturna que es lo que más me admira en las gentes de la tierra vasca. Quede constancia de que, en mi herencia genética —si es que tal cosa existe—, lo único que aprecio es ese 25% de áspero comedimiento.

«¿Se llevará usted la bandera cuando se vaya?», le pregunta el periodista. Para un país normal, sería una pregunta estrafalaria: ¿por qué habría de llevarse un alcalde la bandera de su país al cesar en el cargo? Para un país normal. Para esta España trágica que es la nuestra, lo que causa estupor es la respuesta. No. No pienso llevármela. La bandera es la que la ley establece y la ley no la pongo yo, replica sin que su voz se altere un semitono. Si alguien viola la ley, allá él. Y si aquel a quien corresponde garantizar su cumplimiento no lo impide, allá él igualmente. En país normal, es cierto que ambos —violador y ministro inane— acabarían ante los tribunales. Pero aquí hablamos de un violador al cual el Tribunal Constitucional ha eximido de obligaciones y de un ministro inane que aspira a Presidente del Gobierno. No pasará nada.

Tampoco pasará gran cosa en los meses que vienen. Por supuesto, lo primero que hizo la nueva alcaldía de Lizarza fue retirar la bandera española del ayuntamiento. Por supuesto que, en el lugar que ella ocupaba, fue colocado un cartel que, en vascuence, reclamaba la liberación de los vascos presos en cárceles del ocupante enemigo español. Por supuesto que, en las inmediatas semanas, las calles volverán a ser el universal dazibao que fueron siempre hasta que Regina Otaola dejó los viejos muros impecables. Pero no, no es eso lo importante. Lo importante sucederá dentro de unos meses, los que tarde el agónico no-gobierno de Rodríguez Zapatero en convocar elecciones generales. No hay enigma: Bildu —o la denominación que se elija para entonces— repetirá —puede incluso incrementar— sus resultados de mayo. Y, junto a un PNV presionado por su ascenso, tendrá todos los instrumentos para que en el País Vasco exista, por primera vez, un gobierno de mayoría independentista. A partir de la formación de ese nuevo ejecutivo en Vitoria, todo será posible. Digo todo.

Deslumbrado —y es comprensible que así sea, de momento— por la victoria de mayo, el PP de Rajoy parece haber dejado en segundo plano su vertiente oscura: el País Vasco. No hay razón para pensar que, salvo acontecimiento catastrófico, las cosas varíen mucho en estos meses. De ser así, para marzo todo lo más tarde, el PP tendrá mayoría absoluta en el Parlamento español. Los partidarios de la independencia la tendrán en el Parlamento vasco. Y el modelo constitucional del año 1978 habrá saltado por los aires.

Medianoche en Sol

José María Carrascal en ABC

Como el detective privado de «Medianoche en París», que se equivocó de puerta y se encontró en el siglo equivocado, los «indignados» del 15-M querían salir en mayo del 1968 y se han encontrado en el de 2011, completamente distinto. El M-68, que no empezó en París ni en el 68, sino en el 66 en la universidad californiana de Berkley, es decir la «revolución contracultural», iba contra los usos de la que Galbraith llamaba la «sociedad opulenta», una sociedad saciada, a la que sobraban medios y faltaban alicientes, por lo que sus hijos predicaban «hacer el amor y no la guerra», tiraban billetes a los corredores de bolsa en Wall Street y seguían a los Beatles como los niños de Hamelín al flautista. En otras palabras: eran el producto de la abundancia.

Mientras los acampados en la Plaza del Sol o la de Cataluña son el producto de la miseria, con cada vez menos medios y peores expectativas. La situación ha dado la vuelta y esos acampados resultan tan anacrónicos como un señor de chistera —por cierto, Antonio, enhorabuena por ese articulazo sobre el artilugio— en un concierto de rock, a no ser que quisiera hacer un chiste, cosa que no creo, pues los tiempos no están para chistes.

Aunque hay de todo entre ellos. Por un lado, están los abuelos que no pudieron estar en el París del 68 y no quieren morirse sin vivir algo parecido. Luego están los jóvenes que habiendo oído hablar del Paris del 68 quieren montarse un revival siguiendo instrucciones de un filósofo jubilado que les ordena indignarse. Siguen los indignados con buenas razones, al no tener trabajo, ni perspectivas, ni ideales. Y por último, están los que no teniendo nada que hacer se apuntan a un bombardeo, encantados de poder continuar sin dar golpe, ahora ya con una «causa». Sin darse cuenta de que el horno no está para bollos.

Puede incluso que no esté ni para pan. Así que la gente pasa de ellos, si es que la dejan pasar, por lo que los evita dando un rodeo, con gran disgusto de los comerciantes del lugar, los grandes perjudicados. Y es que la gente no quiere acampadas, quiere soluciones y lo que discuten esos acampados suena a música celestial. En fin, que se han equivocado de lugar y de fecha. Y como sigan acampados terminarán siendo un estorbo público, si no lo son ya. El 15-M no puede ser el 68-M, no por aquello de Marx «la historia se repite, primero como tragedia, luego como comedia», sino por la simple razón de que todo ha cambiado de 1968 a 2011. Y o se echa uno a la calle a derribar el régimen frente a los tanques, como han hecho los jóvenes árabes, o que se queda uno en casa tocando la guitarra. Lo que no puede hacer es irse a la plaza mayor a pedir que todo siga como antes, que es lo que esos «revolucionarios» piden, porque, sencillamente, ese antes ya no existe.

Tantos años después

Félix Madero en ABC

Días atrás, el sábado, veía en la portada de un periódico la foto del que hasta hace unas horas era alcalde de Getafe, Pedro Castro. El periódico homenajea a un hombre que lleva siendo alcalde 28 años. Sí, repito: 28 años en el mismo sillón, en el mismo despacho, en el mismo consistorio, en las mismas ferias, en las mismas Navidades, en los mismos plenos; veintiocho años mirándose al espejo del despacho, el que devolvía cada mañana en su imagen reflejada la certeza de que la muerte iba haciendo su trabajo. Él no lo sabe, pero ha resucitado.

Donde unos ven motivo para el homenaje yo solo encuentro razones para el desdén y el escándalo. No se me ocurre una sola razón para que alguien, por listo y honrado que sea, deba permanecer seis lustros en el mismo sitio.

Jugando a la revolución

César Vidal en La Razón

He ido contemplando con creciente desazón la manera en que en las últimas semanas desde los más diversos medios se apela a llevar a cabo una revolución desde la calle. La excusa han sido esos ocupantes ilegales de los más diversos lugares públicos cuyo paradigma se encuentra en el poblado de chabolistas a que se han visto reducidas la Puerta del Sol de Madrid o la Plaza de Cataluña en Barcelona. Mientras una maraña de individuos –que va de los antisistema a los que creen en un despertar de la conciencia cósmica pasando por la extrema izquierda ignorante y casposa de toda la vida– se dedica a hundir la economía y la higiene de los que viven en las cercanías de los lugares que tienen la desgracia de verse ocupados, no han faltado las voces que se han dedicado a vocear las consignas más irresponsables y a jugar a la revolución. Es cierto que, por regla general, semejante actividad la han llevado a cabo desde un lugar tan cómodo como el que se encuentra frente las cámaras de una televisión o en la columna de un periódico. Sin embargo, no por ello su conducta resulta menos irresponsable y peligrosa. Que este sistema democrático deja mucho que desear y que necesita algunas reformas urgentes no seré yo quien lo niegue. Estoy convencido de ello y llevo años diciéndolo. Pero una cosa es que se inste a esas reformas de manera legal y a través de las instituciones pertinentes y otra, bien distinta, es que se dediquen a forzar el menor cambio gente a la que nadie ha elegido, que se ha arrogado una autoridad de la que carece y que además quebranta la ley por sistema sin importarle un bledo las consecuencias que eso pueda tener sobre los demás. Pueden vocear lo que quieran e incluso –que no es el caso– acertar, pero su conducta difícilmente podría ser más antidemocrática siquiera porque España no es Egipto ni Túnez ni aquí existe una dictadura islámica aunque, a veces, pueda parecerlo. Una de las grandes desgracias de la Historia de España ha sido la dificultad para que los españoles comprendieran lo que es el imperio de la ley al estilo de, por ejemplo, británicos o norteamericanos. Que esa lamentable conducta se disfrace de indignación no cambia las cosas. Por si fuera poco, los que sueñan con mover el barco para alzarse con el santo y la limosna están dando muestra de una ignorancia histórica palmaria. La Historia de las revoluciones –ingleses y norteamericanos son la excepción– muestra que los que las inician siempre acaban devorados por el proceso que pusieron en marcha. Algunos, como Lafayette o Kérensky, tuvieron suerte y pudieron exiliarse. Sin embargo, Danton y Robespierre; Trotsky y Kámienev acabaron ejecutados. A fin de cuentas, no podía ser de otra manera porque las revoluciones se sabe cuando comienzan, pero no cómo acaban. Si alguien anda fantaseando ahora con el soviet callejero, con la caída de la monarquía – ¡algún majadero llegó a augurarla hace unas semanas porque había elecciones municipales!– con la toma del poder al estilo de la Marcha de Roma mussoliniana es un loco peligroso que pasa por alto una eventualidad más que posible, la de que los mismos espectros que está conjurando lo arrastren por las calles para colgarlo de una farola.

Todo a cien y nada por los cien

Pedro de Tena en Libertad Digital

San Sebastián. Todo a cien o todo por los cien. El "todo a cien" fue el símbolo comercial de lo barato antes que lo bueno y bonito. En política, el "todo a cien" refleja una conducta para la que todo vale con tal de que el partido o la ideología ganen posición o, al menos, la mantengan incluso al margen de los principios y de los valores. Como dice la canción, depende, todo depende. Se vive en estos momentos en San Sebastián, símbolo de lo que ha ocurrido en el País Vasco tras la decisión del Tribunal Constitucional, esa política del todo a cien donde se ha sacrificado todo, muy especialmente, el honor de los asesinados y el dolor de sus familiares. Para que quede claro, en vez de haberlo dado democráticamente todo por los cien asesinados, muertos muchos de ellos consciente y valerosamente por nuestras libertades nacionales, se les ha situado, a ellos y a sus familias, bajo la administración de quienes, cuando menos, aplaudieron su muerte.

Lo que se ha perpetrado es mucho más grave de lo habitualmente se piensa. Matar en España, ya de por sí barato a causa de una legislación más comprensiva con los delincuentes que con sus víctimas –Sandra Palo, Marta del Castillo y otros muchos casos de violencia doméstica o de otros tipos–, es, desde ahora, políticamente rentable en esta democracia agonizante que vivimos. Puede matarse durante 30, 40 ó 50 años y llegar el momento en que los simpatizantes de los asesinos puedan gobernar una ciudad como San Sebastián gracias, sobre todo, a las componendas de partidos donde se cobijan políticas del todo a cien. Y dicen que esto se hace como único camino para conseguir de una vez la pacificación del País Vasco. Si Sofía Martín Garay de Yurrebasu, mi abuela, saliera de su tumba abofetearía a estos insolentes que no sólo hacen lo que hacen sino que pretenden justificarlo intelectualmente.

Lo que ha ocurrido y va a seguir ocurriendo es que se va a ir aceptando la infamia de que no importa cuánto se haya matado, a cuántos se haya matado ni cómo ni por qué se haya matado. Lo que importa es que las víctimas no entorpezcan el camino de los amigos de los asesinos. Lamentablemente Borges ya ha muerto, pero esta nueva situación de la democracia suicida que alimentamos cabría perfectamente en su historia universal de la infamia. Me viene a la memoria su "proveedor de iniquidades" que hacía marcas por cada víctima y que, además, era caudillo electoral cobrador de impuestos que tenía estos honorarios: "15 dólares, una oreja arrancada, 19 una pierna rota, 25 un balazo en una pierna, 25 una puñalada, 100 el negocio entero". Bonito mundo este nuestro en España.

Violencia terrorista

Emilio Campmany en Libertad Digital

Lo que hemos visto que ha ocurrido en Elorrio después de haberse constituido su Ayuntamiento es violencia terrorista. El terrorismo es el empleo de la violencia con fines políticos. Los que han zarandeado e insultado a Carlos García, concejal del PP en aquella villa, no lo han hecho para desahogar su ira, satisfacer sus bajos instintos o atender a sus impulsos primarios. Lo han hecho para aterrorizar al concejal con un objetivo político. Y quienes digan que insultar y zarandear no es propiamente violencia, y menos violencia terrorista, porque no es lo mismo que golpear o asesinar, se equivocan.

En Derecho Internacional, la agresión está constituida no sólo por el uso de la violencia, sino también por la amenaza de su empleo. De las dos hubo en Elorrio. ETA, o Batasuna o la izquierda abertzale o Sortu o Bildu, que todo es lo mismo, ejercieron la violencia y amenazaron con el empleo de otra más enérgica contra un concejal del PP. Desde el momento que esta violencia tuvo y tiene un fin político, es terrorismo.

Rubalcaba dice que no le gusta. Eso lo puedo decir yo o los millones de españoles que no tenemos ninguna responsabilidad en el uso que el Estado ha de hacer del monopolio de la violencia del que es titular. Pero si hay alguien que no puede decir tal cosa, es el ministro del Interior. Porque la cuestión no es lo que a Rubalcaba le guste o deje de gustar. La cuestión es que él es responsable de que los españoles, y Carlos García lo es, no tengan que sufrir ni esa ni ninguna otra clase de violencia terrorista. Se equivocan quienes crean que la única víctima es el valiente concejal del PP.

Las víctimas son todos aquellos que, teniendo derecho a presentarse a las elecciones por el PP o el partido que les pete o expresar en público las opiniones que les parezca o proclamar su ideología a los cuatro vientos, no lo hacen por miedo a ser objeto de la violencia que vieron se empleó en Elorrio.

Lo del sábado fue la imagen viva de un fracaso. Del fracaso de Rubalcaba, que hace dejación de sus funciones; de Zapatero, que insiste en hacer concesiones a ETA a cambio de la paz de la que ya disfrutan en Elorrio; del PSOE, que se ha dejado arrastrar hasta aquí; del Tribunal Constitucional, que se ha prestado indignamente a la farsa; del PP, que prefiere vivir en la mentira del pacto antiterrorista antes que afrontar en solitario la responsabilidad de denunciar la permisividad de los otros; y de toda la sociedad española, que hemos votado a unos y a otros.

Vuelve la violencia terrorista al País Vasco y a Zapatero sólo le preocupa llegar vivo a marzo, a Rubalcaba, que el PP no saque mayoría absoluta, a Rajoy, sacarla, y al Rey, que no le planten un pino en la tripa. No creo que merezcamos tanto deshonor e inoperancia.

Los indignos

José García Domínguez en Libertad Digital

La connivencia tácita, la indignidad ante los indignados de la mayoría silenciosa, refleja un rasgo profundo de nuestra psicología nacional. Porque, en el fondo, lo que late tras todo eso no es más que la pervivencia en el tiempo de un poso infantil del carácter ibérico. A saber, el prejuicio que sostiene que los políticos, estos políticos, representan el verdadero problema porque quiere creer que otros distintos supondrían la verdadera solución. El Estado como eterna niñera de la sociedad. Un país entero en la consulta del pediatra. España.

Libertad y fuerza

Carlos Rodríguez Braun en Libertad Digital

Criticó Luis G. Montero a Esperanza Aguirre en Público: "habla de la libertad de los padres para llevar a sus hijos a los centros escolares que deseen. Conviene aclarar que esto no significa que los colegios para niños ricos vayan a ser obligados a recibir alumnos gratuitos". Pero no hay colegios sólo para ricos sino colegios más o menos caros, y en la sociedad libre no se puede obligar a la gente a que dé cosas gratis, salvo en una sola circunstancia clave, que el señor Montero ignora.

Para él, cuando los padres pueden elegir libremente a qué colegio llevan a sus hijos, en realidad no eligen libremente: "La trampa de confundir la libertad con la falta de regulación social sólo sirve para suprimir derechos. Todo huele a programa ideológico y a estrategia para financiar con dinero público a las élites sociales, siempre incómodas con la experiencia democrática". Es notable que la mayor libertad no sea para él un derecho, sino que lo sea la coacción. La libertad es algo ideológico (como si él no tuviera ideología) y siniestro que sirve para pagar con dinero público a la elites antidemocráticas, lo que es falso, porque a las elites les encanta la democracia, precisamente porque la utilizan para usurpar el dinero del pueblo: eso es lo que hacen las elites políticas, sindicales, intelectuales, mediáticas y empresariales. A quienes nadie pregunta si quieren pagar o no es a los ciudadanos.

Esta es la visión que tiene el señor Montero sobre la libertad ciudadana: "Esperanza Aguirre es coherente con su idea de la libertad: sálvese quien pueda en la ley del más fuerte. Frente a su neoliberalismo desatado, conviene recordar la dimensión social de la palabra libertad, sus orígenes cívicos en un contrato de convivencia. Es otra idea de libertad que tiene que ver con los espacios públicos capaces de asegurar el desarrollo justo de las posibilidades individuales".

Aquí tenemos la circunstancia clave que don Luis ignora: la libertad no es la ley del más fuerte, puesto que en la sociedad libre, en el mercado libre, podemos elegir qué cosa queremos comprar, y si no compramos, no pagamos y no pasa nada. ¿Cuándo se impone esa ley del más fuerte? ¿Cuándo los ciudadanos son efectivamente obligados a pagar contra su voluntad por unos bienes y servicios independientemente de que quieran hacerlo o no? ¿Quién puede obligar a los ciudadanos a pagar e incluso meterlos en la cárcel si no pagan? Sólo el Estado, claro.

Don Luis ignora el carácter esencialmente coactivo del Estado: para él lo malo es el "neoliberalismo desatado" de "la ley del más fuerte", sin que parezca percibir que nadie es más fuerte que quien es fuerte por ley. Por eso se pierde en vaguedades como "un contrato de convivencia", que remite al viejo contrato social, y que jamás ha podido resolver un problema que los contratos resuelven por definición: siempre es posible no firmarlos. Y al final concluye con esa deliciosa apelación a los "espacios públicos capaces de asegurar el desarrollo justo de las posibilidades individuales". Con consignas abnegadas de este tenor, el socialismo en todas sus variantes lleva aplicando la ley del más fuerte y quebrantando vidas, derechos, libertades y haciendas desde hace un siglo.